Los medios de comunicación británicos, sorprendentemente unánimes en su análisis de lo acontecido, coincidieron en que Theresa May fue humillada en Salzburgo. Llegó armada con el plan Chequers para la relación a largo plazo de Reino Unido y la Unión Europea. Chequers es la casa de campo oficial de los primeros ministros británicos; situada a 50 kilómetros de Londres, es donde el gabinete de May diseñó el plan a lo largo de julio.
May nunca esperó que los otros líderes de la UE aceptasen la propuesta de brazos abiertos. No obstante, sí esperaba que la aceptasen como punto de partida para la ronda final de negociaciones. En vez de eso, el 27 de septiembre Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, declaró contundentemente que el plan “no funcionará”. Exigió un nuevo enfoque por parte de Reino Unido; de lo contrario la UE pondrá fin a las negociaciones del Brexit en la siguiente reunión del Consejo. La esperada reunión especial en noviembre para finalizar el acuerdo Reino Unido-UE podría no tener lugar.
El día siguiente, May, vapuleada y enfadada, culpó a otros líderes europeos de no mostrar “respeto” hacia la posición británica. Exigió un tono diferente en las negociaciones de las siguientes semanas. Se quejó de que los negociadores de la UE atacaron su plan sin proponer ninguna alternativa.
No obstante, el verdadero problema de May no tiene nada que ver con el tono o el respeto. El abismo entre las posiciones de Reino Unido y la UE no puede suprimirse con palabras tranquilizadoras. Independientemente del lenguaje que se emplee y lo amigable o desapacible que sea el ambiente de las conversaciones en las siguientes semanas, una parte u otra tiene que ceder: es decir, renunciar a alguna de las líneas rojas que declara que no pueden ser atravesadas.
Las cuestiones de fondo, que principalmente se centran en asuntos comerciales, resultan especialmente tensas debido a la colusión de temas políticos y económicos en la única frontera terrestre entre Reino Unido y el resto de la UE: entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda.
Estas son las líneas rojas de May:
– Reino Unido debe abandonar la Unión aduanera, de manera que pueda negociar sus propios acuerdos comerciales con el resto del mundo.
– La frontera entre Irlanda del Norte y la República Irlandesa debe permanecer completamente abierta, como lo está hoy, sin infraestructura física, controles o puestos de ningún tipo.
– En términos de acuerdos aduaneros y legislación económica, Irlanda del Norte debe permanecer completamente dentro del Reino Unido, sin barreras comerciales, tarifas o aranceles que impidan el comercio con el resto del país.
La posición de la UE frente a estos puntos es la siguiente:
– Si el conjunto de Reino Unido abandona la Unión aduanera, los bienes exportados a la UE deberán ser examinados para confirmar que cumplen con las regulaciones europeas. (Esto, por cierto, también se aplicaría al acuerdo a la canadiense que actualmente proponen algunos partidarios del Brexit en Londres, que básicamente reduciría las tarifas a cero pero no aboliría las barreras no tarifarias, como las de calidad de productos. Los controles fronterizos permanecerían.)
– Los controles fronterizos se tendrían que realizar en cualquier lugar donde tuviese lugar comercio entre Renio Unido y la UE, incluyendo la frontera entre Irlanda del Norte y la República Irlandesa. Para que Renio Unido abandone la Unión aduanera y la frontera irlandesa permanezca abierta, Irlanda del Norte tendría que permanecer en la Unión aduanera, mientras el resto de Reino Unido marcha por su propio camino.
Poco antes de la reunión en Salzburgo, Michel Barnier, el negociador jefe de la UE, propuso una solución: mantener Irlanda del Norte en la Unión aduanera y tener un sistema para comprobar el comercio a través del mar de Irlanda para minimizar los controles entre los bienes comerciados entre Irlanda del Norte y Reino Unido. Londres rechazó esta medida por principios: independientemente de lo discretos que sean los controles, el plan violaría la condición de que Irlanda del Norte no debe, de ninguna manera, operar de acuerdo a reglas diferentes a las aplicadas en Reino Unido.
¿Qué hacer ahora? Lógicamente hay cinco posibilidades. En las tres primeras, sería Theresa May quien cediese:
– Reino Unido aceptaría mantenerse en la Unión aduanera y renunciar al derecho a negociar sus acuerdos comerciales con el resto del mundo.
– Se reimpondrían controles y puestos fronterizos a lo largo de los 500 kilómetros entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda.
– Permitir a Irlanda del Norte permanecer en la Unión aduanera mientras el resto de Reino Unión la abandona, y establecer algún sistema que permita comprobar la mercancía que atraviesa el mar de Irlanda.
Es difícil imaginar a May aceptando cualquiera de estas opciones y manteniendo a su partido unido. De hecho, cualquiera de estas condiciones podría llevar a que fuese depuesta como líder del Partido Conservador y primera ministra británica.
Las otras dos opciones pasarían por una retirada de Barnier y los gobiernos de la UE:
– Permitiendo a Reino Unido abandonar la Unión aduanera y no estar sujeto a sus reglas y mecanismos de implementación (en última instancia, a través del Tribunal de Justicia de la Unión Europea), al tiempo que se confía en que Reino Unido aplique las regulaciones comerciales europeas y permitir un comercio de bienes sin fricción entre Reino Unido y la UE.
– Imponiendo controles al comercio entre Reino Unido y la UE, pero haciéndolo en la frontera irlandesa mediante tecnología inteligente, de manera que no requiriese puestos fronterizos ni infraestructura física.
La opción favorita de Reino Unido es la quinta y última. El problema es que esa tecnología no existe actualmente. A lo mejor se desarrollará en los siguientes cinco, diez, o veinte años. Pero hasta entonces, si Reino Unido no quiere salir de la UE estrellándose sin un acuerdo, debe aceptar una de las otras cuatro opciones.
A día de hoy, May se opone firmemente a cualquiera de sus tres opciones, y posiblemente no sobreviviría políticamente si cambiase de opinión. Del mismo modo, la posibilidad de que la UE permita a Reino Unido disfrutar de los beneficios de la Unión aduanera sin atenerse a sus reglas ni el sistema para implementarlas es minúscula.
El impasse actual, por lo tanto, está anclado en una serie de diferencias aparentemente irresolubles entre ambas partes. Un lenguaje duro y las quejas de falta de respeto no ayudan, pero no son la causa del enfrentamiento. A menos que alguien sacrifique algunas de sus líneas rojas, la posibilidad de que las negociaciones del Brexit terminen sin un acuerdo continuarán siendo cada vez más altas.
Este artículo fue publicado originalmente (en inglés) en la web de Carnegie Europe, en la sección Judy Dempsey’s Strategic Europe.