Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo. Estados Unidos, según la máxima del escritor George Santayana, recaerá, tarde o temprano, en los errores monumentales que cometió hace no demasiado. En el 15 aniversario de la invasión de Irak abundan las excusas, el lavado de imagen de los responsables y un clima de alarma ante problemas internacionales similar al de 2003. Otra aventura bélica irresponsable y destructiva no es difícil de imaginar, porque se dan las condiciones necesarias para emprenderla.
El saldo de la guerra deja claro hasta qué punto fue una catástrofe para Irak y también para EEUU. Entre 180.000 y 220.000 civiles iraquíes han muerto como resultado directo de la invasión, según el observatorio Iraq Body Count (si se incluye a combatientes, el número asciende a 268.000, estimación que otras organizaciones consideran conservadora). El número de estadounidenses muertos es de unos 4.500 soldados y 3.500 contratistas privados, según Costs of War. Este proyecto de la Universidad de Brown cifra en más de 5,6 billones de dólares el coste total de la “guerra contra el terrorismo” en Irak, Pakistán y Afganistán, donde el conflicto no amaina. EEUU mantiene 5.000 soldados que asisten al gobierno iraquí en la lucha contra el Estado Islámico, hoy en desbandada.
Irak, que celebrará elecciones el 12 de mayo, continúa devastado por la guerra, fragmentado territorialmente y lastrado por la corrupción. El primer ministro Haider al-Abadi declaró recientemente a la revista Time que los daños causados por el conflicto con el EI ascienden a 90.000 millones de dólares. En esa misma entrevista, al-Abadi admitía que la invasión de 2003 sirvió para reforzar la presencia en Irak de Irán, némesis regional de EEUU, y exigía a las autoridades estadounidenses que no trasladasen su rivalidad a la lucha contra el EI, en la que Teherán proporciona a Bagdad una asistencia considerable.
La catástrofe no parece asumirse en Washington. O, precisamente debido a su magnitud, los responsables se dedican a minimizarla. Como muestra, una columna reciente de Foreign Policy, en la que el pensador realista Robert Kaplan intenta exculparse por apoyar a la invasión de 2003. Según Kaplan, el problema de Irak, como el de Siria, no era otro que la ideología baazista de sus dictaduras. Poco importa que, como el propio Kaplan señala, el baazismo se convirtiese en un cascarón vacío para recubrir proyectos políticos autoritarios pero bastante diferentes entre sí. Según su narración, la razón por la que ambos países están hoy en ruinas no es otra que la “mezcla tóxica de nacionalismo árabe laico y socialismo al estilo del Bloque del Este” impuesta tanto por Sadam Husein como el clan de los Asad.
Kaplan no está solo en este proceso de reciclaje profesional. Un efecto especialmente perverso de la presidencia de Donald Trump es que está logrando rehabilitar a un sinfín de neoconservadores. Bret Stephens, Max Boot –que se enorgullece de haber apoyado la invasión de Irak– y David Frum –acuñador del famoso “eje del mal” que George W. Bush popularizó para justificar la invasión– hoy escriben en publicaciones de referencia como The New York Times, The Washington Post y The Atlantic, donde critican a Trump por ser vulgar y demagógico. En una encuesta reciente, una mayoría de votantes del Partido Demócrata mostraban una actitud favorable hacia Bush, tal vez influenciados por la decisión de su partido de presentar a Trump como una aberración sin precedentes.
Here's an intriguing counterfactual: imagine that every pundit who advocated for the Iraq War in 2003 had been let go and replaced by someone who had opposed it. WSJ, WaPo, and NYT would be far more diverse, accurate, and interesting today.
— Stephen Walt (@stephenWalt) October 16, 2017
El propio Trump, como de costumbre, no ha aprendido gran cosa. Tras acceder a la Casa Blanca con un discurso aislacionista en política exterior, el presidente ha delegado su política exterior a una serie de generales que están ampliando los enfrentamientos en que Barack Obama ya se había involucrado de manera opaca. En la actualidad EEUU realiza misiones militares en 12 países, a menudo de manera encubierta, mientras tensa la cuerda en sus relaciones con Rusia y con Irán. Gina Haspel, la nueva directora de la CIA, participó activamente en el programa de tortura de la administración Bush, que Trump amenaza con restaurar.
No cabe esperar que la prensa estadounidense, que disfruta presentándose como un baluarte frente a Trump, fiscalice su política exterior. Si los principales grupos mediáticos fueron cómplices de Bush en la invasión de Irak, en la actualidad continúan comportándose con irresponsabilidad: aplaudiendo al presidente cada vez que toma decisiones agresivas y criticándole cuando opta por negociar en vez de intercambiar insultos por Twitter.
Paradójicamente, la mayoría de los estadounidenses entienden que aquella guerra fue un despropósito. Obama derrotó a Hillary Clinton en las primarias demócratas de 2008 afeando el apoyo de la entonces senadora por Nueva York a la invasión. Trump, por su parte, obtuvo la nominación republicana tras criticar ferozmente a Jeb Bush, hermano del expresidente y defensor de su legado.
Este éxito hay que atribuírselo a las fuertes movilizaciones globales contra la invasión y el movimiento anti-guerra, que en EEUU se mantuvo durante varios años. El movimiento logró castigar al partido que la emprendió, pero su impulso se desactivó con la crisis económica y la victoria electoral de Obama, que no se tradujo en una política exterior radicalmente distinta. Diez años después y en el quince aniversario de la invasión de Irak, la posibilidad de juzgar a sus arquitectos es más remota que nunca.