POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 44

Hiroshima después del ataque con bomba atómica en 1945. GETTY

Hiroshima y Nagasaki, una reconsideración

¿Las bombas atómicas se habrían lanzado contra Alemania? ¿Por qué se eligieron como objetivos ciudades donde morirían tantos civiles?
Barton J. Bernstein
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Hace cincuenta años, durante tres días de agosto de 1945, Estados Unidos dejó caer dos bombas atómicas sobre Japón que acabaron con la vida de más de 115.000 personas –posiblemente casi 250.000– e hirieron al menos a otras 100.000. Tras la guerra, los bombardeos plantearon la cuestión de por qué y cómo se realizaron. ¿Se habrían lanzado contra Alemania? ¿Por qué se eligieron como objetivos ciudades en las que morirían tantos civiles? ¿Existían otras alternativas para terminar la guerra con rapidez y evitar la invasión de Kyushu por los aliados, prevista para el 1 de noviembre de 1945?

Esas preguntas no reconocen que, antes de Hiroshima y Nagasaki, el empleo de la bomba atómica apenas planteó problemas morales a los políticos. El arma fue concebida en competencia con Alemania, e indudablemente habría sido utilizada contra este país si hubiera estado preparada antes. A lo largo de la guerra, el objetivo se desplazó a Japón. Durante el curso de la Segunda Guerra mundial, los civiles de las ciudades ya habían sido blanco de ataques. La sombría historia de los bombardeos del Eje es bien conocida. Masas de no combatientes fueron también intencionadamente atacados en las últimas fases de la guerra aérea norteamericana contra Alemania; esa táctica se desarrolló aún más en 1945 con las bombas incendiarias lanzadas sobre las ciudades japonesas.

Tales bombardeos en masa se contradecían con las demandas hechas antes de la guerra por el presidente Franklin D. Roosevelt para que las naciones combatientes eludieran el bombardeo de las ciudades y ahorrar así vidas civiles. En 1945, los dirigentes norteamericanos no tenían intención de evitar el empleo de la bomba atómica en Japón. Pero la evidencia obtenida en los archivos muestra que si se hubieran seguido tácticas alternativas, éstas probablemente habrían podido obviar la temida invasión y concluir la guerra en noviembre.

En 1941, a instancias de científicos emigrados y norteamericanos, el presidente Roosevelt inició el proyecto de la bomba atómica –que pronto recibió el nombre en clave de Proyecto Manhattan– en medio de lo que se consideraba una carrera desesperada contra la Alemania de Hitler por conseguir el arma. En un principio, Roosevelt y sus principales consejeros asumieron que la bomba atómica era un arma legítima que se utilizaría en primer lugar contra la Alemania nazi. Decidieron también que el proyecto había que mantenerlo oculto a la Unión Soviética, incluso después de que este país se convirtiera en aliado, ya que la bomba bien podía dar a Washington una ventaja futura sobre Moscú.

A mediados de 1944, el panorama de la guerra había cambiado. Roosevelt y sus máximos consejeros sabían que el objetivo probable ahora sería Japón, puesto que la guerra con Alemania terminaría bastante antes de que la bomba atómica estuviese preparada, hacia la primavera de 1945. En un memorándum secreto de septiembre de 1944, Roosevelt y el primer ministro británico, Winston Churchill, ratificaron el desplazamiento del objetivo de Alemania a Japón. Su redacción sugiere que, al menos en aquel momento, tuvieron algunas dudas acerca de la utilización de la bomba, al indicar que “quizá, después de una atenta consideración, pudiera utilizarse contra los japoneses”.

Cuatro días más tarde, reflexionando en voz alta en presencia de un diplomático británico y de su consejero científico, Vannevar Bush, Roosevelt se preguntó si la bomba atómica debería arrojarse sobre Japón o si debería hacerse una demostración en EEUU, presumiblemente con observadores japoneses, y luego utilizarla como amenaza. Sus especulaciones parecieron tan poco importantes y tan contrarias a los fundamentos del proyecto, que Bush las olvidó al preparar un memorándum de la reunión. Sólo recordó las observaciones del presidente un día después y entonces añadió un breve párrafo a otro memorándum.

