“Llueva, truene, o relampaguee, el prófugo fascista debe ir preso”. Nicolás Maduro, presidente de Venezuela desde abril de 2013, ha encontrado a su fascista del año. En 2013 fue Henrique Capriles, candidato de la opositora Mesa de la Unidad. Actualmente es Leopoldo López, exalcalde del municipio caraqueño de Chacao y coordinador nacional del partido Voluntad Popular. El 12 de febrero, López convocó una movilización contra el gobierno, secundada por miles de venezolanos –principalmente estudiantes en Caracas, movilizados por la detención de otros universitarios en el estado de Táchira, y la elevada inseguridad e inflación que se han convertido en el pan de cada día en la Venezuela de Maduro. Tras producirse enfrentamientos entre estudiantes y policías, las protestas se saldaron con tres muertos. El 13 de febrero, el gobierno emitió una orden de búsqueda y captura de López, que se entregó a las autoridades una semana después.
La detención del político caraqueño, al que la fiscalía responsabiliza de los altercados acontecidos durante las protestas (los cargos de instigación y asociación para delinquir podrían traducirse en diez años de cárcel), ha generado aún más desafecto y protestas. Tras varios días de enfrentamientos violentos entre manifestantes y las fuerzas de seguridad, la cifra de muertos se eleva a cinco.
Aunque en ocasiones han respondido con violencia, los manifestantes no son una “turba fascista”, como Maduro ha definido a sus opositores en el pasado. Son estudiantes. Es cierto que no todos buscan la dimisión del presidente, pero también lo es que el clima de crispación en Venezuela es insostenible. Lejos de buscar un consenso de mínimos, Maduro ha optado por la confrontación. Cada opositor se convierte así en un agente de la CIA; cada protesta en un golpe de Estado en potencia, y el desafecto en sinónimo de fascismo latente. Con una prensa cada vez más sumisa a los dictados del gobierno, la narrativa oficial se vuelve difícil de contradecir.
Resulta evidente el encallamiento de la Revolución Bolivariana tras la muerte de Hugo Chávez. El proyecto político del Comandante reposaba sobre su magnetismo personal, por lo que no es fácil prolongarlo en su ausencia. Aunque intentó acceder al poder mediante un golpe de Estado en 1992, Chávez consolidó su legitimidad ganando una elección tras otra durante sus catorce años en el poder. La Revolución bolivariana, además, sería inconcebible sin la crisis de la Venezuela del Punto Fijo. En su momento una democracia ejemplar, el país se convirtió, a lo largo de los 80 y 90, en un ejemplo de mal gobierno y corrupción. Y el intento de acabar con Chávez mediante un golpe de Estado –secundado por Estados Unidos, España, y parte de la oposición venezolana– han permitido al gobierno presentar a sus críticos como conspiradores. En este contexto, conviene destacar que los países de Mercosur, a pesar de haber realizado una llamada al diálogo, han defendido la gestión de Maduro.
Sin su líder carismático, la Revolución bolivariana continúa desprovista de rumbo. La oposición, por su parte, se enfrenta al reto de repudiar la deriva autoritaria de Maduro, al mismo tiempo que reivindica los programas sociales del chavismo, que han logrado un éxito notable a la hora de reducir la desigualdad en Venezuela. Ante la crispación actual, cada vez se vuelve más preocupante la ausencia de un proyecto de país al que atenerse.