El 31 de agosto de 2016 se consumó el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff, culminando así con uno de los procesos menos ejemplares de la reciente historia democrática brasileña. Un año después de que la maniobra política de dudosa legalidad y cuestionada legitimidad apartara del gobierno a la presidenta democráticamente electa, la situación económica apenas ha mejorado, y la situación política, lejos de calmarse, solamente apunta a un conjunto de incertidumbres que mantendrán al país en un impasse hasta por lo menos las presidenciales de octubre de 2018. Para explicar algunas de las claves de tan confuso panorama puede ser ilustrativo analizar la situación de algunos de los actuales protagonistas de la escena política.
En primer lugar, Rousseff, como gran derrotada de esta crisis política no ha tenido más remedio que alejarse del centro de la escena, obligada por las circunstancias. Esta retirada forzada apenas ha dejado un pequeño espacio para que la expresidenta luche por salvar su legado político, iniciando desde entonces una campaña nacional e internacional para mostrar que las causas del abrupto final de su gobierno poco tenían que ver con las intenciones declaradas de sus opositores de mejorar la economía y moralizar la vida pública. Esta denuncia, de hecho, se muestra relativamente coherente con el postrero desarrollo de los hechos, principalmente en lo que respecta a las reacciones a los escándalos de corrupción asociados a la operación Lava Jato.
Por un lado, los millones de manifestantes que ocuparon las calles desde marzo de 2014 pidiendo el final del gobierno del Partido dos Trabalhadores (PT), no han mostrado un nivel de indignación equiparable cuando las investigaciones han afectado directamente al gobierno de Michel Temer o a los cuadros dirigentes del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) como el senador Áecio Neves, principales instigadores del juicio político a Rousseff. Tampoco la mayoría parlamentaria que propició el impeachment castigando con la máxima severidad una pena leve de malas prácticas contables, han tenido un celo equiparable a la hora de fiscalizar la acción del gobierno de Temer, salvando al actual presidente tras ser acusado de un mucho más grave delito de obstrucción a la justicia. Sin embargo, el pésimo legado económico del gobierno Rousseff no permite que, aun existiendo hechos suficientes para demostrar que fue víctima de una oscura maniobra para alejarla del poder saltándose las reglas del juego democrático, la expresidenta pueda recuperar su capital político.
Quien sí que ha sido capaz de canalizar el descontento de aquellos que consideran que el impeachment fue una maniobra ilícita y que las actuales políticas de ajustes del gobierno Temer carecen de mandato popular, ha sido Luiz Inácio Lula da Silva. Aunque todavía es pronto para hacer previsiones, actualmente la mayoría de las encuestas dan como favorito al antiguo presidente y líder sindical para los comicios de 2018. Para reafirmar su popularidad ha iniciado una marcha por los Estados brasileños más desfavorecidos, donde están la mayor parte de los potenciales votantes del PT, contrarrestando así una intensa campaña en contra dirigida por los grandes grupos mediáticos del país, y la discutida condena por parte el juez Sergio Moro relacionada con la operación Lava Jato. Precisamente, este último es el gran problema para la viabilidad de su candidatura en las próximas presidenciales, ya que esta depende de que el recurso ante las instancias judiciales superiores sea fallado a su favor.
Por su parte, el gobierno de Temer continúa llevando adelante su agenda de reformas a favor de la austeridad, enfrentándose también a manifestaciones de descontento popular como la huelga general del 28 de abril, aunque a diferencia del gobierno Rousseff cuenta con el respaldo de la mayoría del Congreso. A pesar de su extrema impopularidad, el hecho de que se trata de un gobierno surgido de unas circunstancias excepcionales y de que no contempla la posibilidad de presentarse ante una futura elección, le dan un mayor margen para enfrentar una serie de decisiones que pocos gobiernos democráticos habrían podido asumir. De esta forma, la reforma constitucional que congela el gasto social para las próximas dos décadas, la reforma laboral o la reforma del sistema de pensiones, han sido implantadas o están en vías de ejecutarse sin que el gobierno y sus apoyos en el Parlamento muestren una gran preocupación por el posicionamiento de los actores sociales o de la opinión pública.
Se observa por tanto un panorama que mezcla la existencia de una persistente crisis económica que ha hecho aumentar los niveles de desempleo hasta el 14%, un gobierno surgido de una maniobra política que intenta implantar un agresivo programa de recortes sin un mandato avalado por las urnas, el mayor proceso judicial por corrupción en la historia del país que ha afectado a todos los grandes partidos políticos, y un juez como Moro, quien en el contexto de dichas investigaciones ha condenado de forma discutida al candidato con más posibilidades para las elecciones de 2018. Esta tormenta perfecta está cortocircuitando el sistema político y las instituciones, lo cual no es una buena señal si de la indignación de la opinión pública se pasa a la antipolítica, como parece estar siendo la deriva de la sociedad brasileña desde las manifestaciones de julio de 2013.
Este es el caldo de cultivo para que candidatos que intentan venderse como outsiders exploten la ya conocida fórmula del populismo de extrema derecha, como es el caso de Jair Bolsonaro, un Donald Trump a la brasileña, que ya es el segundo candidato con mayor intención de voto en las encuestas. En este sentido, una elección de 2018 en la que el protagonismo sea para jueces con ansias de ocupar el espacio mediático y para políticos demagogos que quieran intentar aprovechar la onda de descrédito que produce la judicialización de la política, puede ser el inicio de problemas todavía mayores para Brasil.