Una vez más, las protestas en Colombia son noticia. Una noticia que parecía haberse quedado detenida en el tiempo desde diciembre de 2019, congelada por la pandemia y los confinamientos. Las protestas, que han convocado a millones de manifestantes en las calles y en el campo, han llenado también las redes sociales. El carácter esencialmente joven de la movilización ha permitido aprovechar diversos formatos para poner en conocimiento del mundo lo que pasa en el país. Sorprende la velocidad y la calidad de los contenidos con los cuales una movilización, amplia pero también diversa y sin cabezas visibles, fue capaz de trascender las fronteras de manera rápida y efectiva.
Esa capacidad de lanzar el mensaje de hartazgo popular es una metáfora de lo que ocurre en el país. Una sociedad en transformación, que demanda canales para la expresión de sus expectativas y para la participación, frente a un gobierno oxidado, retrotraído en sus relaciones con los grupos de poder e incapaz de conducir una respuesta política al desafío.
Colombia es un país que ha cambiado. A pesar de las dificultades con las que se llevó adelante la firma del Acuerdo de Paz Definitivo, la paz supone un punto de inflexión. Un hito que generó expectativas, no solo entre los que esperaban el “dividendo económico de la paz”, sino también en la Colombia periférica históricamente olvidada, así como en el espacio del debate público.
Como es evidente, el acuerdo supuso la desaparición material de un actor armado tremendamente poderoso. Bien es cierto que hay disidentes, pero ni de lejos alcanzan el poder de las antiguas FARC. Sin embargo, las mayores transformaciones operan en el plano simbólico. En los últimos años se ha producido una ampliación de los temas de la agenda pública. El conflicto armado tradicional fue visto por muchos años como la causa de todas las desgracias y, por supuesto, como el tapón que no permitía el flujo del desarrollo. Una vez cerrado el mayor escenario de confrontación, la situación social no es mejor.
«El conflicto armado era visto como la causa de todas las desgracias, el tapón que no permitía el flujo del desarrollo. Una vez cerrado el mayor escenario de confrontación, la situación social no es mejor»
El debate público sí se ha reconducido de la guerra a otros problemas que siempre estuvieron ahí: la corrupción, la desigualdad, o la violencia represiva del Estado. El magro compromiso del gobierno con el Acuerdo de Paz ha aumentado el descontento. Los asesinatos de líderes sociales y ambientales no son cosa nueva, pero en el nuevo escenario social no se disipan entre las “bajas por el conflicto”.
El descontento tampoco es novedad. Es una tendencia en aumento en los últimos siete años, cuando el país pasó por otra jornada de paro masivo durante el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, en ese caso protagonizada por los campesinos. La falta de cumplimiento de los acuerdos alcanzados entonces, y de muchos posteriores, se ha sumado al errático manejo, del gobierno y las administraciones locales, de las medidas para controlar la pandemia y a sus consecuencias en una sociedad cuyo signo característico es la desigualdad
La represión violenta también es histórica, pero no la contestación ciudadana. A la acción desmedida de la policía y en especial de su cuerpo de antidisturbios, el ESMAD, se suman civiles armados que han actuado contra los manifestantes y acciones de vandalismo, pulsiones omnipresentes de sectores que creen en la mano dura y la limpieza social como sistemas de control. Lejos de atender la demanda de una reforma de la policía, adscrita al ministerio de Defensa, esta se ha presentado ante el nuevo ciclo de protestas dotadas con mejor armamento.
La violencia es siempre uno de los determinantes de los procesos políticos en Colombia. Quizá por esa irresuelta tensión entre el cause democrático y de derecho y las vías de hecho, en el que los primeros nunca han terminado por imponerse sobre las segundas. La violencia represiva ha terminado por convertirse en un agudizador de la ruptura entre ciudadanos y Estado.
«El vandalismo, las disidencias de las FARC, el narcotráfico y agentes desestabilizadores internacionales como Maduro es un cóctel que se agita con demasiada frecuencia para deslegitimar la movilización»
La violencia vandálica y asociada a la protesta es la otra cara de la moneda, por supuesto, injustificable. Se ha convertido en la coletilla habitual del gobierno para minimizar su responsabilidad ante las demandas ciudadanas. La mezcla entre vandalismo, presencia de las disidencias de las FARC, narcotráfico y agente desestabilizadores internacionales (Nicolás Maduro) es un cóctel que se agita con demasiada frecuencia para deslegitimar la movilización.
