El 21 de junio, el aeropuerto internacional Seewoosagur Ramgoolam, en Mauricio, se engalanó para recibir a un flamante Airbus A330-900, segunda adquisición de este modelo por la compañía Air Mauritius. Un avión de este tamaño y prestaciones es una inversión importante para un país turístico, de poco más de 1,2 millones de habitantes. De ello daba fe la nómina de autoridades reunidas para recibir el aparato. Algún observador atento quizá reparó en un detalle que, mínimamente, desentonaba en la impoluta apariencia del avión, completamente nuevo. El nombre parecía escrito sobre unas letras anteriores. “Chagos Archipiélago”, rezaba. Si ese observador atento conociera además la vida social de la República de Mauricio, repararía en la presencia, entre las autoridades desplegadas a pie de pista, de alguien poco habitual en este tipo de eventos, el señor Olivier Bancoult, presidente de la Asociación de Refugiados de Chagos. Algo especial se celebraba.
Cuatro semanas antes, en la Asamblea General de Naciones Unidas se había aprobado una resolución titulada “Opinión Consultiva de la Corte Internacional de Justicia sobre las consecuencias jurídicas de la separación del archipiélago de Chagos de Mauricio en 1965”. Para ponernos brevemente en antecedentes, la República de Mauricio alcanzó la independencia de Reino Unido en 1968. Aunque a 2.000 kilómetros de distancia, el archipiélago de Chagos le ha pertenecido históricamente. En 1965, el gobierno británico lo segregó de la entonces colonia de Mauricio, creando el llamado Territorio Británico del Océano Índico. La deportación forzosa de los chagosianos es uno de esos episodios oscuros que suelen aquejar a la democracia británica cuando se solapa su apetito imperial. Los habitantes de Chagos fueron, en efecto, expulsados de sus casas y de sus propiedades, y trasladados a miles de kilómetros. La segregación fue seguida de un acuerdo con Estados Unidos, que construyeron una base militar en la isla de Diego García.
Desde la independencia, la República de Mauricio ha reclamado la devolución de este territorio. Lo ha presentado, jurídicamente, como una descolonización incompleta y así lo aceptó, en una opinión consultiva, el Tribunal Internacional de Justicia el 25 de febrero. Lo que se debatió el 22 de mayo en la Asamblea General de la ONU era el endoso político de esa recomendación jurídica. Reino Unido se había resistido a remitir el asunto al Tribunal y se resistió ahora a la aprobación de la resolución. Y perdió de forma escandalosa.
Crónica de un fracaso
Cuando se hace política exterior, es importante estar pendiente de aquellas señales que indican que te puedes estar equivocando. Pocas hay tan clamorosas como que en una votación en la Asamblea General te acompañen cinco Estados mientras 116 votan en contra de tu posición y 56 se abstienen, en una nómina esta última en la que se mezclan socios, aliados y clientes más o menos forzosos de la Commonwealth que, a falta de algo que justifique, siquiera mínimamente, el endoso, prefieren simplemente mirar para otro lado.
Los apoyos son también significativos. Con Reino Unido votaron EEUU, Australia, Israel, Hungría y Maldivas. Este último votó en contra de la resolución al considerar que un Chagos parte de Mauricio plantearía problemas de delimitación de la plataforma continental y afectaría a su interés nacional. Australia, como país continental, tiene toda clase de inevitables litigios por cuestiones archipelágicas y su posición aquí hay que entenderla en esa clave, aparte quizá del factor chino, que luego veremos, pero que no me consta como definitorio de su voto. En cuanto a Israel y Hungría, quedarte casi solo en esta compañía no parece la señal que Londres quiere dar en su nueva singladura internacional. El diario The Guardian editorializaba de forma sobria y precisa sobre esta cuestión.
La diplomacia británica es una de las mejores del mundo. Desde el Brexit, uno de sus ejes de actuación es lo que la primera ministra Theresa May definió como un «Reino Unido global». Un nuevo horizonte, alternativa al ahora perdido –y nunca compartido, ni con la cabeza ni con el corazón– proyecto europeo. Quedarse casi solo, o peor, en esa compañía, en la Asamblea General no parece el camino correcto. ¿Dónde estuvo el error? Busquémoslo en lo que argumentó Reino Unido para pedir el voto negativo al proyecto de resolución.
