Muy poco se puede añadir a la avalancha de análisis y opiniones sobre lo que representa la nueva presidencia de Estados Unidos. Siempre que hay un cambio de presidente es así. Pero en esta ocasión todos esos análisis y opiniones vienen absolutamente determinados por lo que ha representado el anterior presidente. Se ve a Joseph Biden en contraposición a Donald Trump.
Desde luego, hablamos de personalidades muy distintas y contrapuestas. Tendríamos que remontarnos muy atrás para constatar algo parecido. Y probablemente, la respuesta es que, desde la guerra civil, la nación norteamericana no había estado tan dividida, tan polarizada, tan incapaz de dialogar entre sí para llegar a puntos de encuentro compartidos. Estamos ante una sociedad desgarrada.
Evidentemente, el origen no está en Trump. De hecho, si llega a la presidencia es, precisamente, por intuir antes y mejor que sus oponentes esa realidad. Pero es también un hecho que el ejercicio de su presidencia ha supuesto una clara agudización –consciente– de ese desgarro. Trump tenía la convicción de que su victoria electoral estaba asegurada si sabía aglutinar y comprometer la adhesión de sus partidarios, frente a la dispersión de los apoyos de su oponente. De hecho, ha conseguido incrementar sustancialmente sus votos y nadie sabe si el resultado hubiera sido distinto sin las consecuencias de la pandemia y la movilización simétrica de sus adversarios. Crispar y enfrentar siempre es un arma de doble filo.
La inmoralidad del planteamiento –propia de un personaje amoral y sin otro valor que el disfrute del poder– es mayor, si cabe, en un sistema democrático. Las dictaduras y los autoritarismos se basan en la imposición de una parte de la sociedad sobre otra. El camino siempre es el mismo: la supremacía del poder ejecutivo y la subordinación y sumisión de los parlamentos y del poder judicial, junto a los ataques y limitaciones a la libertad de opinión y de prensa. Primero llegamos a las mal llamadas “democracias iliberales” y luego al autoritarismo. Algunos han llegado directamente a ese resultado sin atajos.
Pero en un sistema democrático tan arraigado como el estadounidense (la primera democracia moderna del mundo), tal planteamiento divisivo es no solo inmoral y disolvente, sino que es intrínsecamente contradictorio con la propia esencia de la democracia: la inclusión de todos los ciudadanos, desde la igualdad de derechos y la libertad individual, en un proyecto colectivo común y compartido, que vaya mucho más allá de la legítima y pacífica expresión de las diferencias, canalizadas en las instituciones y en la fortaleza de la sociedad civil frente al poder político.
Trágicamente, hacer lo contrario ha sido el hilo conductor de la presidencia de Trump: ser capaz de aglutinar y ganar partidarios a costa de enajenarse a todos los demás. Y lo ha concretado con hechos, tanto en el ámbito interno como en el internacional. No hace falta recordarlos. Los hemos rememorado todos estos días.
Biden va a revertir muchos de ellos como ha puesto de manifiesto en sus primeras iniciativas legislativas y de gobierno. Baste recordar la política migratoria, la lucha contra el cambio climático o el retorno a la Organización Mundial de la Salud. Pero lo ha hecho también –y de forma muy destacada– con la utilización del lenguaje. La transmisión de un proyecto político requiere de hechos, sin duda, pero no son suficientes sin un lenguaje legitimador y coherente.
No sabemos hasta dónde podrá llegar Biden. Los condicionantes a su política están ahí, e incluso algunos pueden agudizarse (probablemente, aunque sea con otra retórica, la pugna con China va a ir a más o también que inevitablemente el centro de gravedad y de atención se sitúe aceleradamente cada vez más en el Indo-Pacífico y no en el Atlántico), y eso va a dificultar los hechos.
Pero parece evidente que un cambio es imparable y, con todos los matices, depende fundamentalmente del nuevo presidente: el retorno del lenguaje inclusivo, el énfasis en la reconciliación y la superación de las divisiones, el retorno a un debate constructivo con los aliados, y procurar evitar provocaciones y ofensas innecesarias.
Como es natural, todo ello es compatible con la firmeza en la defensa de los valores y los intereses de Estados Unidos y en compatibilizarlos con los de los aliados. Solo eso, en sí mismo, es ya un cambio sustancial.
El discurso de Biden al tomar posesión ha sido muy ilustrativo y prometedor. Tengo el convencimiento de que va más allá de la retórica, de la conveniencia o la oportunidad política y que responde a convicciones muy profundas. Ojalá no nos decepcione.
Vamos a cambiar lenguaje inclusivo por ausencia de guerras
La retórica de que USA es una democracia ejemplar solo vale para sus fans ultr liberales. Un regimen que ha exportado dictaduras militares y tiranicas donde ha querido, que ha bombarfeado ciudades llenas de civiles victimas colaterales, que mantiene carceles «secretas» donde de ejecuta el máximo desprecio a los derechos humanos.. .Un regimen de desprecio a sus propios nacionales que en un 20%esta en la pobreza, donde las carceles son un negocio, donde el índice de delitos es de los mas altos del.mundo, donde la sanidad queda para las clases que se la pueden pagar, donde el racismo está a la orden del día, donde los negros y los hispanos son tratados como ciudadanos de segunda… una industria cinematográfica que bombardea con películas divertidisimas donde un héroe mata a mogollon a negros o moros… pues termina como termina. Trump solo es el sintoma de una sociedad enferma producto de un Estado inmoral.