Para el filósofo Ernesto Laclau, la política es un campo de batalla, un juego discursivo ligado a una identidad particular o ethos político, cuya meta es alcanzar el poder. Para el sociólogo Pierre Bourdieu, sin embargo, la política no es terreno, sino una praxis, un medio por el cual los políticos logran credibilidad social, legitimidad y apoyo, acumulando un capital que es la suma de otros capitales, conformando todos ellos un capital simbólico. Tomado prestado de las ciencias económicas, el concepto de capital aplicado a la política permite cuantificar y analizar la capacidad de liderazgo de sus protagonistas.
No hay mejor terreno para medir ese capital que los procesos electorales, como defiende Manuel Alcántara. Las próximas elecciones en Ecuador son un excelente ejemplo, con los principales contendientes poniendo a prueba el capital acumulado no solo en la corta campaña electoral, sino en su vida política. Según las encuestas de opinión pública, el mejor posicionado es el novato Andrés Arauz, candidato elegido por el líder del correísmo. Le sigue el veterano Guillermo Lasso, en su tercera participación, representando a la alianza de derecha, el Partido Social Cristiano-CREO. Por último, tenemos al autoproclamado líder indígena, Yaku Pérez, que representa al movimiento plurinacional Pachakutik.
Los tres han optado por presentar como su fuerte en esta campaña el capital político ligado a la posibilidad de un arrastre o transferencia de votos. Arauz, bajo la popularidad y carisma del líder en exilio, el expresidente Rafael Correa; Lasso, sobre la experiencia de sus dos campañas anteriores y de su actual alianza con el popular exalcalde de la ciudad de Guayaquil, Jaime Nebot; y Pérez, asumiendo que acumulará los votos del sector indígena y del denominado progresismo antiminero.
La posibilidad de que un líder o candidato pueda arrastrar, endosar o transferir votos fue un modelo o estrategia ya utilizada en las elecciones presidenciales de 2013, conocida como “la campaña perfecta”, en la que Correa ganó su tercera elección y obtuvo una mayoría absoluta en la Asamblea, algo inédito en la historia política del Ecuador.
El modelo de transferencia de votos partía de una matriz que sumaba capitales políticos a varios niveles. Por un lado, la información política territorial de los candidatos y sus partidos, relacionados con datos de encuestas a nivel nacional. Se lograba así generar un modelo de proyección electoral que sumaba la tendencia histórica de los procesos electorales para presidente y asambleístas con los índices de aprobación e imagen. El conjunto de variables permitieron desarrollar un modelo que presentaba las condiciones políticas y electorales en cada una de las provincias, al tiempo que predecía la potencial transferencia de votos. En el caso que nos ocupa, la transferencia de votos de Correa hacia los candidatos de su movimiento, Alianza País.
El modelo de arrastre o transferencia se define, por tanto, como la capacidad de fortalecer la intención de voto según la capacidad de transferir la popularidad del presidente a candidatos con poco capital político. Así, se pudieron detectar las provincias de mayor aceptación y posibilidad de éxito electoral, donde el “arrastre del presidente Correa” podría influir más en la votación. A ello se debía sumar un ingrediente extra, la imagen o el capital político de los candidatos. El arrastre del presidente fue la base para el éxito electoral del movimiento Alianza País en 2013, donde a muchos candidatos a asambleístas se los presentó como entes secundarios.
Pasada casi una década de la campaña perfecta, el correísmo quiere reeditar el éxito del modelo de transferencia de votos que el expresidente Correa podría insuflar en Arauz, los candidatos a la Asamblea y el nuevo movimiento. Sin embargo, el tiempo transcurrido ha cambiado, obviamente, los escenarios electorales. Para empezar, Correa ya no es candidato y la gran maquinaria electoral que logró construir no es la misma. Por otro lado, la acción política no sucede aislada de los contextos históricos ni geopolíticos, pues ni la política ni las elecciones no son espacios estancos. La política se nutre de sensaciones y en estos momentos, inmersos en una pandemia que ha generado incertidumbre, caos y dolor, las prioridades han cambiado de forma radical.
En América Latina, en los últimos años varios líderes con un fuerte carisma, popularidad y poder de influencia en las poblaciones se han desvanecido. Sin embargo, en muchos casos han seguido siendo factores gravitantes para construir sociedades politizadas, altamente polarizadas, en donde en cada elección parece jugarse la posibilidad de éxito o fracaso de un proyecto político y, por extensión, de la propia democracia. Veremos si esto aplica o no en las elecciones del 7 de febrero en Ecuador.