Se avecina un tiempo nuevo. La retirada de Estados Unidos de Afganistán y la firma del pacto de seguridad entre EEUU, Reino Unido y Australia (Aukus) marcan un punto de inflexión simbólico con las décadas precedentes. El apetito de Washington por los grandes despliegues en teatros secundarios como el afgano (o antes en Irak) se ha evaporado por completo. La competición estratégica y la creciente rivalidad geopolítica con China es el vector que articula hoy el conjunto de la política exterior estadounidense y el factor clave que moldeará la política internacional de los próximos años, con el Indo-Pacífico como escenario principal. Y todo apunta a que este periodo será agitado, peligroso y muy poco propicio para la Unión Europea.
En Occidente muchos parecen haber despertado de golpe a la realidad de que ni China ni Rusia se acomodarán al orden internacional liberal y sus valores democráticos. Y de que ambos están en serio riesgo. No se trata de algo coyuntural. Sus raíces son profundas. El deseo compartido de poner fin a la hegemonía de EEUU es el principal combustible de la convergencia sino-rusa y prevalece sobre cualquier otra consideración. En lo sustancial, China y Rusia comparten diagnóstico sobre el contexto actual y lo sucedido en los últimos 40 años, que, vistos en perspectiva, conforman el preámbulo de esta gran competición en ciernes.
La China triunfante que aspira hoy al liderazgo global no se explica, sin embargo, sin el concurso de Occidente. Desde la normalización de sus relaciones diplomáticas en 1979, EEUU y después Europa han sido un socio comercial y tecnológico clave para la modernización china. Hasta hace bien poco, este proceso era percibido como mutuamente beneficioso y se asumía que el crecimiento económico –impulsado al principio por la deslocalización industrial occidental– conduciría de forma casi natural y mecánica a una mayor apertura política en China.
«Para los líderes comunistas la modernización siempre fue un medio para garantizar la supervivencia del régimen y situar a China al nivel de las grandes potencias occidentales, no el preludio de una transición democrática»
Hoy resulta evidente que China camina en otra dirección. El presidente del país, Xi Jinping, ha revertido algunas dinámicas e introducido cambios de calado con respecto a las dos generaciones de líderes precedentes. Conviene tener presente, sin embargo, que para la dirigencia comunista la modernización siempre fue un medio para garantizar la supervivencia del régimen y situar a la República Popular al nivel de las grandes potencias occidentales, no el preludio de una transición democrática. Con la perestroika, Mijaíl Gorbachov perseguía algo similar en la Unión Soviética y en ningún caso su desaparición. De ahí que la confluencia a finales de los años ochenta de las protestas en la plaza de Tiananmen y las revoluciones de terciopelo en Europa central y el posterior colapso de la propia URSS actúen como advertencia para Pekín de los riesgos existenciales que acompañan a dicha transformación económica. Asimismo, de la aplastante victoria estadounidenses en la guerra de Irak de 1991, las crisis en el estrecho de Taiwán o la intervención de la OTAN en Kosovo, China extrajo lecciones inquietantes sobre su retraso tecnológico y militar.
Los felices años noventa de EEUU y la Europa comunitaria contrastan así con las percepciones del mismo periodo en China y Rusia. La globalización comercial, financiera y de la información generaba grandes oportunidades económicas, pero también enormes riesgos para los regímenes autoritarios. Las denominadas “revoluciones de colores” que llevaron a la caída de regímenes en Serbia, Georgia, Ucrania y Kirguistán en los albores del nuevo siglo resultan clave para entender el progresivo realineamiento sino-ruso. En estos movimientos desempeñaron un papel muy visible, aunque superficial, algunas ONG respaldas por los dos grandes partidos de EEUU, lo que lleva al Kremlin a interpretarlos en clave conspirativa. Desde su perspectiva, no son más que una injerencia occidental encubierta, auténticos golpes de Estado inducidos con fines geopolíticos para alentar regímenes afines. Ese será el filtro por el que Moscú y Pekín verán las protestas o disturbios en Tíbet (2008), Irán (2009), Xinjiang (2009), las primaveras árabes (2010-12), Rusia (2011-12, 2019), Hong Kong (2014, 2019), Ucrania (2014), Venezuela (2014, 2017, 2019-20), Bielorrusia (2020-21) o Cuba (2021).
«Rusia y China han dado con la fórmula para amenazar la integridad de las democracias desde dentro operando por debajo de su umbral de detección, de comprensión o de respuesta»
De forma paralela, la gran crisis financiera de 2008, el auge de los populismos y la polarización de sus sociedades alimentarán la percepción china y rusa de que el mundo afronta un periodo de cambio histórico rápido y profundo ante el que el declive –o incluso la autodestrucción acelerada– de las democracias liberales no resulta inconcebible. Y con ello el fin de la hegemonía de EEUU y de su capacidad de proyectar poder globalmente. Así, aunque Rusia y China afrontan este periodo con inquietud y muchas cautelas, la confianza y la iniciativa de los años noventa han pasado a su bando. Internet o el big data parecen ahora más propicios para convertir fortalezas como el carácter abierto y plural de las sociedades democráticas en una vulnerabilidad estratégica y no en una ventaja competitiva. Rusia y China han dado con la fórmula para amenazar la integridad de las democracias desde dentro operando por debajo de su umbral de detección, de comprensión o de respuesta.
De igual forma, la superioridad militar incontestada de EEUU ha quedado reducida, cuando no anulada, en ámbitos críticos, y la irrupción de tecnologías disruptivas genera un entorno geoestratégico mucho más complejo, incierto y con nuevas vulnerabilidades. Los años veinte se presentan, pues, plagados de incertidumbres, volatilidad y riesgos geopolíticos de todo tipo. Y conviene no perder de vista que, si las democracias liberales y proyectos como el de la Unión Europea actúan en exclusiva de forma reactiva y a la defensiva, podrían no prevalecer o incluso sucumbir en este entorno darwiniano de competición sin reglas y rivalidad estratégica entre grandes potencias.
Qué disparate por dios