Por Michael Shifter.
Hace apenas un año, la noticia sobre el acuerdo de cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos llevó a que el presidente venezolano, Hugo Chávez, advirtiera sobre los «vientos de guerra» en la región. Otros gobiernos suramericanos, en particular Brasil, también reaccionaron con rabia.
Sin embargo, este acuerdo hoy, bloqueado a mediados de agosto con una votación de seis frente a tres en la Corte Constitucional colombiana, parece casi un vestigio de una era pasada, cuando George W. Bush y Álvaro Uribe eran los dirigentes. El panorama político ha cambiado.
Por cierto el acuerdo está apoyado por los gobiernos de Barack Obama y Juan Manuel Santos. Al fin y al cabo, el acuerdo (que permite a EE UU el acceso y uso de siete bases militares colombianas por un periodo de 10 años para ayudar a combatir el narcotráfico y la insurgencia en Colombia) fue firmado en octubre de 2009, cuando Obama ya era presidente, y Santos, ministro de Defensa.
El gran cambio es que Obama y Santos asignan menos prioridad que sus antecesores a los pactos que, en el intento de protegerse contra agresiones externas, buscan asegurar la relación bilateral en materia de seguridad. Ambos presidentes son más pragmáticos y menos ideológicos que Bush y Uribe. Sus estilos de liderazgo están más inclinados hacia la consulta y la diplomacia. Son más sensibles ante la opinión pública.
Por esa razón es poco probable que hoy se busque el mismo tipo de acuerdo, sobre todo con Santos tratando de calmar las aguas con los vecinos de Colombia. Aunque la cooperación bilateral en materia de seguridad es mutuamente beneficiosa, aún no está claro si el nuevo acuerdo era necesario para cualquiera de las dos naciones. Habría sido posible, y más sabio, simplemente darle una extensión a los acuerdos ya en vigencia.
La administración Obama, que heredó del equipo Bush las negociaciones ya avanzadas, podría haber manejado el asunto con mayor efectividad en dos sentidos. Primero, debió haber revisado las motivaciones de un acuerdo de ese tipo, analizar sus implicaciones estratégicas y políticas, y decidir si se justificaba.
Segundo, si la decisión era seguir adelante, EE UU debió sentar las bases diplomáticas en los niveles políticos más altos de la región, explicando en detalle de qué se trataba el acuerdo y por qué era importante.
Como Brasil había lanzado Unasur y el Consejo Suramericano de Defensa apenas el año anterior, resultaba de particular importancia haber consultado extensamente con el poder regional. En un año en el que otros asuntos –Irán y Honduras, por ejemplo– complicaron las relaciones entre Brasil y EE UU, no haber hecho estas consultas en la región resultó costoso para Washington.
La decisión de la Corte Constitucional colombiana (que tal como lo reveló el fallo en febrero sobre la segunda reelección de Uribe expresa la independencia de las instituciones democráticas del país) significa que la administración Santos tendrá que decidir la mejor manera a proceder. Puede someter el acuerdo al Congreso, modificarlo o simplemente operar basándose en el existente. De una u otra forma, la Corte le ha dado a Santos la oportunidad de demostrar sus prioridades políticas, así como su competencia y estilo propio. De manera similar le ha dado a Obama, con un equipo latinoamericano ahora totalmente establecido, una oportunidad para manejar este asunto con mayor habilidad y sensatez que en 2009.
En Washington y Bogotá no hay deseos de reavivar esa desafortunada controversia que había empezado a calmarse en los últimos meses. El enfoque de la administración Santos hacia la reducción de tensiones con Caracas invita a una aproximación más moderada, aunque firme, en la gestión de las relaciones con sus vecinos. Esa iniciativa diplomática ha marcado el comienzo de una nueva era, una que Washington debe entender y adoptar.
Michael Shifter es presidente de The Inter-American Dialogue.
Artículo publicado en El Colombiano.
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