El 12 de octubre de 1492 se produjo un hecho fundamental para la historia universal, a pesar del carácter menor en apariencia de lo acontecido. Un italiano de dudoso origen y oscura trayectoria, acompañado de una tripulación formada por naturales del reino de Castilla, veteranos de la azarosa navegación del Atlántico, logró desembarcar en un islote situado en lo que más tarde se denominó mar Caribe. El valor posterior del evento vino dado por dos motivos. En primer lugar, fue el comienzo de una reacción en cadena que hoy denominamos “expansión europea”, el asalto conquistador y colonizador de la pequeña y pobre península de Asia que era Europa sobre el resto del mundo. De acuerdo con explicaciones tradicionales más o menos deterministas, habría representado una etapa más en la competición por el control a largo plazo de recursos y mercados mundiales. Pero más allá de conjeturas demasiado simples, investigaciones recientes ponderan la importancia de factores culturales. Entre ellos destacan la relativa ausencia en la Europa bajomedieval de despotismo político, la existencia de ciudades portuarias gobernadas por agresivos patriciados marítimos, o la influencia de ideales caballerescos en la mentalidad y negocios de las gentes del mar. Una mezcla de curiosidad, ambición, capacidad empresarial y talento creativo, en suma. Todo ello promocionó la aventura y aceptación de riesgos personales para lograr fama, riqueza y gloria, en una atmósfera innovadora y abierta a la movilidad social. Que ningún despotismo político o religioso impidiera a los europeos entre 1300 y 1550 explorar los límites del orbe conocido, en una temeraria búsqueda de su propia e individual humanidad, constituyó, si en verdad existió alguno, el famoso “milagro europeo”.
En segundo término, es preciso recordar que tan singular acontecimiento se insertó en la memoria histórica de los occidentales como el “descubrimiento de América”. El uso de esta peculiar y audaz fórmula dotó a la cultura occidental de una eficiente herramienta para reivindicar una sabia antigüedad sobre los demás pueblos del orbe, al tiempo que facilitó a los descubridores y sus propagandistas la posibilidad de atribuirse la capacidad de convertir, civilizar o esclavizar a los descubiertos. En la medida en que la idea de descubrimiento era incomprensible para una mentalidad no occidental, ya que carecía de significado excepto como expresión del desorden del cosmos o la ira de los dioses, movilizó una rápida respuesta adaptativa. Mientras tripulaciones y barcos europeos hallaban lo que buscaban y formalizaban sus expectativas de descubrir, los nativos tenían que optar por ceder, combatir o negociar. Pues no existen imperios sin colaboracionistas, ni conquistas sin aliados.
En la gran frontera
La apertura del Nuevo Mundo, con su dimensión colosal, implicó que la relación entre población, territorio y renta quedara trastocada a escala global. En 1492, 100 millones de europeos ocupaban una extensión de 6.033.750 kilómetros cuadrados. Desde entonces, la superficie disponible se multiplicó por cinco, la densidad se contrajo a una sexta parte de la preexistente y se difundió por doquier la idea de que en ultramar existían riquezas asombrosas. El comercio de valiosas y extrañas mercancías se multiplicó, se difundieron comidas y bebidas deliciosas, oro y plata se comerciaron en cantidades inimaginables. Los protagonistas de esas décadas asombrosas en que se conformó la primera era global vivieron aquella mutación según una determinada mentalidad, con rasgos medievales y modernos, providencialista y pragmática, gregaria e individualista, asombrada y temerosa. En una Memoria dirigida en 1524 al patriciado de Córdoba, el humanista Hernán Pérez de Oliva señaló que era preciso impulsar la navegación del río Guadalquivir, “porque antes ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio, con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio”.
Inestabilidad y desplazamiento, tendencia a la movilidad, están muy presentes en la vida de Juan Ponce de León, personaje arquetípico de la primera oleada de descubridores de América. Uno más entre aquellos hombres de la frontera antillana que fueron “baquianos”, los que habían superado la baquía o modorra tropical, primeros europeos adaptados de verdad a los entornos tropicales. Como sería de esperar si estuviéramos narrando una ficción, aunque se trate de historia verdadera, no sabemos cuándo nació Ponce de León. Tampoco existe seguridad sobre quiénes fueron sus padres. Algunos biógrafos creen que nació en Santervás de Campos, al norte de Valladolid, hacia 1473, o incluso que fue hijo natural del conde Rodrigo Ponce de León, de la casa de Arcos. Seguramente este origen ilegítimo explica algunas de sus actitudes vitales, necesidad de reconocimiento, tendencia permanente al cambio de planes.
