#BásicosPolExt: Suníes versus chiíes

 |  21 de octubre de 2014

Desde hace más de tres décadas, Arabia Saudí e Irán libran una guerra nada fría por la primacía en Oriente Próximo. En este conflicto de poder, la religión juega un papel clave, como arma arrojadiza y elemento de cohesión. Los saudíes se consideran los estandartes del sunismo, que representa entre el 80 y el 90% de los musulmanes en el mundo. Son la cuna del islam y tienen en su territorio los lugares sagrados de La Meca y Medina. Los iraníes, por su parte, son los guardianes del chiísmo, minoría “enorme”, la religión de los “desposeídos” y los inconformistas del mundo musulmán. Podríamos hablar de Beatles y Rolling Stones, Messi y Ronaldo, o Republicanos y Demócratas. Pero Oriente Próximo no está para bromas.

Las diferencias entre las dos tradiciones son mínimas. Ambas rinden culto a un mismo dios, Alá, se encomiendan a un mismo Corán y a un mismo profeta, Mahoma. Los chiíes (de cha’a, que significa “causa común”, “partido”) son los seguidores de Alí, primo hermano y yerno del profeta Mahoma, a quien consideran su único sucesor. No aceptan que la dirección espiritual y temporal de la comunidad de creyentes (umma) no esté en manos de un descendiente de la familia del profeta. Según ellos, Mahoma aportó al mundo una fe, una tradición (sunna), pero también una familia. Ella es quien debe reinar en el islam.

El cisma entre suníes y chiíes data del año 632, cuando murió Mahoma y surgió la pregunta de quién lo sucedería. Tras un breve periodo que los musulmanes consideran dorado, con cuatro califas comunes, el conflicto estalla en 661. Ese año Alí, cuarto y último califa bien guiado, marido de la única hija de Mahoma, Fátima, es asesinado en Kufa. La dinastía de los Omeya de Damasco se hace con el poder y Muawiya, gobernador de Siria, se proclama califa. Un grupo de musulmanes lo rechaza y exige que la sucesión recaiga en la línea de parentesco del profeta.

Los seguidores de Alí tienen depositadas sus esperanzas en el hijo de este, Hassan, que será también asesinado en 680. Y luego en Hussein, hermano de Hassan, que se enfrenta al poder en Damasco y también encuentra la muerte, el mismo año que su hermano, en la batalla de Kerbala (Irak), desde entonces uno de los lugares santos del martirologio chií. Este drama marca la ruptura entre chiísmo y sunismo. A partir de ese momento, el trágico destino de los alidas se identifica con “la defensa del justo y del débil oprimido por el tirano”, según el islamólogo Paul Balta.

 

Wahabismo frente a chiísmo

En la actualidad, ese tirano tiene nombre (wahabismo) y apellidos (Arabia Saudí). Se trata de una corriente puritana del sunismo, predominante en la península arábiga, considerada por la monarquía saudí y sus seguidores como el islam original. Los chiíes son sus principales enemigos, “herejes”, “quinta columna” de los enemigos del imán verdadero. “El peligro de los herejes chiíes en la región no es menor que el peligro de los judíos y los cristianos”, proclama una fatwa wahabí.

El chiísmo fue adoptado por los persas tiempo después de haber sido invadidos por los árabes en el siglo VII. Con el paso de los siglos, los persas se han convertido en sus defensores: en la actualidad, el ayatolá Alí Jamenei se proclama a sí mismo como el protector de los chiíes. Fue su predecesor, Ruhollah Jomeini, quien habló, a raíz de la revolución islámica, de un “renacer chií”. Fue el punto de partida para que los chiíes comenzaran a pedir mayores responsabilidades y mejores condiciones de vida en Irak (donde son mayoría), Bahréin, Pakistán, Líbano o Arabia Saudí.

Como explica Catalina Gómez, la amenaza chií ha ayudado a unir al resto de países del golfo Pérsico –golfo árabe, como lo llaman desde la península para enfado de los persas–, que han utilizado el deseo iraní de exportar su revolución y el chiísmo para crear un sentimiento de unidad dentro de sus poblaciones y, al mismo tiempo, atraer apoyo extranjero, siempre interesado en bloquear las ambiciones de Irán, el país más poderoso de la región y con mayor población.

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