Esta narrativa tiene un vuelo muy corto. Las FARC no tuvieron capacidad de movilización social, mucho menos urbana, en sus mejores épocas, cuando controlaban parte del territorio, de hecho; ese es su gran fracaso histórico. Una disidencia deslegitimada por su traición al proceso de paz y, ahora mismo, concentrada en su conflicto con el régimen venezolano no puede ser el factor decisivo en la movilización. El régimen venezolano tampoco genera grandes simpatías en Colombia. Además, sus límites financieros y políticos le dejan poco margen para auspiciar una movilización de semejante magnitud. El narcotráfico, por su parte, suele estar mas interesado en encubrir sus actividades que en promocionar una movilización cuyas demandas van en contravía de sus intereses.
Francturas profundas: racismo, clasismo, xenofobia
Sin embargo, la movilización no solo ha revelado de manera violenta el desgaste en la relación entre Estado y sociedad. En su evolución ha mostrado fracturas mucho más profundas, las del racismo estructural, el clasismo y la xenofobia. Mas allá de los sindicatos y otros actores colectivos, en la estructura de la protesta debe observarse el papel de los grupos indígenas y los jóvenes.
La Minga (movilización/acción) indígena ha sido muy activa. Víctimas del conflicto y de la actual violencia de otros grupos armados, tienen reivindicaciones históricas sobre sus territorios y protección. Su llegada a las ciudades, que suele ser recibida efusivamente por los manifestantes, sin embargo, también ha visibilizado un profundo racismo, tanto en una parte de la sociedad, con la que se han enfrentado por acciones como el cierre de carreteras, como por parte del gobierno. Públicamente, se les ha pedido que regresen a “su entorno”, como si el país no fuera el suyo.
La ruptura generacional también merece un breve análisis. Los y las “jóvenes” se han presentado como colectivo, lo cual es positivo y relevante. No puede desconocerse que en Colombia una nueva generación está socializándose a través de este proceso, y que eso denota y asegura una mejora de la cultura democrática.
Sin embargo, los jóvenes, incluso unidos no son un todo. La desigualdad marca sus relaciones y expectativas. Los estudiantes universitarios vienen participando activamente de la protesta. Sus reivindicaciones reflejan una ciudadanía que espera una mejor calidad democrática y que es más abierta y diversa. En este caso, hay que señalar de forma muy especial el papel de las universidades publicas y privadas respaldado y apoyando a sus alumnos. En un país en el que el acceso a la educación tiene un marcado corte entre clases sociales, el involucramiento de los centros privados muestra una ruptura entre unos sectores socialmente progresistas y otros tradicionales.
«En Colombia, una nueva generación está socializándose a través del proceso de protestas, lo que denota y asegura una mejora de la cultura democrática»
La existencia de las guerrillas coercionó gran parte de la movilización social a su lógica guerrerista o la puso en la diana de los paramilitares de ultraderecha. El conflicto fue un limitador de la movilización social. Su desaparición permitió que colectivos progresistas y de centro se movilicen en favor de la agenda social sin el riesgo de cercanía a los revolucionarios violentos, o de asumir un riesgo desproporcionado.
Pero no todos los jóvenes que hoy se suman la protesta tienen acceso a las universidades. El 27,7% de los jóvenes está fuera del mercado laboral y tampoco estudia. Si se mira el detalle entre géneros, la situación es más grave aún. El 38% de las mujeres frente al 17,7% de los hombres. Esto quiere decir que hay una buena parte de los (y muy especialmente de las) jóvenes cuyas expectativas de futuro son mucho más sombrías. Es necesario, entonces, analizar con mayor cuidado la estructura social de la protesta. Por ejemplo, contrastar cuales son los incentivos para la movilización de los jóvenes estudiantes, frente a aquellos excluidos del sistema laboral y educativo. O la construcción de lazos de solidaridad, pero también la diferencia en las agendas o los límites de su participación. Por supuesto, cabe preguntarse también si la respuesta policial es equiparable en todas las zonas y cuál es la percepción pública de unos y otros.
No se puede desconocer la criminalización estructural de los jóvenes de zonas marginales. Zonas como Siloé en Cali, donde han muerto más jóvenes en el marco de los paros. Asimismo, es importante analizar cómo los migrantes venezolanos han sido víctimas de una ingente criminalización, tanto desde el punto de vista de la inseguridad ciudadana como de la desviación violenta o vandálica de la protesta.
