El 19 de octubre de 1987 fue uno de los peores días que hayan vivido nunca los mercados bursátiles. A mitad de la tarde de ese martes negro, el índice de la New York Stock Exchange (NYSE) caía más del 20%, la mayor registrada en términos porcentuales en un solo día en la historia del sistema.
Aunque los avances regulatorios y tecnológicos ocurridos desde entonces hacen muy improbable que se repita la secuencia de acontecimientos que condujo al crash de 1987, el fenómeno psicológico que lo empujó –y que se extendió como un contagio viral– es hoy, gracias a Internet y a las telecomunicaciones instantáneas, mucho más fácil de reproducir.
Robert Shiller, premio Nobel de Economía de 2013 por sus estudios sobre las fenómenos especulativos bursátiles, advierte que un estallido de pánico como el de 1987 se puede replicar perfectamente en las circunstancias actuales. Cuatro días después del crash de ese año, Schiller envió 3.250 cartas a inversores privados e institucionales con un cuestionario que les interrogaba sobre sus reacciones y decisiones cuando sus portafolios accionariales comenzaron a caer en picado ese fatídico 19 de octubre.
La información recogida por Shiller, centrada en datos y factores psicológicos, contradijo casi todas las explicaciones que dio la comisión investigadora que presidió Nicholas Brady, secretario del Tesoro de Ronald Reagan, y que atribuyó el crash a factores tangenciales como el déficit comercial.
Sin embargo, según los datos de Shiller las ventas masivas en las que incurrieron los inversores tuvieron poco que ver con los fundamentos económicos del mercado o con la información disponible ese día y sí mucho con una cierta atmósfera de pesimismo que se arrastraba desde varias semanas atrás.
El día del crash, The Wall Street Journal publicó un gráfico que comparaba los precios de las acciones en la NYSE entre 1922 y 1929 y los que se registraron de 1980 a 1987. Las similitudes entre ambos registros pusieron nerviosos a muchos, pero el pánico se reprodujo sobre la base de rumores, no de peligros reales. Y, como recuerda Shiller, los mercados se mueven cuando los inversores creen saber lo que otros inversores están pensando.
Muchos analistas creen que algo similar está pasando en el mercado de bonos soberanos. Y no se trata de pesimistas profesionales, siempre dispuestos a encontrar datos esotéricos que confirmen sus augurios funestos. Un caso revelador es el de los bonos a 10 años recientemente emitidos por Tayikistán por valor de 500 millones de dólares (7% del PIB) y que fueron rápidamente absorbidos por unos mercados ávidos de rentabilidades atractivas en un entorno de mínimos tipos de interés en Estados Unidos, la Unión Europea y Japón.
A nadie pareció importarle que la deuda externa tayika es un 1.800% mayor que sus reservas de divisas, de 74 millones de dólares. Las de Mongolia, por ejemplo, solo llegan al 250%, y aun así ha tenido que reestructurar el pago de su deuda por su incapacidad para cumplir con sus plazos de vencimiento.
No es el único caso. A principios de año, Sri Lanka, cuyos fundamentos económicos son igualmente frágiles, vendió bonos a 10 años por valor de 1.500 millones de dólares con un cupón del 7%. Según Nandalal Weerashinge, subgobernador del banco central cingalés, la demanda de los mercados multiplicó por siete esa cifra. Nigeria, cuya economía se ha visto duramente golpeada por la caída de los precios del petróleo, emitió también en febrero un bono a 15 años por valor de 1.000 millones de dólares que vendió en cuestión de horas. Tampoco Venezuela ha tenido problemas para colocar en los mercados bonos soberanos y de la petrolera estatal PDVSA por valor de varios miles de millones de dólares con rentabilidades (yield) de hasta el 30%.
Según la consultora Bond Radar, el año pasado países emergentes y en desarrollo emitieron 133.000 millones de dólares en bonos de deuda soberana, una cifra récord. Este año la cifra se aproxima ya a los 150.000 millones, más del doble que en 2015. Países emergentes como Egipto, Costa de Marfil o Surinam están obteniendo más fondos en los mercados de bonos que del FMI o del Banco Mundial.
De hecho, en la reunión anual de primavera del FMI en Washington, más ministros de Economía y Finanzas de países en desarrollo acudieron a las reuniones con inversores privados en el Hotel Mayflower que a las citas en la sede del FMI en las que sus tecnócratas les dan lecciones sobre disciplina fiscal y cómo llevar sus cuentas para recortar el gasto público.
Una de sus anfitrionas en el Mayflower fue Joyce Chang, economista-jefe de JPMorgan y pionera en Wall Street de las inversiones en bonos de mercados emergentes. El Emerging Market Bond Index, que sigue el comportamiento de bonos emitidos por 60 países, es supervisado por JPMorgan. Actualmente, Venezuela representa el 25% de la rentabilidad de ese índice.
El FMI ya ha advertido que ese tipo de fiebres especulativas suelen terminar mal. Joseph Nnanna, subgobernador del Banco Central de Nigeria, tiene una explicación –originalmente atribuida a Walter Wriston, jefe ejecutivo de Citibank poco antes de que estallara la crisis de la deuda latinoamericana de 1982– para el fenómeno: “los Estados no quiebran”.
Quizá el default de Venezuela, que muchos analistas consideran inevitable después de que Nicolás Maduro ordenara la “renegociación” de su deuda externa, vaya a ser el disparo de alarma que provoque la estampida de los inversores hacia las puertas de escape.