Las muchas incógnitas que rodean la pandemia han dado pábulo a campañas de intoxicación informativa y teorías conspirativas, varias de ellas alentadas por los gobiernos de Estados Unidos y China para controlar la narrativa de la crisis, que ha provocado muertes y miseria a una escala que solo se asociaba con las guerras mundiales. Nadie duda de que el SARS-CoV-2 es un virus zoonótico, es decir, de origen animal y emparentado con cepas que se habían encontrado en murciélagos. Pero un año después de que se detectaran los primeros casos en Wuhan, casi todo lo demás está aún por demostrarse.
No parece, por otra parte, que la reciente misión a China de la Organización Mundial de la Salud (OMS) vaya a aclarar las dudas, debido al limitado acceso que tuvo a información clave y, sobre todo, a la institución que está en mitad de la tormenta: el Wuhan Institute of Virology (WIH), cuya sede se encuentra a unos 300 metros del “mercado húmedo” de Wuhan, capital de la provincia de Hubei y epicentro original de la pandemia. Las suspicacias están justificadas. El laboratorio de bioseguridad BSL-4 –el más alto posible– del WIH investiga enfermedades infecciosas y patógenos en experimentos biotecnológicos y genéticos que utilizan cultivos de células humanas.
Los sistemas sanitarios mundiales estaban preparados para enfrentarse a infecciones respiratorias normales y a las llamadas “tormentas de citoquinas”, las respuestas inflamatorias del organismo para combatirlas. Pero nadie esperaba tantos pacientes con colapsos orgánicos múltiples y simultáneos: fallos renales agudos, neumonías fulminantes, coágulos cerebrales… La inexistencia de un tratamiento efectivo contra una enfermedad desconocida ante la que nadie tenía defensas inmunológicas y que era capaz de propagarse a través de personas asintomáticas, generó una tormenta perfecta que se ha ido desarrollando en etapas, cada una peor que la anterior, hasta que las campañas públicas de vacunación han comenzado a frenar su avance en Israel, Reino Unido, EEUU y Emiratos Árabes Unidos, algunos de los países que más han avanzado en las inoculaciones.
Mientras tanto, la pandemia provee un terreno fértil para que arraiguen y germinen las especulaciones en las redes sociales, donde se difunden como un reguero de pólvora. Nadie sabe, por ejemplo, cómo, cuándo y dónde el coronavirus dio el salto biológico que necesitaba para infectar a seres humanos. Antes de la pandemia, los coronavirus más peligrosos conocidos no eran muy infecciosos. Y los que sí lo eran, no eran mortales. Al final, un patógeno que evade las explicaciones médicas convencionales pone sobre la mesa una hipótesis perturbadora: un origen artificial.
Guerras bacteriológicas y pistolas humeantes
Las teorías conspirativas suelen tener una cierta base real, o al menos verosímil o plausible. La guerra biológica existió mucho antes de que Antoine van Leeuwenhoek (1632-1723) observara por primera vez bacterias y otros microorganismos con los microscopios que construía. Según escribe Roger Crowley en City of Fortune (2011), en su asedio de 1346 a la fortaleza genovesa de Caffa en Crimea, los tártaros catapultaron por encima de sus murallas los cuerpos de sus muertos por la peste bubónica, envenenando sus fuentes de agua con la bacteria yersinia pestis. Llevada por galeras genovesas, la plaga pronto llegó a Constantinopla y Venecia, desde donde la “muerte negra” se propagó al resto de Europa, cobrándose entre 1347 y 1353 las vidas de más de un cuarto de la población del Viejo Continente.
Durante la Segunda Guerra Mundial, EEUU desarrolló armas biológicas, pero nunca las usó por los riesgos que suponían. Otros países no tuvieron tantos escrúpulos. Según estimaciones que cita Rana Mitter en Forgotten Ally (2013), la Unidad 731 del ejército imperial japonés mató a unas 200.000 personas en China con dosis de ántrax, cólera y otros patógenos manipulados en laboratorios. Durante la guerra fría, China construyó varios centros de investigación de guerra biológica. En agosto de 1951, el primer ministro chino, Zhou Enlai, inauguró la Academia Militar de Ciencias Médicas para desarrollar armas de “biodefensa”.
«‘Global Times’ culpó a soldados estadounidenses de diseminar el virus en los Juegos Mundiales Militares de 2019 en Wuhan»
Hoy, fuentes de inteligencia de EEUU aseguran que China tiene un vasto arsenal de microorganismos infecciosos y toxinas alteradas genéticamente cuyo origen puede oscurecerse con técnicas de laboratorio. Pekín hace acusaciones similares contra Washington. Global Times culpó a soldados estadounidenses de diseminar el virus en los Juegos Mundiales Militares de 2019 en Wuhan, denunciando que EEUU se niega a abrir los laboratorios biotecnológicos del Pentágono a inspecciones internacionales.
En 1972, EEUU destruyó sus arsenales biológicos y promovió la Convención de Armas biológicas (CAB), que prohíbe la investigación, producción y almacenamiento de agentes patógenos y de sistemas diseñados para su uso bélico. El acuerdo ha sido ratificado por 143 países. Entre los 52 que no lo han hecho están China, Corea del Norte, Israel y Egipto.
El mayor problema es que la CAB carece de mecanismos de verificación que detecten programas encubiertos de armamento biológico. En 1970 murieron un centenar de personas en la ciudad rusa de Sverdlovsk por la liberación accidental de esporas de ántrax de uno de los 40 laboratorios soviéticos de bioguerra. En los años ochenta, la operación rusa Infektion atribuyó al laboratorio biotecnológico de Fort Detrick (Maryland) la creación del VIH, el virus que causa el sida.