Contempladas junto a la asunción de que la bomba se utilizaría contra el enemigo, la importancia de las dudas ocasionales de Roosevelt es precisamente que fueran tan ocasionales, expresadas sólo dos veces en casi cuatro años. Todos los consejeros del presidente que conocían la existencia de la bomba supusieron siempre incondicionalmente que se utilizaría. En efecto, sus memorandos utilizaban frecuentemente las expresiones “después de utilizarla” o “cuando se use” y nunca “si se usa”. Hacia mediados de 1944, se había llegado a la conclusión de que el objetivo sería Japón.

 

«Todos los consejeros de Roosevelt que conocían la existencia de la bomba supusieron siempre incondicionalmente que se utilizaría. Sus memorandos utilizaban frecuentemente las expresiones ‘después de utilizarla’ o ‘cuando se use’ y nunca ‘si se usa’»

 

La supuesta legitimidad de la bomba como arma de guerra fue ratificada en septiembre de 1944 cuando el general Leslie Groves, director del Proyecto Manhattan, hizo que las fuerzas aéreas crearan un grupo especial –el Grupo Integrado 509, con 1.750 hombres– para comenzar a practicar el lanzamiento de bombas atómicas. Tan dominante era la suposición de que la bomba se utilizaría contra Japón, que sólo un alto funcionario de Washington, el sub- secretario de Guerra, Robert Patterson, puso en cuestión esta idea después de la victoria en Europa. Se preguntaba Patterson si la derrota de Alemania el 8 de mayo de 1945 podría alterar los planes de lanzar la bomba contra Japón. No lo hizo.

El Proyecto Manhattan, que costó cerca de 2.000 millones de dólares, se había mantenido oculto a la mayoría de los miembros del gabinete y a casi todo el Congreso. El secretario de Guerra, Henry L. Stimson y el general George C. Marshall, jefe del Estado Mayor del ejército, revelaron el proyecto sólo a unos cuantos dirigentes del Congreso. Estos lograron cargar las asignaciones necesarias al presupuesto del departamento de Guerra sin el conocimiento –y mucho menos el escrutinio– de la mayoría de los congresistas, incluidos la mayoría de los miembros del comité de asignaciones. Un concepto del interés nacional, en el que se habían puesto de acuerdo unos pocos miembros del Ejecutivo y del Legislativo, había modificado el proceso habitual de asignaciones

En marzo de 1944, cuando un senador demócrata que encabezaba una comisión de investigación quiso examinar este costoso proyecto, fue descrito por Stimson en su diario como “un hombre fastidioso y poco digno de confianza (…) Habla con suavidad pero actúa con malicia”. Ese hombre era el senador Harry S. Truman. Marshall le persuadió de que no investigase el proyecto y así Truman sólo supo que se trataba de una nueva arma hasta que asumió la presidencia el 12 de abril de 1945.

A principios de 1945, James F. Byrnes, por entonces ayudante de Roosevelt, comenzó a sospechar que el Proyecto Manhattan era una futilidad. “Si resulta ser un fracaso –le advirtió a Roosevelt–, será objeto de investigación y críticas incesantes”. Las dudas de Byrnes pronto fueron vencidas por Stimpson y Marshall. Un comunicado secreto del departamento de Guerra resumía con alguna hipérbole la situación: “Si el proyecto tiene éxito, no habrá ninguna investigación. Si no lo tiene, no se investigará ninguna otra cosa”.

Si Roosevelt hubiera vivido, estas presiones políticas probablemente le hubieran confirmado en su intención de utilizar el arma contra el enemigo. ¿Cómo podría haber justificado si no un gasto de cerca de 2.000 millones de dólares, desviando materiales escasos de otras empresas bélicas que podían haber sido incluso más útiles, y saltándose al Congreso? En una nación todavía no preparada para confiar en los científicos, el Proyecto Manhattan podría parecer un derroche gigantesco si su valor no se demostraba empleando la bomba atómica.

