Comenzó la campaña como Theresa May y la terminó como Theresa Bluff. Quería abanderar un Brexit duro y tendrá que pilotar –si le dejan seguir al mando– un Brexit indeterminado. Si hay una lección que se abre paso en esta era de Trumps y Brexits, es que no se puede dar por sentado el voto de los ciudadanos. Ahora más que nunca, los líderes deben ganárselo, deben mostrar la autenticidad suficiente y pellizcar en el campo de las emociones de unos electores cada vez menos previsibles, más dispuestos a la rebeldía y menos atados al sistema (sean partidos, medios de comunicación, sindicatos o modelos de familia tradicional). May no ha sido ni una líder responsable ni una candidata emocionante.
Una verdadera líder no hubiera interpretado el resultado del referéndum del Brexit como ella lo hizo. Sí, claro que ganaron quienes quieren sacar al país de la Unión Europea. Pero solo sacaron dos puntos a quienes deseaban permanecer unidos al destino del continente. May propuso un Brexit duro, rompiendo todos los vínculos posibles con Europa, pensando en el 52% que quería separación e ignorando al resto. Dividió a una sociedad ya de por sí dividida y camufló sus intereses particulares en una convocatoria electoral que apelaba tramposamente a lo mejor para el país.
Recodemos: la primera ministra justificó la convocatoria electoral –la justificación en este caso cobra especial importancia si consideramos que negó mil veces antes que llamaría a los británicos a las urnas antes de la fecha prevista, en 2020 en la necesidad de tener una mayoría fuerte y estable para negociar el Brexit. Quería más poder del que ya tenía –contaba con mayoría absoluta en el Parlamento– para pilotar su Brexit duro y tener después un horizonte electoral (2022) suficientemente largo como para paliar los efectos adversos.
Desde fuera, los analistas hurgábamos en esta campaña ansiosos por conocer las diferencias de los partidos sobre el Brexit, pero casi nunca encontrábamos nada sustancial y probablemente rellenábamos el vacío con nuestros propios deseos –“si Labour gana, quizá haya un segundo referéndum”, por ejemplo–. Ha sido una campaña normal en un contexto europeo nada normal. Eso es todo.
May no quería discutir sobre sus planes específicos de cara a la negociación, sino convencer a los electores de que ella era la mejor opción para afrontarla porque representa la “fortaleza y la estabilidad”. Jeremy Corbyn, por otro lado, tampoco quería hablar del Brexit, porque sus posiciones oficiales no son tan distintas a las de May –salvo en los derechos de los europeos en Reino Unido– y porque su propio electorado está dividido en dos. La campaña no ha sido sobre las negociaciones del Brexit, sino sobre los salarios, la sanidad, la seguridad, etcétera, pero el resultado electoral tendrá unas monumentales consecuencias para la salida británica de la UE.
May no ha sido capaz de generar emoción alguna con su campaña –plagada de errores, como negarse a debatir con Corbyn–, carente de cualquier proposición ilusionante. Pero además se ha comportado con poco sentido de la responsabilidad. Primero activó el cronómetro del Brexit y después convocó las elecciones. Podría haberlo hecho al revés si de verdad hubiese pensado en los intereses para su país. Pero al haber activado primero el proceso de salida de la UE, ha quitado tiempo para la negociación –que ya de por sí es escaso, dos años– y ahora ni siquiera hay garantías de que pueda haber un gobierno británico preparado para comenzar las conversaciones con los europeos en la fecha prevista, el 19 de junio.
Si May comenzó la campaña con la vista puesta en fortalecerse para llevar a cabo su Brexit duro, hoy es más probable que se vea obligada a poner un marcha un Brexit de cara amable, una búsqueda de un acuerdo con Europa que encaje con el famoso pragmatismo británico que aparentemente había quedado borrado del mapa en el último tiempo. Su gobierno minoritario será más vulnerable a las presiones de los diputados de su propio partido, de los laboristas, de los liberales y de los nacionalistas escoceses que quieren mantener una relación de proximidad con la UE. Con probabilidad hoy podemos dar por enterrada la bravucona frase de May “prefiero que no haya acuerdo a un mal acuerdo”.
El show de Theresa Bluff queda todavía más en evidencia por la forma en que la UE ha reaccionado al traumático proceso de ver decir adiós a un Estado miembro, que es además su segunda economía y primer ejército. Primero con realismo –en palabras de Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo: “esto no será bueno ni para la UE ni para Reino Unido” –; también con una unidad y rapidez desconocidas en la Unión –en un mes los líderes aprobaron la estrategia negociadora–; y por último con gran respeto hacia los británicos, incluso ante los frívolos quiebros de su primera ministra en un momento histórico como el que tiene enfrente.
En 2014 se celebró el referéndum sobre Escocia. En 2015 hubo elecciones generales en Reino Unido. En 2016 fue el referéndum del Brexit. Y en 2017 ha habido otras elecciones generales. Es probable que los británicos vuelvan a las urnas bastante antes de la fecha prevista, en 2022. Además de votar, los británicos se merecen una primera ministra que piense primero en el interés general antes que en el suyo propio o en el de su partido.