El origen del linaje Ponce de León es medieval. Se consideraron descendientes de reyes leoneses, ya que con ellos entroncaron mediante el matrimonio de Pedro Ponce, ricohombre de Castilla y alférez del rey Alfonso IX, origen del linaje, con doña Aldonza, hija del monarca. Sus descendientes adoptaron el patronímico de la madre, formando así el apellido Ponce de León. El presunto padre (para otros, tío) del futuro conquistador de Florida recibió el título de duque de Cádiz en 1491, de manos de los reyes católicos, por su importante contribución a la toma de Granada. Como no tuvo descendencia legítima masculina, los reyes autorizaron que otra hija natural, Francisca, heredara los títulos, a excepción del ducado de Cádiz, que revirtió a la corona. Dos años después Juan Ponce de León, destinado a convertirse en descubridor de Puerto Rico y Florida, se embarcaba para las Indias como tripulante del segundo viaje colombino.
Durante su adolescencia había sido paje en la corte del rey Juan II de Aragón (muerto en 1479), donde conocería al príncipe Fernando. El padre Bartolomé de las Casas, una fuente cuya fiabilidad siempre se debe poner en duda, asegura que fue mozo de espuelas (“escudero pobre”, dice piadosamente el cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo) y que estuvo al servicio de Pedro Núñez de Guzmán, con quien pudo concurrir a la guerra de Granada. Finalizada la campaña, como soldado de fortuna que se había quedado sin destino se enroló en la prometedora empresa de las Indias.
Cristóbal Colón, que al regreso del viaje descubridor había atravesado la península realizando una verdadera campaña publicitaria, ya que se dedicó a mostrar algunos indígenas, aves y el oro rescatado como señales de la opulencia que esperaba a quienes lo acompañaran, partió en octubre de 1493 al mando de una armada formidable, compuesta por 17 barcos, con unas 1.500 personas, entre ellos el fraile catalán Ramón Pané, que celebraría la primera misa en el nuevo mundo con el vicario apostólico, también catalán, Bernardo Boyl. Sus objetivos fueron socorrer a los españoles que habían quedado en Fuerte Navidad, continuar los descubrimientos hasta alcanzar las tierras del Gran Khan, evangelizar a los naturales y colonizar las tierras halladas. Tras una escala en La Gomera y Gran Canaria, el almirante ordenó poner rumbo más al sur que en el primer viaje, ya que creía que llegaría más fácilmente a Cipango (hoy Japón). Lo que encontraron fue la ruta más rápida y segura para navegar a América. En solo 21 días, alcanzaron las islas Deseada y Dominica. A continuación descubrieron Guadalupe, Montserrat y Puerto Rico. En la costa norte de Haití, donde se hallaba Fuerte Navidad, Colón supo que los 39 hombres que había dejado en el primer viaje habían muerto a manos del cacique Caonabo y sus compañeros. El 2 de enero de 1494 fundó La Isabela. Desde allí mandó varias expediciones al sur y en vista de la falta de alimentos y medicinas remitió de vuelta a la península 12 embarcaciones, al mando de Antonio de Torres.
Juan Ponce de León no debió regresar. Si acompañó entonces al almirante, se trasladó a Cuba para comprobar su carácter insular; a Jamaica, que bautizó con el nombre de Santiago; y de regreso a La Isabela. Muchos españoles descontentos se habían marchado, las enfermedades se cebaron en los que quedaban y los indígenas se habían rebelado. Colón descubrió en los meses siguientes las islas de los Caníbales, Martinica y Trinidad entre ellas, y parte de la costa de Tierra Firme. En marzo de 1496 regresó a la península, donde las críticas al ruinoso negocio de las Indias se hicieron generales y la reconversión de la etapa colombina en un negocio mixto, público y privado, mediante la firma de capitulaciones reales con los conquistadores, se abrió paso.
