La situación de las cárceles en América Latina es preocupante. Organizaciones como Amnistía Internacional o la Federación Iberoamericana de Ombudsman (FIO) han denunciado en repetidas ocasiones la gravedad de las condiciones que los internos tienen que soportar. Uno de los principales problemas que afrontan los sistemas penitenciarios latinoamericanos es el de la superpoblación: debido a un abuso generalizado de la prisión preventiva, los centros están llenos hasta reventar.
Esto genera una situación de hacinamiento y falta de recursos que se traduce en pésimas condiciones higiénicas, hambre y violencia entre presos. En la mayoría de los casos, esto lleva a que se establezca una jerarquía criminal, una especie de gobierno interino controlado con mano de hierro por grupos mafiosos. El control de recursos escasos –habitaciones, camas, comida o incluso mantas– es objeto de una lucha feroz y de un reparto en extremo desigual. Los lugares que evitan este destino suelen estar llenos de corrupción por parte de los oficiales de prisiones y de malos tratos a los reclusos.
Sin embargo, no a todos aquellos que cumplen condena les espera el mismo trato. Debido a la corrupción rampante y al inmenso poder de las organizaciones criminales (por ejemplo, narcotraficantes), no es raro encontrar presos VIP que viven con todo tipo de lujos y que disfrutan casi como si se hospedaran en un hotel.
Históricamente, quizá el caso más sonado fue el de poderoso narco Pablo Escobar, quien durante su estancia en la prisión de Envigado en Colombia –conocida como la Catedral– se construyó a golpe de soborno un resort privado en el que no faltaban ni jacuzzi, ni gimnasio, ni aire acondicionado. Desde allí continuaba dirigiendo su imperio criminal. El complejo se parecía más a un conjunto de bungalows de hotel de lujo que a una prisión convencional. Como era predecible, Escobar escapó al enterarse de que le iban a trasladar a otro centro.
En la actualidad, en el Internado Judicial San Antonio (isla de Margarita, Venezuela), Teófilo Rodríguez, apodado El Conejo, parece haber ido incluso más allá que Escobar. A efectos prácticos se ha hecho con el control total de la penitenciaría, y los empleados del gobierno únicamente vigilan el perímetro exterior. En el interior reina un ambiente festivo, en el que los presos viven con sus familias y hay todo tipo de entretenimientos. Incluso la violencia está controlada, puesto que El Conejo no ve con buenos ojos que se altere la convivencia, y actúa en consecuencia. Entre los presos se dice que en San Antonio “se puede hacer lo que se quiera, menos salir”.
Algo menos extremos son los casos de Rafael Caro Quintero (líder del extinto cártel de Guadalajara) o Emilio Tapia (encarcelado por corrupción y robo a la hacienda pública). Tanto el primero en México como el segundo en Colombia se dedicaron a hacer más agradable la vida a sus camaradas presidiarios por el método de organizar grandes fiestas, en las que incluían alcohol, grupos de música y prostitutas. Todo esto con la connivencia de los guardias de prisiones.
Todos estos casos ponen en cuestión la eficacia y la adecuación del sistema penitenciario que opera en algunos, si no todos, de los países de América Latina. ¿Es sólo un problema de corrupción? ¿O existe quizá una falta de cultura penitenciaria, por llamarla de algún modo, que haga que las cárceles sean lugares para al reinserción? ¿Cómo deberían afrontar los gobiernos de la región este problema? Son preguntas de difícil respuesta, pero es fundamental que los responsables de estas cuestiones empiecen a buscar algunas cuanto antes.