No hubo sorpresas en las elecciones presidenciales de Bielorrusia del 11 de octubre. Aleksandr Lukashenko proclamó su quinto mandato desde que asumiera la presidencia por primera vez en 1994. Según cifras oficiales, Lukashenko consiguió el 84% de los votos (frente a un modesto 79,6% logrado en las anteriores elecciones, en 2010). Y ello a pesar de que, según la única empresa de sondeos de Bielorrusia, IISEPS, en septiembre solo el 46% de los votantes tenían intención de votar por él. Como siempre, las elecciones fueron amañadas con antelación de tres maneras: con un voto temprano masivo de poblaciones controladas, como los estudiantes, bajo gran presión para votar de una manera determinada (el 36% votó antes del 11-O); mediante un proceso de recuento nada transparente; y mediante el control de quién podía presentarse como candidato.
Las elecciones, a pesar de todo, se celebraron en un ambiente altamente volátil, y supuestos políticos hasta ahora corrientes se están convirtiendo rápidamente en insostenibles, tanto para Bielorrusia como para sus vecinos. Tradicionalmente, Bielorrusia ha sido vista como la “última dictadura de Europa”, y ha sufrido en consecuencia sanciones de la Unión Europea y Estados Unidos. Minsk es el aliado ideológico y de seguridad más cercano de Rusia, de quien ha recibido subsidios masivos, a veces hasta del 20% del PIB. Lukashenko utilizó estos subsidios para mantener un sistema social y económico neo-soviético, haciendo un gran esfuerzo para elevar los niveles de bienestar y las condiciones de vida.
Ahora gran parte de estos supuestos quizá estén a punto de cambiar. En primer lugar, porque las ondas sísmicas de la crisis en Ucrania plantean la posibilidad de una Bielorrusia que se aleje de Rusia, lo que, a pesar de lo limitado del alejamiento, estaría destinado a crear nuevas tensiones regionales. En segundo lugar, el país se enfrenta a graves problemas económicos. Por último, y en muchos aspectos este es el mayor desafío para Lukashenko, está la dificultad de gestionar el futuro de Bielorrusia con menos subvenciones y menos para gastar en sostener el tradicional “contrato social” del país. Una Bielorrusia sin populismo sería un cambio tan grande como una Bielorrusia más independiente.
Amenazas a la seguridad
Lukashenko es ante todo un estatista que entiende que la supervivencia del Estado y la suya propia son inseparables. Por ello ha sido sorprendentemente crítico con las acciones de Rusia en Ucrania, dado el miedo a que movimientos similares pudieran darse para socavar la soberanía bielorrusa. Bielorrusia no es Ucrania, y Rusia no podría utilizar técnicas de “guerra híbrida” o amenazar con “proteger” a las etnias rusas o los derechos de la lengua rusa. Bielorrusia es un Estado de alta seguridad, pero culturalmente es una puerta abierta hacia Rusia, y el apoyo de Lukashenko podría desvelarse como instrumental o superficial, sobre todo si su contrato social comienza a deshilacharse.
Por tanto, Lukashenko ha resistido los intentos de Putin de alistarlo como un segundo frente para presionar a Ucrania. Lukashenko fue anfitrión de los Acuerdos de Minsk, erigiéndose en algo parecido a un ente neutral, y ha tomado medidas de seguridad para defender el país contra la aparición de “pequeños hombres verdes”. Su lema electoral de este año ha sido “Por el futuro de una Bielorrusia independiente” –en agudo contraste con el de 2010: “Por una Bielorrusia próspera y fuerte”–. Sin embargo su escaso margen de maniobra quedó patente con sus dificultades para resistir la presión rusa para abrir una nueva base aérea en el país en septiembre (aunque el sitio propuesto estaba más cerca y suponía mayores problemas para los Estados bálticos que para Ucrania). A diferencia de en anteriores concesiones, no quedó claro lo que Lukashenko recibió de esta negociación por parte de Moscú, aparte de un posible préstamo del Fondo Eurasiático de Estabilización y Crecimiento.
De manera significativa, Lukashenko ha hecho estos movimientos a pesar de no estar en sintonía con la opinión pública. Más del 90% de los bielorrusos ven la televisión rusa y el 60% de la tradicionalmente rusófila población apoya las acciones de Rusia en Ucrania. La opinión pública sobre la política exterior estaba quizás sorprendentemente equilibrada antes de la crisis de Ucrania, pero en el último año el apoyo a la UE se ha reducido a un 25%, mientras que en Ucrania, según el Pew Research Center, ha aumentado hasta el 67%. Será interesante ver si la propaganda estatal en la televisión bielorrusa y otros medios de comunicación puede cambiar la opinión pública en una dirección más “estatista”.