Truman, al heredar el proyecto y confiando en Marshall y Stimson, sería incluso más vulnerable a esas presiones políticas. Y, como Roosevelt, el nuevo presidente supuso que la bomba debía ser utilizada y que lo sería. Truman nunca puso en cuestión ese supuesto. Ciertas maniobras burocráticas puestas en movimiento antes de que entrara en la Casa Blanca reforzaron su creencia. Y sus consejeros, muchos de ellos heredados de la administración Roosevelt, compartían la misma fe.

 

Selección de objetivos

Groves, ansioso por retener el control sobre el proyecto atómico, recibió permiso de Marshall a principios de la primavera de 1945 para seleccionar los objetivos de la nueva arma. Groves y sus asociados habían reconocido desde hacía tiempo que estaban contemplando un arma de nueva magnitud, tal vez equivalente a las “bombas normales llevadas al menos por 2.500 bombarderos”. Y habían llegado a calcular que la bomba atómica debía ser “detonada muy por encima del suelo, confiando primordialmente en la onda de choque para causar destrucción, de modo que incluso con una eficacia probable mínima, hubiera un máximo número de estructuras (casas y fábricas) dañadas sin reparación posible”.

El 27 de abril, el comité de objetivos, formado por Groves, hombres de las fuerzas aéreas como el general Lauris Norstad y científicos, entre los que figuraba el gran matemático John Von Neumann, se reunieron por primera vez para tratar sobre cómo lanzar la bomba y en qué lugar de Japón. No querían correr el riesgo de desperdiciar la preciosa arma y decidieron que había que arrojarla visualmente y no por radar, a pesar de las malas condiciones climáticas existentes en Japón durante el verano, cuando la bomba estuviera preparada. Los objetivos adecuados no eran numerosos. La fuerza aérea, según sabían, “estaba bombardeando sistemáticamente las siguientes ciudades con el propósito principal de (…) no dejar piedra sobre piedra: Tokio, Yokohama, Nagoya, Osaka, Kioto, Kobe, Yawata y Nagasaki (…) La fuerza aérea actúa primordial- mente para asolar todas las grandes ciudades japonesas (…) Su procedimiento actual es bombardear Tokio hasta destruirlo”.

A comienzos de 1945, la Segunda Guerra mundial –especialmente en el Pacífico– se había convertido en guerra total. Los bombardeos de Dresde habían contribuido a crear un precedente para que la fuerza aérea de Estados Unidos, apoyada por el pueblo norteamericano, matara intencionadamente cantidades ingentes de ciudadanos japoneses. La primitiva insistencia moral en la inmunidad de los no combatientes se derrumbó durante aquella guerra feroz. En Tokio, el 9 y 10 de marzo, un ataque estadounidense mató a unos 80.000 civiles japoneses. Los B-29 norteamericanos arrojaron napalm en las zonas densamente pobladas de la ciudad produciendo incontrolables huracanes de fuego. Puede que incluso fuera más fácil practicar esta nueva guerra fuera de Europa y contra Japón porque sus habitantes parecían “subhumanos amarillos” a muchos ciudadanos norteamericanos y a muchos de sus dirigentes.

En este nuevo contexto moral, cuando la matanza en masa de los civiles de un país enemigo parecía incluso deseable, el comité acordó escoger como objetivos de la bomba atómica “grandes áreas urbanas de no menos de tres millas de diámetro existentes en las zonas de mayor población”. La reunión del 27 de abril se centró en cuatro ciudades: Hiroshima, que, como “el mayor blanco no ataca- do aún y que no está en la lista de prioridades del Comando 21”, exigía una seria consideración; Yawata, conocida por su industria siderúrgica; y Yokohama y Tokio que eran “una posibilidad, aunque ahora está todo bombardeado e incendiado y es prácticamente (…) una ruina, con sólo los terrenos del palacio imperial en pie”. Decidieron que otras áreas exigían más consideración: la bahía de Tokio, Kawasaki, Yokohama, Nagoya, Osaka, Kobe, Kioto, Hiroshima, Kure, Yawata, Kokura, Shimonoseki, Yamaguchi, Kumamoto, Fu- kuoka, Nagasaki y Sasebo.

