En la provincia mozambiqueña de Cabo Delgado se han producido tres acontecimientos en menos de seis semanas, todos los cuales tendrán un impacto significativo sobre el futuro de numerosas vidas. En primer lugar, a mediados de marzo, el gobierno de Estados Unidos calificó de organización “terrorista” a un grupo armado de oposición que opera en Cabo Delgado, y envió asesores militares para formar al ejército de Mozambique en materia antiterrorista. Dos semanas después, la ciudad de Palma –próxima a un proyecto de gas valorado en varios miles de millones y gestionado por la empresa francesa Total– fue atacada por un grupo armado en un asalto de gran repercusión mediática. El atentado causó el desplazamiento de al menos unas 30.000 personas. Y a principios de abril, los países miembros de la Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC) “condenaron enérgicamente los ataques terroristas” y afirmaron que “ya no deben seguir permitiéndose actos tan abominables como los ocurridos sin dar una respuesta regional proporcionada”. La SADC envió una “misión técnica” a Mozambique que ha recomendado el despliegue de 3.000 efectivos de la región.
Gran parte del interés reciente suscitado por Cabo Delgado surgió a raíz de las afirmaciones sobre la relación entre los grupos opositores y Dáesh y el asesinato de extranjeros en el ataque a la ciudad de Palma. Aunque el conflicto se encuentra enquistado desde 2017, ha recibido muy poca atención política por parte de los gobiernos regionales o de agentes internacionales, a excepción de aquellos interesados en las reservas de gas de Mozambique o en contratos militares privados. El creciente número de personas desplazadas –que ya supera las 700.000– y la grave crisis humanitaria a la que se enfrenta la provincia han recibido todavía mucha menos atención.
Puede que Cabo Delgado no sea un conflicto olvidado, pero está claro que se trata de una crisis humanitaria desatendida. Además, ahora que la atención de la SADC y de los aliados internacionales del gobierno de Mozambique se centra casi en exclusiva en la “lucha contra el terrorismo”, las soluciones que se barajan podrían volver a pasar por alto la urgente necesidad de salvar vidas y aliviar el sufrimiento de decenas de comunidades afectadas por el conflicto.
«En Cabo Verde, debido a la inseguridad reinante se han impuesto importantes restricciones a la ampliación de la respuesta humanitaria»
Cientos de miles de personas han huido de la violencia y la inseguridad, y han terminado viviendo en campamentos superpoblados o siendo acogidos por comunidades locales con acceso a recursos limitados. La gente ha sufrido traumas muy graves: la decapitación de una pareja, el secuestro de una esposa, la desaparición de un hijo o una hija de los que no tienen noticias. Muchos caminan durante días en busca de seguridad después de esconderse en el monte, a menudo sin comida ni agua. Otros permanecen en lugares a los que el personal humanitario no puede llegar debido las dificultades derivadas de la inseguridad continua.
Aunque las razones de este conflicto pueden ser múltiples y complejas, las consecuencias de la violencia son tremendamente sencillas: miedo, inseguridad y falta de acceso a los bienes y servicios básicos para sobrevivir: alimentos, agua, refugio y atención sanitaria urgente, entre otros.
Mientras tanto, se han impuesto importantes restricciones a la ampliación de la respuesta humanitaria debido a la inseguridad reinante y a las trabas burocráticas que impiden la importación de determinados suministros y la expedición de visados para el personal de ayuda humanitaria. He regresado hace unos días de Cabo Delgado y he podido comprobar de primera mano que la escala de la respuesta humanitaria no se corresponde en absoluto con la realidad de las necesidades existentes.
Lo que sí parece que va a incrementarse es la operación antiterrorista respaldada por la región y financiada a escala internacional, lo que podría afectar aún más a una población que ya es vulnerable. En muchos conflictos –desde Siria hasta Irak y Afganistán– he sido testigo de cómo las operaciones antiterroristas pueden generar necesidades humanitarias adicionales al mismo tiempo que limitan la capacidad de respuesta del personal humanitario.
En primer lugar, al calificar a un grupo como “terrorista”, a menudo constatamos que los grupos en cuestión se ven abocados a una mayor clandestinidad, lo que dificulta la posibilidad de dialogar con ellos para obtener acceso a la ayuda humanitaria. Aunque los Estados pueden alegar que “no negocian con terroristas”, el personal humanitario tiene que prestar ayuda humanitaria de forma imparcial y negociar con cualquier grupo que controle un territorio o que pueda perjudicar a nuestros pacientes y al propio personal. Muchas organizaciones de ayuda rehúyen los lugares donde un grupo ha sido catalogado como “terrorista” por miedo a infringir las leyes antiterroristas. Para Médicos Sin Fronteras (MSF), prestar asistencia médica imparcial requiere crear espacios para el diálogo y generar confianza sobre el hecho de que nuestra presencia en un conflicto está exclusivamente encaminada a salvar vidas y aliviar el sufrimiento.
«Aunque los Estados pueden alegar que ‘no negocian con terroristas’, el personal humanitario tiene que prestar ayuda humanitaria de forma imparcial y negociar con cualquier grupo que controle un territorio»
Sin embargo, las operaciones antiterroristas tratan de someter las actividades humanitarias al control total del Estado y de las coaliciones militares que las respaldan. La asistencia se deniega, se facilita o se proporciona con el fin de aumentar la credibilidad del gobierno, de ganarse el apoyo de los soldados que intervienen o de castigar a las comunidades que son acusadas de simpatizar con un grupo de oposición. Con frecuencia, las personas más vulnerables quedan desprotegidas a causa de esta estrategia, por lo que las organizaciones como MSF deben tener la capacidad de trabajar de forma independiente. La razón por la que el personal humanitario no puede mostrarse partidario de un Estado y de sus apoyos militares es que, a menudo, los Estados y quienes se asocian con ellos se convierten en blancos fáciles de los grupos armados de oposición. Si nos identificáramos con un Estado que está librando una guerra antiterrorista, perderíamos nuestra capacidad de llegar a las comunidades más vulnerables para ofrecerles atención médica.
En MSF sabemos que algo así puede ocurrir cuando más se nos necesita. En las guerras antiterroristas de todo el mundo es frecuente que las bajas de civiles se justifiquen por la existencia de terroristas entre la población civil. Algunas comunidades pueden ser consideradas como “hostiles”, lo que lleva a una desregulación de las reglas de intervención por parte de las fuerzas de combate. En estas situaciones, a menudo asistimos a la destrucción de hospitales y de pueblos enteros en ataques que no distinguen entre objetivos militares y civiles. Las comunidades suelen quedar atrapadas entre el fuego cruzado indiscriminado de los grupos armados y la respuesta antiterrorista del Estado.
El actual foco de atención en el terrorismo sirve claramente a los intereses políticos y económicos de los agentes que intervienen en Mozambique. Sin embargo, no debe prestarse a expensas de salvar vidas y aliviar el enorme sufrimiento al que se enfrenta la población de Cabo Delgado.