Son muchas –y en los tiempos que corren cada vez más graves– las cuentas pendientes con la memoria. No ya la propia o la ajena, sino la memoria como concepto, instrumento o recordatorio. El mundo gira demasiado deprisa, y va dejando cosas por el camino. Lo importante ayer es insignificante mañana; lo grave, se vuelve liviano; pero lo que hiere, sigue hiriendo. A menudo no es posible pasar página y evitar el corte de la hoja.
Historia y memoria, memoria e historia, matrimonio eterno de camas separadas. Si dejamos que la memoria vuelva como un fantasma, nos veremos obligados a escondernos debajo de la cama, echarnos una manta encima y cerrar puertas y ventanas. Atender y aceptar estas sombras se ha mostrado a menudo más conciliador y reparador de rupturas en la ciudadanía.
El mundo ha avanzado. Como seres globalizados y preparados para vivir con respeto en comunidad, somos capaces de disertar sobre cooperación internacional, justicia global y derechos humanos. Respecto a estos, uno de los asuntos no resueltos en muchos países son los episodios de opresión y violaciones de los derechos de diversos grupos o colectivos. Es lo que ha sucedido con las llamadas “mujeres para el consuelo de los militares japoneses”, víctimas de la esclavitud sexual institucionalizada por el Estado japonés en los años treinta y primera mitad de los cuarenta del siglo XX.
¿Quiénes son las mujeres de confort?
Las mujeres de consuelo, de confort o mujeres de solaz, eran principalmente coreanas, pero también chinas, indonesias, de diversos países del sureste asiático, incluso holandesas y algunas japonesas. Fueron forzadas a realizar servicios sexuales para los combatientes del ejército imperial japonés en los “centros de solaz”, regentados por el ejército. El sistema de estos centros se planeó e institucionalizó durante la guerra de los Quince Años (1931-45); es decir, durante el incidente de Manchuria, el de Shanghai, la guerra sino-japonesa y la guerra de Asia-Pacífico.
A finales de 1937, cuando Japón invadió China comenzando la segunda guerra sino-japonesa, se establecieron muchos centros de solaz entre Shanghai y Nanking, así como en el norte, sur y noreste de China. Su propósito era evitar la violación de las mujeres procedentes de lugares invadidos, impedir la transmisión enfermedades venéreas y “controlar” el estado de ánimo de los soldados.
Aunque en la guerra se incrementó el número de mujeres reclutadas para ejercer la prostitución, este tipo de práctica existía desde los tiempos de los samuráis. Tradicionalmente, las autoridades de una región derrotada organizaban los servicios sexuales con prostitutas para proteger a sus mujeres del acoso de los vencedores.
Según documentos históricos, el tráfico de mujeres en Asia se llevó a cabo desde 1870, con un aumento significativo a partir de 1919, cuando el gobierno de Japón declaró ilegal la prostitución. Las mujeres eran reclutadas en los puertos, y después transportadas en las bodegas de vapores mercantes británicos y holandeses, o hasta en sampanes, para poblar los burdeles del sureste asiático. Con unas condiciones de vida penosas, prestaban servicio a los soldados coloniales e inmigrantes de las potencias europeas.
El ejército imperial también reclutó mujeres en Corea para atender a las numerosas tropas japonesas en las islas del Pacífico. Posteriormente, en ciudades como Singapur, prostitutas chinas y japonesas atendieron en prostíbulos a los soldados británicos, antes de ser derrotados. En los burdeles, las prostitutas (ianfu) atendían a un promedio de 100 hombres diarios.
Desde los inicios, las mujeres de confort sufrieron explotación sistemática y consentida por parte de las instituciones públicas del imperio japonés. Hay historiadores revisionistas y componentes del ala conservadora del Partido Liberal Democrático (PLD) que afirman que algunas de estas mujeres prestaban servicios de prostitución por elección personal. Sin embargo, numerosos documentos invalidan esta hipótesis; en ellos se expone cómo la mayoría, muy jóvenes, había llegado a las estaciones de consuelo a través de engaños, secuestros, violencia o vendidas a los traficantes por sus propias familias, carentes de recursos. Allí eran vejadas, humilladas y obligadas a someterse a agresiones sexuales continuas.
Japón y Corea, cuentas pendientes
No fue hasta 1993 cuando el gobierno de Japón pidió disculpas públicamente y reconoció oficialmente que durante la Segunda Guerra mundial el ejército japonés había forzado a unas 200.000 mujeres asiáticas y europeas a ejercer la prostitución.
Más de 20 años después, en diciembre de 2015, el presidente japonés, Shinzo Abe, y su homóloga de Corea del Sur, Park Geun-hye, firmaron un acuerdo por el que Japón pedía disculpas oficiales a las mujeres coreanas por estos sucesos. El gobierno japonés reconocía de esta manera la implicación de su país en la esclavitud sexual, ofreciendo además un fondo de compensación para aquellas que todavía viven.
Han sido muchos años de ausencia, silencio y eufemismos. Estas mujeres se encontraban “allá, allá lejos/donde habite el olvido”, como escribió Luis Cernuda. Muchas, aún vivas, consideran que es tarde para el perdón y las reparaciones propuestas insuficientes. Y ese es otro asunto: la mayoría ha muerto y jamás escucharán disculpas ni podrán “disfrutar” las compensaciones. Ha pasado mucho tiempo y, en general, el acuerdo de 2015 se considera humillante para ellas. Por otra parte, solo se han cumplido dos de las tres reivindicaciones que las activistas reclamaban: las compensaciones económicas y las disculpas oficiales por parte de Japón, pero no hay repercusión legal alguna para nadie. Días después del acuerdo, en medio de las protestas callejeras por el mismo, Lee Yong-Soo, superviviente, con 88 años en 2015, afirmaba que “la lucha continúa (…) no creo que las víctimas hayan sido ni siquiera consideradas en el acuerdo”.
Aunque la mayoría de las mujeres procedía de Corea del Sur, hay víctimas de muchos otros países como China, Taiwan, Filipinas, Tailandia, Indonesia, Vietnam o Malasia. Y estas mujeres no se sienten incluidas en el acuerdo. El gobierno de Taiwan, por ejemplo, hizo una llamada de atención a los japoneses, pero no fue tenida en cuenta. China, por su parte, consideró que el acuerdo no era más que una estrategia política del gobierno japonés para aumentar la rivalidad entre ambos países.
Es evidente que saldar deudas con el pasado es difícil, asusta y no es fácil satisfacer a todos los implicados. Quizá por ello, la memoria histórica sea tan controvertida, pues no define a un individuo, sino a una colectividad, un país, una región. El consenso es arduo, pero es necesario luchar por él. ¿No es, al fin y al cabo, la identidad colectiva la base de nuestra existencia individual?