Fundador de Puerto Rico
En 1502 Juan Ponce de León reapareció en La Española (Santo Domingo) como capitán en la jornada del Higüey contra el cacique Cotubanamá, bajo las órdenes de Diego de Esquivel. Fue recompensado por su comportamiento en aquellas luchas brutales con el nombramiento de teniente de la villa de Salvaleón. Había logrado una posición acomodada. En 1507 se sancionó su reconversión de conquistador experimentado a oficial real y burócrata fiel, al ser designado “cogedor” de diezmos de Santo Domingo y arrendador de tributos. La Española se quedó pequeña para su ambición, mientras otros jefes de conquista saltaban literalmente de una a otra isla y los rumores sobre la existencia de un rico y poderoso imperio al oeste, que al final impulsaron la empresa cortesiana, se hacían insistentes.
Los problemas de la frontera antillana eran grandes. Aunque se suponía que había oro por todas partes, los mineros obtenían ciertas cantidades como tributo y con el trabajo de esclavos e indígenas, pero pasaban en seguida a manos de los mercaderes, que cobraban precios abusivos por los géneros que les vendían. Mientras la crisis demográfica por pestes y epidemias causaba devastación, se planteó la conquista de islas vecinas, entre las cuales San Juan Bautista, también llamada Borinquen, resultaba muy atractiva, por posición estratégica, tamaño y población pacífica, no caribe.
Ponce de León no dejó pasar la oportunidad y pidió permiso al gobernador Nicolás de Ovando para su exploración. Le fue concedido el 15 de junio de 1508, con la obligación de construir una fortaleza y tratar benévolamente a los indios. Partió de Yuma con 50 hombres y llegó al sur de la isla el 12 de agosto. Allí entabló relaciones amistosas con el cacique Agüeybana, que intercambió su nombre con Ponce de León y le ayudó a conocer la isla. En el norte halló un gran puerto que bautizó como Puerto Rico. También edificaron algunos bohíos o casas, un desembarcadero y una casa de piedra, en el sitio llamado Caparra. Fueron los inicios de la actual San Juan, la más antigua ciudad en el territorio de los actuales Estados Unidos.
Después de explorar los alrededores, Ponce retornó a La Española, donde Ovando le nombró en mayo de 1509 gobernador de Puerto Rico. La sustitución de Ovando por el gobernador Diego Colón cambió el escenario, porque el celoso hijo del almirante nombró gobernador a Juan Cerón, pero Ponce de León reclamó su título y logró que se le restituyera al año siguiente. A partir de entonces inició una labor de colonización y urbanización, con el establecimiento de poblaciones como Guanica y Sotomayor. Ese mismo año se realizó la primera fundición de oro en Caparra. El reparto de indígenas para labores agrícolas, mineras y de construcción originó malestar y empezó una rebelión en el oriente y sur de la isla, dirigida por un hermano de Agüeybana. Los indígenas mataron a unos 100 españoles y Ponce de León vivió una situación comprometida hasta que llegaron en su auxilio refuerzos de Santo Domingo.
La guerra de frontera estaba en su apogeo. Las imágenes de inacción de los indígenas y de fácil victoria de los españoles, acompañados en todo caso de otros europeos, italianos, flamencos y alemanes en especial, son falsas. Los borinqueños pidieron ayuda a sus vecinos caribes, pero Ponce logró vencerlos y dar muerte a su cacique principal Mabodamaca. En 1511 Fernando el Católico lo destituyó y nombró otra vez a Cerón gobernador de Puerto Rico. Con evidente cansancio, Ponce de León puso entonces sus ojos en el Bímini.
Florida, eterna juventud
En un memorial dirigido al rey el 30 de junio de 1511, había manifestado su interés por unas islas al norte de las Lucayas, donde existían inmensas riquezas, en decir de los naturales, excelentes conocedores de una táctica retórica dirigida a alejar a los recién llegados. Bastaba excitar su ambición para que continuaran hacia otro sitio. Decidió entonces solicitar una capitulación para el descubrimiento de aquellas tierras. Según ciertas noticias, por nativos de Puerto Rico había sabido que en ellas se hallaba el Bímini, una fuente cuyas aguas volvían eternamente joven a quien las bebía.