 

«La primitiva insistencia moral en la inmunidad de los no combatientes se derrumbó durante aquella guerra feroz. En Tokio, el 9 y 10 de marzo, un ataque estadounidense mató a unos 80.000 civiles japoneses»

 

La elección de blancos dependería en parte de cómo haría la bomba su mortífero trabajo: las proporciones de la onda expansiva, el calor y la radiación. En la segunda serie de reuniones, el 11 y 12 de mayo, el físico J. Robert Oppenheimer, director del laboratorio de Los Alamos, insistió en que el propio material de la bomba era suficientemente mortífero para unas mil millones de dosis letales y que la bomba despediría una radiactividad exterminadora. La bomba, preparada para estallar en el aire, depositaría “una gran parte del material activo inicial o de los productos radiactivos en la vecindad inmediata del blanco; pero la radiación (…) tendrá, por supuesto, efecto sobre las personas expuestas en la zona del objetivo”. Reconoció que no estaba claro lo que ocurriría con la mayor parte del material radiactivo: podría quedarse como una nube por encima del lugar de la detonación durante horas o, si la bomba explotaba en tiempo de lluvia o de gran humedad y por ello causaba lluvia, “la mayor parte del material activo caerá destruyendo el entorno del área del blanco”. El informe de Oppenheimer no aclaraba si la proporción de población que moriría por la radiación sería considerable o sólo pequeña. A juzgar por lo que revelan las escasas notas, ningún miembro del comité de objetivos quiso insistir en la cuestión. Probablemente dieron por hecho que la onda expansiva de la bomba se llevaría por delante a la mayoría de las víctimas antes de que la radiación pudiera hacer su mortífera obra.

El comité de objetivos seleccionó cuatro blancos preferentes: Kioto, Hiroshima, Yokohama y el arsenal de Kokura, con el añadido de que Niigata, ciudad mucho más lejana de la base del grupo 509 de la fuerza aérea en Tinian, debería mantenerse en reserva. Kioto, la antigua capital, con una población cercana al millón de habitantes, era el objetivo más atrayente para el comité. “Desde el punto de vista psicológico –indican las actas del comité–, existe la ventaja de que Kioto es un centro intelectual en Japón y de esta forma su población será más capaz de apreciar la importancia de semejante arma”. La idea era que a los habitantes de Kioto que sobrevivieran a la bomba atómica y vieran el horror se les creería en el resto de Japón. De importancia fundamental, según recalcó el grupo, era que la bomba se utilizaría como arma de terror, para producir “el mayor efecto psicológico contra Japón” y para convencer al mundo, y a la URSS en particular, de que Estados Unidos poseía este nuevo poder. La muerte y la destrucción no sólo intimidarían a los japoneses supervivientes lo bastante para inclinarlos a la rendición, sino que, además, acobardaría a las demás naciones, especialmente a la Unión Soviética. En pocas palabras, Estados Unidos aceleraría el final de la guerra y, al mismo tiempo, empezaría a dar forma al mundo de posguerra.

En la tercera reunión del comité, el 28 de mayo, se escogieron como objetivos (por orden) Kioto, Hiroshima y Niigata y se decidió bombardear el centro de cada ciudad. Acordaron que apuntar a las áreas industriales sería una equivocación, porque esas zonas son pequeñas, extendidas en las afueras de las ciudades y muy dispersas. Sabían también que los lanzamientos eran lo bastante imprecisos para que la bomba pudiera fácilmente fallar el blanco en un tercio de kilómetro y querían estar seguros de que el arma mostrara su potencia.

El comité pensaba que las tres ciudades-objetivo deberían eliminarse de la lista de blancos corrientes de la fuerza aérea, reservándolas para la bomba atómica. Pero, según se informó a sus miembros, “con los bombardeos actuales y su ritmo previsto, se espera completar el bombardeo estratégico de Japón para el 1 de enero de 1946, de modo que la disponibilidad de futuros blancos para la bomba atómica será un problema”. En otras palabras, Japón estaba siendo aniquilado bajo las bombas.

