“La diplomacia es la continuación de la guerra por otros medios”. Esta adaptación de Carl von Clausewitz, pronunciada por Zhou Enlai en 1954, sintetiza la manera en que los dirigentes chinos podrían interpretar la negociación del Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), cuya última ronda de negociaciones tuvo lugar el 8 de octubre en Bali.
El acuerdo original fue suscrito por Chile, Nueva Zelanda, Brunei y Singapur en 2005. Su ampliación es ahora impulsada por Estados Unidos, e incluye a Canadá, México, Perú, Australia, Malasia, Vietnam y Japón, que continúa negociando su entrada. El acuerdo se enmarca dentro del cambio de políticas comerciales emprendido por EE UU tras el fracaso de la Ronda de Doha, basado en sustituir las políticas multilaterales de la Organización Mundial del Comercio (OMC) por acuerdos mega-regionales. Es por esto que el TPP tiene su contraparte occidental en el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP), que espera aunar a finales de 2014 el 40% del PIB mundial que representan la Unión Europea y EE UU en un único bloque arancelario.
Existen diversas lecturas del TPP. Para sus defensores, el acuerdo es ambicioso y presenta una oportunidad única de reducir barreras arancelarias y regular nuevos mercados en un área que comprende el 33% del comercio mundial. Al mismo tiempo, es posible que margine a la OMC y a su nuevo director, Roberto Azevêdo. Además, los detractores del TPP consideran que la protección de patentes intelectuales americanas reduciría la oferta de medicamentos genéricos en países que los necesitan con urgencia, como hizo en su día la Ronda de Uruguay. Pero una tercera interpretación es que el acuerdo atiende a criterios políticos más que económicos. Así hacen pensar tanto las múltiples exenciones comerciales –la “sagrada” agricultura japonesa, productos lácteos en EE UU y Canadá– que se habrán de incluir en el tratado final, reduciendo su eficacia, como la clamorosa ausencia de China en las negociaciones.
No está claro si el TTP pretende excluir a Pekín, en una versión económica de la contención territorial que Washington aplicó a Moscú durante la guerra fría, o si su objetivo es lograr que el país se integre en el futuro, sometiéndose a las pautas que le marque EE UU. Lo que es innegable es que el acuerdo forma parte del pivote asiático emprendido por la administración Obama a finales de 2011, cuyo fin es encajar y frenar el ascenso global de China. Pero resulta evidente que sin incluir a la segunda potencia económica del mundo, el TPP pierde viabilidad. Diferencias políticas aparte, la idea de un TTIP que dejase de lado a Alemania sería impensable en la UE.
En el pasado, dirigentes estadounidenses han expresado su deseo de amarrar a una China pujante en normas e instituciones de gobernanza como las Naciones Unidas o la Organización Mundial del Trabajo (OMT), a la que China accedió en 2001. La impresión actual, sin embargo, es que China se benefició de su adhesión a la OMT sin dejar de manipular su moneda ni subsidiar sus empresas estatales. Siguiendo este razonamiento, tendría que realizar importantes concesiones en estos ámbitos para unirse a una futura –y, se espera, exitosa– área de comercio transpacífico. Pero este argumento se ve debilitado por la presencia en las negociaciones de Vietnam, cuya economía está estructurada de forma similar a la china.
La creciente rivalidad entre China y EE UU late detrás de las negociaciones del TPP. Esta tensión se ve aminorada por el hecho de que ambos países mantienen una relación de dependencia: China encuentra en el mercado americano el principal destino de sus exportaciones, mientras que Washington necesita a Pekín para sufragar su deuda pública. Esta relación, añadida a que el reto a la hegemonía americana es económico antes que militar –el PIB de China sobrepasará al de EE UU en la siguiente década, pero sus capacidades militares continúan por detrás de las americanas– descarta un escenario similar al de la guerra fría.
A pesar de lo anterior, el TPP acarrea el riesgo de abrir un cisma político en el Pacífico, enfrentando a una China marginada con sus vecinos, alarmados por sus constantes presiones territoriales y respaldados por EE UU. En ese caso el tratado se convertiría en un instrumento de división y no de unión. Ambas potencias deben andar con pies de plomo para no dar sustancia a la máxima de Enlai.