Realizar una proyección electoral a dos meses de los comicios y afirmar que la principal característica es la más absoluta incertidumbre no parece la mejor forma de elaborar un análisis. Sin embargo, no existe otra manera de calificar el panorama político brasileño de cara a las elecciones que, el 7 de octubre en primera vuelta y el 28 de octubre en el turno decisivo, establecerán quién es el nuevo Presidente de la República. Una vez cerrado el registro de candidaturas oficiales el 15 de agosto, lo lógico sería pensar que las principales tendencias electorales podrían percibirse de forma más o menos nítida. Muy por el contrario, la incertidumbre que se abrió tras la crisis política y económica que llevó al impeachment de Dilma Rousseff y que se agudizó con los distintos episodios de la Operación Lava Jato está lejos de cerrarse, dejando en el aire cualquier tentativa de realizar una predicción definitiva.
En primer lugar, porque sigue sin resolverse la principal incógnita, que es la de la viabilidad de la candidatura de Luiz Inácio Lula da Silva, una vez que el Partido dos Trabalhadores formalizó su concurso para la competición electoral. Esta cuestión tiene una consecuencia directa sobre la segunda incógnita, que es la posibilidad de victoria de la candidatura de extrema derecha encarnada por Jair Bolsonaro. Ambas incógnitas influyen sobre una tercera, que es si la elección gravitará en torno al eje tradicional, compuesto por el centro-izquierda (PT) y el centro-derecha (PSDB), o si se desplazará hacia la competición con uno o varios candidatos reclamando el papel de outisders.
Todo ello deja como uno de los pocos datos objetivos de los que se puede echar mano, que, con un total de trece candidatos, la de 2018 será la elección con mayor número de aspirantes desde 1989. Esto hace que las intenciones de voto para los principales candidatos oscilen entre menos de un 10% y un máximo de 30%. Las elevadas estimaciones de abstención, en torno al 20%, también facilitan que pueda llegarse al segundo turno con un apoyo electoral anormalmente bajo.
La candidatura de Lula lidera las encuestas, con aproximadamente un 30% de intención de voto según el Instituto Datafolha, siendo el rival a batir si no estuviese preso. Sin embargo, su situación judicial es complicada. Incluso si fuese liberado –circunstancia altamente improbable–, es muy difícil que se viabilizase su candidatura, al existir una ley que impide a políticos con causas pendientes concurrir a un cargo electo. La obstinación en apostar por Lula puede ser vista como la incapacidad por parte del aparato del PT de regenerarse y crear un liderazgo alternativo. Sin embargo, conforme se acerca la elección, puede vislumbrase también una táctica para transferir votos a Fernando Haddad, actual candidato a vicepresidente. Si el Tribunal Electoral inviabilizase definitivamente la candidatura de Lula, Haddad se convertiría en cabeza de cartel.
En un escenario sin Lula como candidato, la mayoría de las encuestas dan como líder a Bolsonaro, con aproximadamente el 19% de los votos según Datafolha. La agenda político-mediática en el último año y medio ha girado en torno a las propuestas extremistas del antiguo coronel del Ejército, que tendrá como candidato a vicepresidente al general en la reserva Hamilton Mourão. Siendo el candidato preferido de amplios sectores de la clase media que estiman que se necesita mano dura para moralizar la vida política del país, el crecimiento de sus apoyos parece haberse estancado. Además, la incapacidad de aglutinar una candidatura con mayores fuerzas políticas –cuenta tan solo con el apoyo de dos partidos minoritarios– supone contar con menos tiempo de publicidad electoral gratuita en televisión, una de las variables que más influyen en el desempeño de las candidaturas en Brasil.
Tanto Bolsonaro como la candidata por el partido Rede Sustentabilidade, Marina Silva, juegan la baza de presentarse como candidatos de regeneración, ajenos a los vicios de las fuerzas políticas tradicionales, a pesar de que ambos tienen una larga trayectoria como cargos electos o de gobierno en el caso de Silva. La antigua ministra de Medioambiente en la administración Lula se presenta por tercera vez como candidata a la presidencia, con un discurso que juega tanto con propuestas posmaterialistas como con el liberalismo económico y el conservadurismo evangélico. Su candidatura, con potencial entre las clases medias urbanas de mayor formación y las zonas con menor desarrollo humano del norte y nordeste del país, cuenta aproximadamente con un 15% de la intención de voto. Sería, según algunas encuestas, la única capaz de batir a Bolsonaro en un eventual segundo turno sin la candidatura de Lula.
El último de los candidatos con posibilidades de llegar al segundo turno es el actual gobernador del São Paulo, Geraldo Alkmin, que ya se presentó a las presidenciales de 2006 por el PSDB. Actualmente se encuentra con un escaso 7% de intención de voto, según Datafolha. Sin embargo, entre sus fortalezas se encuentra la experiencia de haber gobernado el mayor distrito electoral del país en cuatro ocasiones. Además, cuenta con la maquinaria de su partido que, junto con el PT, ha sido en las seis últimas elecciones el centro gravitacional del sistema político. La coalición de partidos de centro y derecha en torno a su candidatura le permitirá obtener cerca de un 40% del tiempo de propaganda electoral en televisión.
Por último, cabe mencionar a otros candidatos que, bien por posibilidades de crecimiento electoral o por capacidad para pautar el debate, tendrán su parcela de protagonismo en la competición electoral. Destaca la candidatura del exgobernador de Ceará, Ciro Gomes, que disputará el espacio del centro-izquierda al PT, y la del ministro de Economía del gobierno Temer, Henrique Meirelles, que tiene la difícil misión de defender sus impopulares reformas.
En cualquier caso, ya sea una elección marcada por la competición entre PT y PSDB, sea de alguno de estos partidos con cualquiera de los candidatos alternativos, por la figura de Bolsonaro, o por el auge de Silva, el sistema político brasileño transitará hacia una mayor fragmentación. Ésta se verá reflejada en la composición del nuevo Parlamento, cuyas elecciones se celebrarán de forma simultánea a las presidenciales. El número de pequeños partidos aumentará con casi total certeza, lo que presentará un importante desafío a la gobernabilidad del país, en un escenario a medio plazo en el que el extremismo, gane o no las elecciones, ha llegado para quedarse un buen tiempo.