Christopher Wylie, uno de los cerebros detrás de Cambridge Analytica (CA), considera que su criatura propició el Brexit en Reino Unido y facilitó la elección de Donald Trump en Estados Unidos. Convertido en delator de su antigua empresa, Wylie fue una pieza clave en las exclusivas obtenidas por The Guardian y The New York Times, que muestran cómo CA recabó ilegalmente los datos personales de 50 millones de usuarios de Facebook para la campaña presidencial de Trump. La exclusiva llega tras comprobarse que una agencia de desinformación rusa intervino en las elecciones estadounidenses a través de campañas en redes sociales. Se intensifica así el clima de desconfianza hacia Facebook y la inquietud frente a las fake news en la era de la posverdad. ¿Cómo de alarmante es el problema?
Wylie tiene razón en su afirmación y, al mismo tiempo, está diciendo una boutade. Con el referéndum decantándose por un 2% del voto, las campañas de micro focalización de CA tal vez pudieron otorgar un empujón clave al Brexit (aunque hay dudas al respecto). Pero este hipotético impulso lo multiplicó el clima generado por la prensa británica tradicional, cuyos tabloids acumulan años envenenando a la opinión pública con artículos engañosos sobre inmigración. También podría ser que la campaña del Remain, torpe y anodina, estuviese pésimamente diseñada. O que décadas de políticas de austeridad hayan empujado a parte de la clase trabajadora británica a competir contra inmigrantes por bienes y servicios cada vez más escasos. Lo único que parece improbable es encontrar una explicación monocausal del Brexit o de la elección de Trump.
Pero esta es la imagen que proporciona gran parte de la cobertura sobre desinformación y fake news, caracterizada por un alarmismo descontextualizado. Una narrativa que permite a tertulianos estadounidenses comparar estos escándalos con atentados terroristas o actos de guerra devastadores. En última instancia, esta sobrerreacción solo empeora el problema que pretende combatir.
Alarmismo y adanismo
La alarma súbita que generan las noticias sobre manipulación en redes sociales se debe a tres factores fundamentales. El primero es un desconocimiento generalizado de las funciones que hasta ahora han realizado las cinco grandes compañías que dominan internet. Alphabet (Google), Amazon, Facebook, Apple y Microsoft obtienen una parte sustancial de sus beneficios monetizando los datos personales de sus usuarios. Como señala Yasha Levine en un ensayo penetrante, “no es solo Facebook o Cambridge Analytica o incluso Google. Es Amazon. Es eBay. Es Palantir. Es Angry Birds (…) Es cada aplicación que te has descargado. Es cada teléfono que te has comprado”. CA ni siquiera es la punta del iceberg.
El problema de fondo es que internet está dominado por compañías privadas que se benefician vulnerando la privacidad de sus usuarios. Las solución no consiste en multar a Google o que Mark Zuckerberg pida disculpas, sino en realizar cambios estructurales. Un internet público, inspirado en el modelo de la BBC, es una propuesta sugerente. También lo son proyectos municipales para la gestión de datos, como los que actualmente desarrolla Barcelona.
Once again: democratized/decentralized data ownership at the local (e.g. municipal) level is a necessary but not sufficient condition of emancipation. It has to be matched by national/regional efforts – probably *centralized* – to reclaim and/or rebuild infrastructure/networks.
— Evgeny Morozov (@evgenymorozov) March 22, 2018
En cualquier caso, no estamos ante un problema nuevo. Como señala Levine, la supervisión y vigilancia se encontraba entre las funciones originales de internet cuando lo diseñó el departamento de Defensa estadounidense. En la década de los sesenta, Ithiel de Sola Pool –teórico de referencia, que en muchas facultades de comunicación se presenta como un visionario entrañable– creó un predecesor de CA con Simulmatics, un sistema de procesamiento de datos en masa. El Pentágono llegó a emplear Simulmantics en el Programa Fénix, una campaña brutal de contrainsurgencia en Vietnam. En América Latina, el uso de hackers para manipular campañas electorales lleva años siendo rutinario. Barack Obama y Mitt Romney recurrieron en sus campañas a herramientas de mico focalización que, si bien menos intrusivas que las de CA, operaban en base a principios similares.
Posverdad y preverdad
En segundo lugar, el inicio de una era de “posverdad” parece sugerir que no existiese la manipulación antes de la “injerencia rusa” y las campañas en redes sociales. Nada más lejos de la realidad. La cuestión es que, en el pasado, las fuentes de desinformación estaban más centralizadas y respondían de manera más adecuada a la consecución de intereses nacionales.
El propio New York Times es un ejemplo excelente. En los meses previos a la invasión de Irak, el periódico de referencia en EEUU realizó una profunda labor de desinformación a través de su corresponsal Judith Miller, cuyos artículos repetían de manera acrítica los argumentos de sus fuentes en la Casa Blanca, promoviendo así la noción de que Bagdad poseía armas de destrucción masiva. El modus operandi del NYT apenas ha cambiado: como muestra un artículo reciente de The Intercept, el periódico realiza una labor informativa muy similar con Irán, analizando sus acciones a través de fuentes israelíes y expertos en seguridad neoconservadores que las presentan como agresivas, irracionales e inadmisibles. El NYT impide así que sus lectores desarrollen empatía cognitiva, imprescindible para evaluar con objetividad cualquier conflicto geopolítico. En román paladino, los manipula.
The Intercept hace hincapié en la falta de imparcialidad de muchos think tanks, fundaciones ubicadas en Washington que cultivan una imagen tecnocrática, pero a menudo se financian a través de donantes israelíes o países del Golfo. En estos casos, sin embargo, apenas se habla de injerencia extranjera. Lo que ha cambiado con las redes sociales es que la capacidad de desinformar se ha democratizado: ya no son unos pocos medios y fundaciones los que modulan el discurso oficial, sino un sinfín de actores, países y empresas los que lo desfiguran para adaptarlo a sus agendas políticas. Los medios tradicionales, desplazados, reaccionan con hostilidad.
En tercer lugar, escándalos como el de Cambridge Analytica encierran una ironía brutal. El liberalismo anglosajón en general (con su énfasis en la sociedad civil y la libertad de expresión) y muy particularmente el Partido Demócrata (que con Obama se volcó en cortejar a Silicon Valley) han adoptado, hasta la elección de Trump, un discurso absurdamente utópico respecto a las tecnologías de la información. Con el uso de Twitter en la primavera árabe parecía anunciarse una nueva era, en la que la ignorancia y el autoritarismo se desplomarían a golpe de clic. La idea de que plataformas como Facebook fuesen fácilmente manipulables por terceros países y movimientos ultrarreaccionarios en ningún momento pasó por su cabeza.
La elección de Trump es un aldabonazo al optimismo miope de Silicon Valley. El principal aspecto positivo del escándalo de Cambridge Analytica es que, una vez revelado, plantea un debate urgente sobre la supuesta bondad de las compañías que dominan internet y poseen nuestros datos.