Condenar la violencia y los desmanes es indispensable, tanto como asegurar la acción de la justicia. Sin embargo, en este escenario hay un esfuerzo por utilizar los excesos excepcionales, aunque gravísimos, como excusa para desconocer la legitimidad de la movilización social y sus demandas. Un discurso descalificador muy usado en el gobierno. Y que ha sido llevado al extremo por actores como el expresidente Álvaro Uribe, cuya radicalización le lleva a jugar con tesis abiertamente neonazis. El discurso descalificador también presente, sin embargo, entre actores moderados.
Por ejemplo, destaca cómo ante la evidencia de que la reforma tributaria contenía elementos de progresividad, algunos insistieron en que los pobres eran manipulados por las élites afectadas por dicha reforma. Lo cual no solo atribuye una inusitada capacidad de acción colectiva a los muy diversos afectados, sino que desconoce la capacidad de agencia de los ciudadanos más vulnerables. La idea de que los pobres se movilizan porque son manipulados es peligrosa, más todavía si se sostiene desde la cuenta de Twitter de funcionarios de organismos multilaterales.
Un gobierno sin respuesta
La salida a la situación colombiana no es sencilla. La diversidad de los sectores movilizados en torno a la agenda planteada en 2019 fue tan amplia que incluso contraponía intereses. Ahora se suman nuevas demandas.
Un buen ejemplo es el derecho a la educación, que ya ha conseguido una primera cesión del gobierno: la gratuidad de los primeros semestres universtiarios para alumnos de estratos socioeconómicos bajos (un avance con varios puntos cuestionables). Esta preocupación por la educación superior contrasta con la demanda del paro de no retornar a las aulas de educación básica sin garantías sanitarias. Una postura que no solo ignora la enorme desigualdad de la situación de los colegios dentro del sistema público, sino, además, el enorme impacto del cierre físico de los centros en los niños en situación de vulnerabilidad. Los grupos armados ya han hecho estragos aprovechando para reclutar menores. Una amenaza mayor en algunas zonas que la imposibilidad de cumplir a rajatabla protocolos sanitarios.
La salida negociada se antoja mucho más complicada que en los casos chileno o ecuatoriano, donde se pudo dar un cauce, al menos formal, al descontento. Reformar una Constitución, tan social como la de 1991 en Colombia, no cambiaría el hecho de que el problema no está en la norma, sino en su cumplimiento.
A esta situación se suma la debilidad de un gobierno que se desmorona. La diversidad de los colectivos movilizados podría ser una oportunidad para un gobierno capaz de liderar una agenda, pero no es el caso. No solo no hay capacidad, la voluntad también escasea. Esto explica que la principal respuesta al problema social sea la vía militar, la negación, la crítica a la cobertura exterior de la situación o el malestar con los llamados de atención internacionales.
Colombia ha llamado la atención del mundo y no es para menos. En el escenario regional marcado por la crisis democrática y humanitaria de Venezuela, la inestabilidad de Colombia genera gran incertidumbre. Sin embargo, también plantea la inminente necesidad de que se produzcan cambios que muy probablemente se materializarán después de las elecciones de 2022, si es que los candidatos son capaces de recoger la agenda ciudadana, darle cause y gobernarla. Hasta entonces hay un camino largo lleno de peligros.
Es un reflejo real de la situación política colombiana. La connivencia de los sectores políticos y económicos corruptos y de la utilización de fuerzas paramilitares , apoyadas por las fuerzas de seguridad del estado, para perseguir a campesinos e indigenas y luego apropiarse de sus tierras , es mas propio de un Estado fallido que de un gobierno democrático. Colombia lleva mas de 50 años gobernado por la misma clase política y económica emparentada por vínculos de consanguinidad en primera de primero, segundo y tercer grado, es decir, por la misma familia que, se reparte a la vez, la dirección de los partidos tradicionales. Por ultimo, el gran éxito de Uribe consistió en pervertir todos los estamentos gubernamentales incluida la justicia.
¡Que pena de país! Un país pletórico de recursos, los tiene todos menos uno: una clase política a la altura del pueblo que pretende gobernar. Un país dirigido por políticos corruptos e ineptos, es como una rueda pinchada, que es imposible que ruede por falta de aire. Eso es Colombia en estos momentos, que va camino de parecerse a Venezuela, el Estado Fallido por excelencia de la América Latina. Ojalá los colombianos encuentren la manera adecuada y los liderazgos adecuados para superar esta preocupante situación.
Excelente y equilibrado comentario. El pueblo colombiano no desea ni el retorno de los guerrilleros ni parecerse a la Venezuela de Maduro. Pero el pueblo sale a la calle. Más allá de los desmanes de los vándalos, que son repudiables, este artículo intenta explicar por qué.