La nominación de Ashton Carter como nuevo secretario de Defensa sirve a Barack Obama para protegerse de las crecientes críticas sobre su gestión de la política exterior de Estados Unidos. Chuck Hagel, predecesor de Carter al frente del Pentágono, accedió al cargo con la retirada de Afganistán y el “pivote” al Pacífico como prioridades. Pero el recrudecimiento de la guerra en aquel país, unido a la irrupción del Estado Islámico en Irak y Siria, motivaron su dimisión, supuestamente forzada tras la derrota del Partido Demócrata en las elecciones legislativas.
Con un presidente que es jefe supremo de las fuerzas armadas y un secretario de Estado que dirige la política exterior del país, un secretario de Defensa necesita ser, ante todo, un gestor eficiente. El Pentágono –600.000 millones de dólares de presupuesto anual oficial y más de dos millones de empleados– es una burocracia difícil de gobernar sin una idea minuciosa de su funcionamiento y el respeto de los militares. Carter puede presumir de ambos. Estudiante de física e historia medieval en Yale, profesor en Harvard y Stanford, acumula una experiencia notable en el sector privado, ha asesorado a múltiples compañías de defensa –incluyendo lo que parece ser una especializada en operaciones encubiertas– y a Goldman Sachs. También conoce el Pentágono como pocos: trabajó en la administración de Bill Clinton entre 1993 y 1996, y como subsecretario de Logística, Adquisición y Tecnología (2009-11) y de Defensa (2011-13). En un momento en que el presupuesto de las fuerzas armadas se ve impactado por recortes, su proyecto de rebajar los costes de subcontratación será bienvenido en el Pentágono, aunque probablemente criticado por compañías como Boeing y Lockheed Martin, cuyos proyectos frecuentemente exceden su presupuesto inicial.
Carter acumula un historial intervencionista. Recomendó bombardear Corea del Norte en 2006, frenar el plan nuclear de Irán mediante acciones militares en 2008 y retrasar la salida de las tropas estadounidenses de Irak después de 2011. Aunque pertenece al Partido Demócrata, halcones republicanos como John McCain y James Inhofe han asegurado que apoyarán su confirmación en el Senado.
Con una Casa Blanca que ha centralizado la toma de decisiones en materia de política exterior, las diferencias de opinión del futuro secretario de Defensa, unidas a su fama de persona directa y asertiva, podrían dañar las relaciones entre ambos. En el caso de Hagel, su escasa habilidad de comunicación le convirtió en el chivo expiatorio de una política exterior confusa. La responsabilidad, en realidad, recae sobre la Casa Blanca. Obama y un círculo reducido de asesores –Susan Rice, Denis McDonough, Ben Rhodes y Valerie Jarrett– monopolizan las decisiones en materia de política exterior. Su respuesta errática a la guerra en Siria, con la administración declarando “líneas rojas”, como el uso de armamento químico, y no respondiendo una vez fueron traspasadas, generó múltiples críticas a lo largo de 2013. La reciente campaña contra el EI tampoco convence al Pentágono, que se ve envuelto en una guerra en la que el propio Obama no parece manifestar mucha fe. Las negativas de Michele Flournoy y Jack Reed, los candidatos iniciales para ocupar el puesto de Carter, sugieren que ninguno quería convertirse en la correa de transmisión del gobierno.
Carter, que es experto en estrategia nuclear y no en Oriente Próximo, se encontrará con un reto inmenso ahí como en Ucrania, los mares de China, el ciberespacio… y Washington. Aunque asumirá el cargo con más respeto entre los militares que su predecesor, retenerlo le obligará a dejar claras sus posiciones y preferencias. Su relación con Rice, Consejera Nacional de Seguridad, será especialmente importante.