La reforma de la justicia empezó en América Latina en los años noventa, pero en 25 años parece haberse logrado poco, pese a las importantes cifras gastadas en los programas desarrollados en casi todos los países de la región. ¿Ha habido cambios significativos? ¿Es posible reformar la justicia, como se discute estos días una vez más en Colombia?
Esas preguntas llegan a un ambiente dominado por una paradoja. De un lado, todas las encuestas –nacionales y regionales– ratifican periódicamente que la confianza en la justicia es baja y no tiende a mejorar, mientras que el nivel de satisfacción con su funcionamiento permanece en escalones inferiores. De otro lado, cada vez más, importantes asuntos públicos son llevados a los tribunales para encontrar en ellos una solución que no pudo ser provista por otras instituciones del sistema político: ejecutivo, legislativo y partidos políticos, cuya aprobación por la ciudadanía es tanto o más baja que la del aparato judicial.
Se han intentado muchos cambios: introducción de sistemas informáticos, construcción de nuevos edificios, cambios en las formas de reclutamiento de los operadores del sistema, múltiples proyectos de capacitación, rediseño de los organigramas y reingeniería de procesos, además de repetidos cambios legales. El producto “justicia” –las decisiones recaídas en los casos que se someten al sistema– solo ofrece variantes menores. Incluso, en ocasiones, a la mayor inyección de recursos corresponde una disminución en el número de decisiones adoptadas en los tribunales.
No obstante, en países como Costa Rica y Colombia, los jueces han adoptado un perfil protagónico en materias tradicionalmente políticas. Ante la ineficiencia o la corrupción en los otros poderes del Estado –o el surgimiento de conflictos irresolubles entre ellos– en la arena judicial se han zanjado contiendas importantes y se han sancionado abusos de poder. En este campo quizá no se ha hecho todo lo necesario pero se ha obrado mucho más de lo que se hacía tradicionalmente.
El área donde más cambios han sido efectuados es el de la reforma procesal penal, adoptada por 16 países de América Latina en busca de una mayor eficiencia en el enjuiciamiento criminal. Si bien las sentencias se producen en plazos más cortos, la calidad de las decisiones no aparece garantizada, según señalan diversos estudios. Por de pronto, se ha hecho evidente que dos terceras partes de las denuncias presentadas son descartadas casi de inicio, sin que los criterios utilizados para ello sean transparentes; esto agrava la situación de impunidad en países, como México, donde una abrumadora mayoría de delitos cometidos no son denunciados por las víctimas. Además, el llamado procedimiento abreviado induce la aceptación de culpabilidad y la condena sin pruebas suficientes. En todo caso, el número de presos sin condena se mantiene, en casi todos los países latinoamericanos, en una proporción altísima.
Los límites de lo logrado no se explican por la falta de fondos disponibles para ejecutar cambios. Entre 1992 y 2011 el Banco Mundial destinó algo más de 305 millones de dólares a proyectos relativos a los sistemas de justicia; entre 1993 y 2011, el Banco Interamericano de Desarrollo casi cuadriplicó esa cifra, hasta superar los 1.204 millones. Además de esas sumas, que mayormente engrosaron las deudas externas de los países “beneficiarios”, los montos destinados por cada país a tribunales, fiscalías y defensorías se multiplicaron, incluso a partir de la introducción de cláusulas constitucionales en las que el Estado se ha obligado a otorgar a la justicia un porcentaje mínimo del presupuesto nacional.
¿Qué puede esperarse? ¿Hay algo que hacer? Lo que no puede esperarse es que cambios y reformas hagan de los sistemas de justicia un territorio radicalmente diferente de lo que son las propias sociedades latinoamericanas. Un ejemplo: si la justicia es corrupta, esto corresponde con el hecho de que sobornos, “mordidas” y “coimas” penetran todo el funcionamiento social.
Sí se puede esperar que las resoluciones judiciales se produzcan en menos tiempo y tengan mayor calidad. Para ello, es preciso no dejar el sistema de justicia en manos de los abogados que creen que se puede resolver problemas valiéndose solo de cambios legales, al tiempo que jueces, fiscales y litigantes ofrecen resistencia a las reformas de fondo. Estas deben atacar desde el lenguaje incomprensible de los procesos hasta la poda de trámites inútiles y papeleos inconducentes.
Como demuestra la experiencia de algunas reformas parciales exitosas –en Uruguay y en Chile, por ejemplo– la clave reside en constituir una alianza de actores que impulsen cambios concretos. El empresariado lo ha hecho solo en República Dominicana y Colombia. El sector académico apenas ha asumido su responsabilidad en la mayoría de casos. Y los políticos no parecen ver en el cambio de la justicia –que es asunto de plazos largos– rendimientos electorales. Si el malestar existente en toda la región se convierte en demanda social; si los responsables superan la desidia y se deciden a vencer las resistencias, la reforma es posible.
Pero si la justicia no mejora, los conflictos buscan otras vías –no siempre mejores– para ser resueltos. En un país como Perú, al tiempo de que disminuye anualmente el número de causas judiciales ingresadas, se extiende el sicariato. Mientras tanto, en el nivel del régimen político, las insuficiencias del control de legalidad sobre el ejercicio del poder mantendrán una pata coja en el funcionamiento del régimen político de América Latina.