Con esos antecedentes, era inevitable que la pandemia se convirtiera en un nuevo campo de batalla entre Washington y Pekín. El entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, no tardó en acusar a China de ocultar las “enormes evidencias” que indicaban que el virus escapó del WIV. Según un informe del departamento de Estado que presentó Pompeo el 15 de enero, varios investigadores del WIV enfermaron en 2019 con síntomas similares a los que causa el coronavirus.
«Xi Jinping ha subrayado la necesidad de incorporar el principio de ‘shengwu anquan’ (biodefensa o bioseguridad) en la estrategia de seguridad nacional china»
Según escribe en The Tablet Khaled Talaat, investigador de la Universidad de Nuevo México, a raíz del brote del SARS-Cov en 2002-03, el WIH comenzó a investigar coronavirus provenientes de murciélagos para prevenir eventuales epidemias y desarrollar vacunas. Una de sus principales investigadoras, Shi Zhengli, alteraba el genoma de los coronavirus de murciélagos para darles nuevas propiedades, incluyendo la capacidad de infectar células pulmonares de ratones que habían sido modificadas genéticamente para que respondieran de modo similar a células respiratorias humanas.
En enero de 2020, la general Chen Wei, la mayor experta china en armas biológicas, fue nombrada jefe del BSL-4 del WIV. Yuang Zhiming, otro de sus investigadores, es el secretario del comité del Partido Comunista de China en el instituto. El 14 de febrero de este año, el presidente chino, Xi Jinping, subrayó la necesidad de incorporar el principio de shengwu anquan (biodefensa o bioseguridad) en la estrategia de seguridad nacional. En cuestiones de guerra biológica, la biodefensa se refiere a la protección contra patógenos liberados intencionalmente, mientras que la bioseguridad hace referencia a la defensa frente a amenazas biológicas naturales.
Aprendices de brujo
En los años noventa, el virólogo Karl Johnson advirtió de que era solo cuestión de tiempo antes de que algún biólogo identificara los genes que determinan la virulencia y transmisión aérea de la influenza, el ébola y otros patógenos. A diferencia de un eventual terrorista nuclear, que tendría que robar material fisible y procesarlo, un bioterrorista puede lograr resultados igualmente devastadores con biotecnologías más baratas y accesibles como la edición genética (Crispr). En los años setenta, secuenciar genéticamente la bacteria Escherichia coli requirió semanas de trabajo e inversiones de millones de dólares. Hoy el genoma de una persona se puede secuenciar en unas pocas horas por unos 1.000 dólares en EEUU.
En noviembre de 2018, He Jiankui, investigador biofísico chino, anunció que había creado los primeros “bebés Crispr” modificando sus genomas antes de que nacieran. Aunque aseguró que había recibido apoyo oficial, He fue detenido y condenado a tres años de prisión por conducta “no ética”.
La posibilidad de que se puedan insertar genes en el ADN de patógenos para crear armas biológicas no es ciencia ficción. El genoma del Vibrio cholerae, la bacteria que provoca el cólera en seres humanos, es ya de dominio público, por lo que en teoría se puede usar para clonar cepas más virulentas. En American Scientist, Steven Block, biólogo de la Universidad de Stanford, advierte de que esos experimentos podrían provocar “enfermedades de diseño” incurables.
Según Maria van Kerkhove, epidemióloga que participó en la primera misión que envió la OMS a China, si no se llega a saber el origen del virus, será casi imposible prevenir la próxima pandemia. En Foreign Policy, Max Brooks, miembro del Modern War Institute de la academia de West Point y autor de World War Z, escribe que EEUU va a tener que invertir los mismos recursos humanos y materiales que dedica a su arsenal nuclear o al caza F-35 para defenderse de las nuevas amenazas biológicas.
Caso sin cerrar
Así, no resulta extraño que, aunque la OMS considere “sumamente improbable” una liberación accidental del virus, el caso no esté cerrado. En una carta abierta dirigida a la organización publicada el 4 de marzo por The Wall Street Journal y Le Monde, entre otros medios, 26 destacados científicos mundiales subrayan que algo improbable sigue siendo posible.
Uno de los firmantes de la carta, Richard Ebright, biólogo molecular de la Universidad de Rutgers, cree necesaria una investigación que podría realizar una comisión nombrada por el secretario general de la ONU, António Guterres, pues los actuales informes de la OMS deben tener el imprimatur de Pekín. Aunque no cree que el virus sea un arma biológica, Ebright sostiene que la posibilidad de que haya escapado de un laboratorio accidentalmente por un descuido humano en los protocolos de descontaminación es al menos tan probable como la transmisión zoonótica.
Sin nombrarlo, la carta critica los conflictos de interés de Peter Daszack, experto en enfermedades animales transmisibles y el miembro de la misión de la OMS a Wuhan que ha defendido con mayor vehemencia la versión china, señalando que sus afirmaciones podrían obedecer a “intereses políticos”. La EcoHealth Alliance que preside Daszack ha colaborado con las investigaciones sobre murciélagos del WIH.
El National Institute of Health de EEUU dejó de financiar a la EcoHealth Alliance por los “excesivos riesgos” de sus investigaciones. Según David Relman, profesor de microbiología de la Universidad de Stanford, la carta de los 26 tiene sólidas razones para desconfiar del “sesgo” de la OMS. El asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, ha dicho que la administración no está aún en condiciones de dar respuestas concluyentes sobre el origen del coronavirus, lo que sugiere que se reserva esa posibilidad.
Excelente artículo. Justamente es un poco lo que reflexiono en torno a esta situación. La pregunta sigue abierta y es ahora cuando se tiene que dar la cooperación internacional para el desarrollo en materia sanitaria, con el fin de democratizar estos menesteres y crear mecanismos adecuados en contra de lo impensable.