La embajadora británica, antes directora política del Foreign Office, utilizó dos tipos de argumentos, uno jurídico y otro de seguridad. Por el primero, Mauricio habría dado su acuerdo, su “libre consentimiento”, a segregar el archipiélago de su territorio en 1965, antes de acceder a la independencia. Políticamente, parece claro que la posición de una autoridad delegada colonial no puede ser sino de subordinación a la metrópoli. Hasta el ministro principal de Gibraltar, con la legitimidad de los votos que le eligen, sabe perfectamente dónde están sus límites si del interés de Londres se trata. Y se cuida mucho de traspasarlos. En otras palabras, con este primer argumento, Reino Unido pretendía convencer a las autoridades de un Mauricio soberano, de su obligación de cumplir la “decisión” tomada por las “autoridades” de un Mauricio colonial. Y quería hacerlo poniendo a toda la comunidad internacional por testigo. No parecía que una táctica así fuera a tener mucho recorrido y, efectivamente, no lo tuvo.
En el segundo argumento, el relativo a la seguridad, la esencia era presentarse, junto a EEUU, gestor de las instalaciones militares, como garante de un bien público internacional: proporcionar seguridad en esa zona del océano Índico, incluyendo la lucha contra el terrorismo y la posibilidad de socorrer en caso de catástrofes naturales. En el origen de la segregación del archipiélago hubo, en efecto, razones militares. En momentos álgidos de la guerra fría (1965), la isla de Diego García, un portaaviones natural de 30 kilómetros cuadrados en pleno Índico, era un activo estratégico de primer orden.
Hoy, al margen de la excusa del terrorismo –es difícil ver una utilidad más allá de lugar de detenciones ilegales–, el entorno no es el de la guerra fría, pero sí el de una competición geoestratégica cada vez más descarnada. Con una China emergente, que se afana en completar con una armada de aguas profundas su carácter de gran potencia terrestre, muchos países del mundo podrían ver con simpatía la pretensión anglosajona de retener este inmenso y varado portaaviones. Desde luego, aquellos países que se encuentran más cerca de los valores y modelo de comunidad internacional que representa Reino Unido. También aquellos que, alejados de estos valores, ven con preocupación la emergencia, ya no tan tranquila, del gigante asiático.
Mauricio, consciente de estas percepciones, ofreció un acuerdo a Reino Unido y a EEUU por el que, durante un período de 99 años, las instalaciones militares seguirían funcionando en las mismas condiciones que hasta ahora, en un territorio ya bajo su soberanía. El ofrecimiento encontró un rotundo rechazo de Londres y Washington. Esta respuesta fue muy hábilmente utilizada por el primer ministro de Mauricio, que representó a su país en el debate de la Asamblea General, transmitiendo al resto de Estados la imagen de que esa falta de confianza en su gobierno no era sino un reflejo imperial de vieja metrópoli, incapaz de aceptar la emancipación y mayoría de edad de sus colonias.
Los argumentos eran tan pobres, tan pegados al pasado, que ni siquiera los más firmes aliados de Reino Unido o sus más atentos clientes pudieron votar a su favor. El fracaso estaba servido. Y fue mayúsculo.
El factor chino
Y, sin embargo, una sana, racional y precavida desconfianza hacia la capacidad de Mauricio de resistir las presiones chinas en el futuro, está más que justificada. La República de Mauricio forma parte del megaproyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda. En esa calidad, ha recibido ya cuantiosas inversiones en infraestructuras siguiendo el modelo chino de préstamos, con un riesgo claro de caer en una trampa de deuda. Es significativo que, el mismo día que aterrizaba el Chagos Archipiélago, el primer ministro firmaba con el embajador de China un nuevo préstamo de 100 millones de renminbi y una condonación parcial de deuda por valor de 78 millones. El préstamo servirá para comprar autobuses eléctricos de fabricación china.
Esta duda razonable sobre la asertividad de Mauricio frente a Pekín no justifica calificar a este país de no fiable ante toda la comunidad internacional. Equivale a humillar a la miríada de países equivalentes, con voz y voto en la ONU.
La alternativa es empezar a gestionar en serio el expansionismo chino, y Mauricio es un caso de libro, manejable por su tamaño y estratégico por su situación. La respuesta adecuada, con ecos de una política exterior diferente y que hubiera evitado el fracaso onusiano, pasaría por tres elementos. Primero, poner fin al proceso de descolonización inconcluso desde hace medio siglo, aceptando el ofrecimiento de Mauricio de los 99 años. Segundo, cambiar la lógica de la simple imposición neocolonial por la relación política y de seguridad, rica y compleja, que genera mantener una base militar de ese tamaño en el territorio de un país, que adquiere así la condición de aliado. Y tercero, extender la relación de seguridad a la económica –el futuro de Mauricio es ahora el tuyo–, entrando en sus necesidades de financiación, añadiendo la cualidad de socio a la de aliado.
Quizá faltó imaginación o sobró inercia, pero esta podría haber sido la respuesta de un Reino Unido auténticamente global, el que esperamos, deseamos y necesitamos para el futuro.