Ponce de León consiguió la sanción real para dirigirse allí en febrero de 1512. A este respecto, es importante no caer en anacronismos ni juicios apresurados. La cosmovisión de los conquistadores aceptaba de manera natural fabulaciones, situaba mitos de la antigüedad clásica en la geografía americana sin dificultad, o reconvertía los mitos amerindios. La milagrosa “fuente de la vida” tenía raigambre bíblica, aparecía en el Corán y la mencionaron autores de libros de viajes supuestos tan famosos como los relatados por Juan de Mandeville, “que durante 34 años se dedicó a viajar por el mundo y a relatar cuanto veía”. Por otra parte, Ponce de León sabía muy bien que había llegado a su límite en Puerto Rico y solo podía optar por quedarse en la retaguardia de la conquista y envejecer o seguir adelante, que fue lo que eligió.
A principios de 1513 aparejó dos carabelas en los puertos de Yuma y Salvaleón –una de ellas la entregó al mejor piloto español del Caribe, Antón de Alaminos– y navegó a San Germán, en Puerto Rico. El 3 de marzo se dirigieron hacia el norte, pasaron por las Bahamas, quizá cerca del islote Watling, donde Colón habría desembarcado en 1492. El 2 de abril arribaron a una isla, situada poco más arriba de los 30 grados de latitud norte. Rebosaba fertilidad y era tiempo de Pascua, motivos por los cuales la bautizó como Florida.
En realidad no era una isla, sino la península de dicho nombre, sobre cuya costa oriental había desembarcado, no muy lejos de donde se erigió en 1565 la ciudad de San Agustín. El 8 de abril, según las estipulaciones del Derecho Romano, Ponce tomó posesión del territorio en nombre de la corona española y descendió por la costa hacia el sur, hasta su límite septentrional o cabo de Corrientes. Prosiguió por la costa oriental hasta la bahía de Tampa, a la que llegó el 4 de junio. Desde allí retornó a las Bahamas y a Puerto Rico. Presa del entusiasmo, viajó a España para dar cuenta del descubrimiento y el rey Fernando le nombró adelantado y justicia mayor de Florida y Bímini, así como capitán de la armada contra los caribes y deslindador de terrenos en la isla de San Juan (27 de septiembre de 1514). Al año siguiente organizó una expedición a Guadalupe que fue un fracaso y actuó como capitán de armada contra los caribes. Logró aliviar la presión que ejercían sobre Puerto Rico, pero no olvidó su sueño incumplido. El 26 de febrero de 1521, con más de 60 años, Ponce de León estaba de nuevo en La Florida, quizá en la bahía de San Carlos. Se trató de una expedición colonizadora, de unos 200 hombres, con 50 caballos, aperos de labranza y lo necesario para fundar ciudad. Se aposentaron en la costa oeste de la península, cerca de la actual Charlotte Harbor. Después de unos meses de convivencia, en el curso de un ataque indígena de los calusa (“gente feroz”) le hirieron de un flechazo. Ordenó la retirada y regresó a La Habana, donde falleció de gangrena al poco tiempo.
Historias floridanas
Aunque el asentamiento español en esta área fue en extremo dificultoso, tras la intervención del veterano almirante Pedro Menéndez de Avilés, con la expulsión de los franceses y la fundación de San Agustín en 1565, se entró en un periodo de estabilidad. La Florida española, dependiente de la capitanía general de Cuba, tuvo una existencia previsible de frontera indígena estabilizada, apenas afectada por ocasionales revueltas de los nativos, huracanes, naufragios y ataques corsarios. Fue la conversión a finales del siglo XVIII de todo el Caribe en escenario bélico lo que transformó esta situación. El expansionismo estadounidense, cuyo destino manifiesto consideró la península objetivo irrenunciable, logró su objetivo en 1819, con el tratado Adams-Onís. No obstante, una reescritura de la historia de Estados Unidos no deudora del esencialismo anglófono, acogedora de la tradición hispánica, tiene mucho que decir sobre el pasado y el futuro de un territorio donde nunca se pone el Sol.