El próximo presidente del comité de Medioambiente del Senado de Estados Unidos, el republicano James Mountain Inhofe, ha calificado el cambio climático como una “estafa”, poniendo en duda que los seres humanos puedan alterar el clima, algo que dice “está en manos de Dios”. Cuestiones de fe aparte, la realidad más cruda del calentamiento global, dado el escaso compromiso mundial para estabilizar las actuales condiciones climáticas, acabará imponiéndose. Desde Oklahoma –región natal de Inhofe– hasta la Patagonia. A día de hoy, es prácticamente inevitable, según el consenso científico imperante. Lo más sensato será prepararse para lo peor.
En el caso de América Latina y el Caribe, la región es especialmente vulnerable a los efectos del cambio climático debido a su situación geográfica, su condición socieconómica y demográfica y la alta sensibilidad al clima de sus activos naturales, como los bosques. Según estimaciones realizadas, si la temperatura media de la región aumentase en 2,5 °C –probablemente alrededor de 2050– los costos económicos del calentamiento global se situarían entre el 1,5 y el 5% del PIB regional.
Este mapa resume los riesgos del cambio climático, según sectores.
Estas estimaciones se recogen, con las reservas necesarias, en el informe “La economía del cambio climático en América Latina y el Caribe”, de la Cepal. El estudio expone que el estilo de desarrollo de la región muestra una inercia que erosiona sus propias bases de sostenibilidad, “donde el cambio climático representa una externalidad negativa global que intensifica esos problemas y paradojas”. Dicho de otro modo: el desarrollo de las últimas décadas que ha sacado a millones de latinoamericanos de la pobreza, mejorando sus condiciones de vida, tiene una reverso tenebroso: el deterioro del medio ambiente.
Un ejemplo es el consumo de hidrocarburos. En general, el gasto de gasolina se mantiene constante o incluso aumenta a lo largo de la estructura de ingresos, mientras la posesión de automóviles se concentra en los quintiles de ingresos más altos. Al aumentar sus ingresos, los latinoamericanos están cambiando el transporte público por el privado, con el consiguiente aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero.
A la hora de prepararse para lo peor (ver mapa anterior), el estudio de la Cepal estima los costos de los procesos de adaptación en América Latina inferiores al 0,5% del PIB regional. Las estimaciones son aún preliminares y se centran en las medidas de adaptación conocidas como duras: la protección de las zonas costeras, actividades agrícolas y el sector hídrico. El Banco Mundial estima que los costos de adaptación en agricultura, recursos hídricos, infraestructura, zonas costeras, salud, fenómenos climáticos extremos y pesca oscilarán entre los 16.800 millones y los 21.500 millones de dólares anuales hasta 2050, es decir, menos del 0,3% del PIB regional.
¿Última oportunidad?
La cumbre de Lima (Perú) ha sido la última parada en el camino hacia la cumbre de las cumbres sobre cambio climático: París 2015. Ahí se tendrá que aprobar un nuevo acuerdo para luchar contra el calentamiento global que esté a la altura del reto, esto es, que incluya a todos. El objetivo es sustituir el Protocolo de Kioto, en vigor desde 2005, que obliga a reducir emisiones solo a los países desarrollados.
La última Conferencia de las Partes (COP-20) ha aprobado un texto que incluye que todos los países participantes presentarán ante las Naciones Unidas a lo largo de 2015 sus compromisos “cuantificables” en reducción de gases de efecto invernadero. Sin duda, un paso adelante, pues hasta el momento la lucha contra el calentamiento global había recaído sobre los países desarrollados, responsables de gran mayoría de las emisiones globales.
Otro empuje en la dirección correcta ha venido de los dos países que suman juntos el 45% de las emisiones de gases de carbono del mundo. Estados Unidos se ha comprometido a que en 2025 sus emisiones sean un 26% más bajas que las de 2005, mientras China se compromete a que las suyas alcancen su punto máximo en 2030, cuando el país debería generar el 20% de su mix energético a partir de fuentes renovables.
En síntesis, tras el fiasco de Copenhague en 2009, las razones para el optimismo se acumulan camino de París 2015. Según una encuesta de 2013 de la Universidad de Stanford, el 81% de los electores estadounidenses cree que el cambio climático es una amenaza real. Por fortuna para las generaciones futuras, los escépticos como Inhofe parecen en retirada. Parafraseando a Georges Clemencau, el cambio climático es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de Dios.