La protesta social y las demandas ciudadanas han irrumpido en Chile de forma abrupta. Manifestaciones pacíficas multitudinarias, saqueos a supermercados, barricadas, quema de autobuses y trenes de metro, junto con la respuesta del gobierno decretando el estado de sitio y toques de queda, con patrullas del ejército recorriendo las calles… Todo ello levanta un escenario donde se expresa el malestar social del país. Un estallido social que resulta incomprensible, a priori, en un país-oasis que se distinguía por su estabilidad social, política y económica, expresadas en notables cuotas de crecimiento económico y con el índice de desarrollo humano más alto de América Latina.
Desde la redemocratización política, hace 30 años, el país ha sido administrado con parámetros políticos y económicos heredados de la dictadura. Se configuró en un modelo neoliberal a través de un Estado subsidiario, un híbrido democrático que otorgaba estabilidad política y crecimiento económico, aunque con déficit notorios en el reconocimiento de derechos económicos, sociales y culturales. El acuerdo político transicional alcanzado se basó en “democracia en la medida de lo posible”. Se pusieron en marcha mecanismos que garantizasen el acceso a servicios públicos privatizados, pero sin mecanismos de protección social. La integración social quedó mediada por relaciones mercantiles.
Mientras la coyuntura económica internacional fue favorable, Chile creció y se modernizó. En paralelo, los acuerdos políticos entre los dos grandes bloques partidistas garantizaron el mantenimiento de un modelo que profundizaba las desigualdades sociales. Un país inequitativo donde la situación económica privada es la que otorga las posibilidades de reconocimiento e integración social; donde la meritocracia es más discursiva que real, y donde las instituciones públicas están aquejadas de corrupción.
El proceso democrático quedó definido por una alta institucionalidad y una baja participación ciudadana, un pobre debate político y la ausencia de reconocimiento de los derechos sociales. El éxito económico y la estabilidad política incentivaron actitudes autocomplacientes sobre la realidad social y política del país.
Reformas fallidas y descrédito
El eje bipartidista que perduró hasta 2017 creaba equilibrios de gobernabilidad sin alterar el papel subsidiario de Estado. Además, limitaba la representatividad política generando apatía ciudadana, como muestran los índices de desafección política creciente en los últimos diez años. La necesidad de implementar reformas políticas y sociales se evidenciaron en el segundo gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2014-2017). En este periodo se intentaron cambios estructurales que no encontraron eco en la clase política ni en los grupos económicos, como el fallido intento de reforma constitucional. Otras resultaron insuficientes para alterar un modelo segregado y excluyente, como la reforma tributaria. El proceso de consultas ciudadanas (cabildos) para diseñar una vía de cambio político no vio la luz: las expectativas ciudadanas se vieron frustradas.
En cambio, sí se materializó la reforma del sistema electoral que sustituyó el sistema binominal, lo que dio pie a la configuración de un nuevo sistema de partidos, ampliando la representación parlamentaria de la izquierda. Las elecciones de 2017 dieron la victoria a Sebastián Piñera, que regresaba a la presidencia, provocando una acusada divergencia entre el poder legislativo y el ejecutivo. Hoy el gobierno, formado por una coalición de centroderecha (Chile Vamos), gobierna con minoría parlamentaria, dando lugar a un conflicto político al no encontrar mecanismos para implementar su agenda. A su vez, la oposición se encuentra dividida, carente de proyecto y sin un liderazgo claro. Las encuestas más recientes tienen como denominador común el descrédito de los partidos políticos.
Democracia entumecida
En segundo lugar, hay que considerar los límites del rendimiento democrático en Estados exiguos donde los derechos sociales, económicos y culturales están condicionados por relaciones mercantiles que cohíben la participación social. El modelo chileno hizo posible el crecimiento económico sin alterar la distribución del ingreso, dilema persistente que agotó las relaciones políticas y condicionó la articulación entre el Estado y la comunidad, generando indiferencia política. En Chile no se ha producido una adecuada articulación entre Estado y sociedad que incida en la calidad de vida de los ciudadanos y que permita avanzar en una sociedad más justa e igualitaria. Las democracias son regímenes dinámicos y perceptibles. La democracia chilena ha estado entumecida, originada y sostenida por una férrea élite política y económica incapaz de implementar una cultura política basada en la justicia social, plural e integradora.
Como respuesta a esta crisis, Piñera anunció cambios de gabinete y medidas que priorizan la agenda social: aumento de las pensiones, incremento del salario mínimo, un fondo solidario en salud y medicamentos, etcétera. Sin embargo, obvia las demandas ciudadanas de cambios profundos en el sistema político.
Es difícil que un gobierno que concuerda con el diseño e implementación del modelo económico y político antes descrito pueda propiciar cambios políticos de calado. En Chile se demanda un nuevo orden de convivencia, un nuevo pacto social, enfocado a profundizar en el sistema democrático. En resumen, se reclama más y mejor democracia. Ello requiere implementar unas instituciones públicas con reglas claras, eficaces y transparentes que permitan la puesta en marcha de políticas públicas que posibiliten el desarrollo económico y la disminución de las desigualdades sociales. Construir un tejido institucional democrático que garantice los derechos ciudadanos y permita afianzar una democracia como práctica social y política de convivencia. El conflicto chileno reside en la falta de correspondencia entre dos procesos simultáneos de cambio social y democratización.
En la calle se corea “Chile despertó”. Los jóvenes mueven el proceso, dispuestos a no retroceder en sus demandas. Piden transformar el papel del Estado para que deje de ser una extensión de los intereses privados y que su acción deje de estar orientada en exclusiva hacia las exigencias de la economía de mercado.