La economía se estanca
En elecciones anteriores, Lukashenko consiguió fabricar auges económicos (que inevitablemente producían sobrecalentamientos económicos). Las elecciones siempre han importado por una cuestión de legitimidad, no porque los votantes tuviesen una oportunidad real y democrática de elegir, sino porque instrumentalmente mostraban cómo batka (“padre”, el apodo de Lukashenko) se preocupaba por su pueblo. Ahora la situación es diferente porque la economía está de capa caída. Bielorrusia ha sido duramente golpeada por la recesión en Rusia y la disminución de los subsidios. Rusia sigue siendo su mayor mercado de exportación y las exportaciones hacia el país se han reducido un 40%. La caída de los precios internacionales de la energía también han supuesto malas noticias para Bielorrusia. El principal subsidio ruso ha sido tradicionalmente gas y petróleo baratos. Por extraño que parezca, Bielorrusia es uno de los diez principales exportadores de petróleo del mundo, gracias a las refinerías de la era soviética que procesan el barato crudo ruso. Los ingresos del petróleo se han reducido de manera drástica. Las reservas de divisas han caído al peligroso nivel de los 4.600 millones de dólares y el PIB ha caído un 3,3% en el primer semestre del año, después de una decepcionante subida del 1,5% en 2014. Pero sobre todo Bielorrusia sigue teniendo una economía neo-soviética, con pocos estabilizadores basados en el mercado, lo que indica que la recesión podría ser indefinida.
Aunque las cifras presentan a una Bielorrusia solo recientemente en declive, la crisis económica ha estado fraguándose desde hace tiempo. El país es gobernado por un ejecutivo “tecnócrata” desde diciembre de 2014 y no ha derrochado o pedido dinero prestado, como habría sido de esperar. Lo contrario, de hecho. Las políticas monetarias y fiscales se han mantenido ajustadas. Las tasas de interés real están por encima del 10%, pero un régimen cambiario liberalizado ha permitido que el rublo bielorruso caiga a la mitad. La balanza comercial está en superávit por primera vez en años, pero los salarios reales se han reducido un 3% y a las fábricas incluso se les permite despedir a los trabajadores. Lukashenko se reunió en septiembre con la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, para hablar de un posible programa de apoyo.
El presidente bielorruso tiene un largo historial en fabricar falsas y exageradas mayorías electorales, pero su base popular ha sido notablemente estable desde que en 1994 ganó por primera vez unas selecciones relativamente libres con el 46% de los votos. Así que su futuro es incierto si se convierte en un batka menos generoso. Es más, no está claro que pueda apoyarse en las amenazas a la seguridad nacional para mantener su popularidad si el contrato social ha de ser reducido. Las grandes fábricas estatales con masas dóciles de trabajadores dependientes de los sistemas de asistencia al estilo soviético también han sido un instrumento clave de control social en el pasado.
Bielorusia y Occidente
Lukashenko liberó a los últimos seis presos políticos que quedaban en Bielorrusia el 22 de agosto de 2015, un día después de que los cuatro candidatos a las elecciones fuesen acordados. Como consecuencia, la UE ya ha sugerido que algunas sanciones podrían ser levantadas, por un periodo inicial de cuatro meses, a lo que EE UU podría sumarse, aunque más lentamente, ya que tiene que ser consecuente con la Belarus Democracy Act de 2004. Pero ambos tendrán que pensar más allá de las sanciones y repensar su política, ya que no estamos ante otra de las maniobras a corto plazo de Lukashenko desplegadas en elecciones anteriores. Los problemas del presidente bielorruso continúan una vez celebrada la votación y la presión de Rusia no lo convertirá de pronto en el nuevo mejor amigo de Occidente, por lo que queda clara su necesidad de diversificar sus opciones.
Ya hubo esperanzas similares de una “apertura” hacia Occidente por parte de Bielorrusia antes de las elecciones de 2010. Pero la dinámica esta vez es diferente. En 2010 la UE al menos vio indicios de liberalización interna, y pensó que el compromiso fortalecería esa tendencia. Pero las reformas de Lukashenko eran solo parte de la búsqueda de equilibrio que intentaba contrarrestar la presión proveniente del presidente ruso por aquel entonces, Dmitri Medvédev, y de su ministro de Finanzas, Alexei Kudrin, para extraer una mayor rentabilidad de su relación. Lukashenko no tardó en hacer las paces con Vladimir Putin y la ventana de oportunidad de Occidente se cerró una vez más. Esta vez Lukashenko tiene muchas más razones para estar preocupado por Rusia a largo plazo. Si Occidente opta por ayudar, será porque valora la condición de Estado de Bielorrusia y porque esta tiene el potencial de ser un útil contrapeso en una región altamente conflictiva, en vez de porque se está democratizando. Esto último, al menos, puede que tenga que esperar.