El 28 de mayo de 1945, el físico Arthur H. Compton, premio Nobel y miembro de un comité científico que aconsejaba al comité interino recién nombrado para recomendar la política adecuada a la bomba, planteó cuestiones morales y políticas acerca de cómo habría que utilizar el arma atómica. “La bomba introduce la cuestión de la matanza en masa por primera vez en la historia. Podrá ocasionar el envenenamiento radiactivo del área bombardeada. Esencialmente, la cuestión del empleo (…) de la nueva arma arrastra implicaciones mucho más serias que la introducción del gas venenoso”.

La preocupación de Compton recibió el apoyo del general Marshall, quien dijo al secretario Stimson el 29 de mayo que la bomba atómica no debería utilizarse primero contra civiles, sino contra instalaciones militares –quizá una base naval– y luego posiblemente contra grandes centros industriales después de que los civiles hubieran recibido suficientes advertencias para que huyeran. Marshall temía “el oprobio que produciría un mal empleo de tal fuerza”. Marshall, graduado del Instituto Militar de Virginia y soldado disciplinado, luchaba por conservar el antiguo precepto de no matar intencionadamente a los civiles. La preocupación del científico Compton y del general Marshall, de valores tan enraizados en un anterior concepto de la guerra que pretendía salvar a los no combatientes, pronto cedió ante una sensación de necesidad, el deseo de utilizar la bomba sobre personas y la falta de voluntad o la incapacidad de ninguna autoridad en Washington para abogar con energía por el mantenimiento de los viejos principios.

El 31 de mayo de 1945, el comité interino, formado por Stimson, Bush, el presidente de Harvard, James Conant, el físico y pedagogo Karl T. Compton, el secretario de Estado designado James F. Byrnes y unos cuantos notables más, trataron de la bomba atómica. En la apertura de la reunión, Stimson, el anciano secretario de Guerra, que se había angustiado por el reciente desplazamiento hacia el bombardeo en masa de civiles, describió la bomba como reveladora de “una nueva relación del hombre con el universo. Es- te descubrimiento se puede comparar con los descubrimientos de la teoría copernicana y las leyes de gravedad, pero es mucho más importante que éstas en sus efectos sobre la vida de los hombres”.

En la reunión que celebraron unas seis semanas antes de la primera prueba nuclear de Alamogordo desconocían aún la potencia del arma. Oppenheimer dijo al grupo que tendría una fuerza explosiva de entre 2.000 y 20.000 toneladas de TNT. Su efecto visual sería tremendo. “Irá acompañada de una brillante luminiscencia que se elevará a una altura de 10.000 a 20.000 pies” (entre 3.000 y 6.000 metros). Oppenheimer dio cuenta de que “el efecto (radiación) de neutrones será peligroso en un radio superior a un kiómetro”, que mataría a unos 20.000 japoneses.

Según las actas del comité, el grupo discutió “diversos tipos de objetivos y los efectos que habría que producir”. Stimson “expresó la conclusión, sobre la que hubo acuerdo general, de que no podíamos dar a los japoneses ninguna advertencia; que no podíamos concentrarnos en una área civil; pero que debíamos intentar provocar una impresión psicológica profunda en el mayor número posible de habitantes. A sugerencia de Conant, el secretario aceptó que el blanco más conveniente sería una fábrica de material bélico importante que emplease un gran número de trabajadores y rodeada de cerca por casas de trabajadores”.

 

«No se centrarían exclusivamente en un objetivo militar (la antigua moral), como recientemente había propuesto Marshall, ni completamente sobre civiles (la moral emergente). Se las arreglaron para conseguir su propósito –bombardeo de terror– sin reconocerlo abiertamente»

 

Dirigido por Stimson, el comité estaba avalando el bombardeo como arma de terror, pero con cierta incomodidad. No se centrarían exclusivamente en un objetivo militar (la antigua moral), como recientemente había propuesto Marshall, ni completamente sobre civiles (la moral emergente). Se las arreglaron para conseguir su propósito –bombardeo de terror– sin reconocerlo abiertamente. Todos sabían que las familias –mujeres, niños, e incluso, de día, durante el bombardeo, algunos trabajadores– se hallarían en “las casas de los trabajadores”.

En la sesión del comité por la mañana, o por la tarde, o durante la comida, o posiblemente en las tres ocasiones –diversos miembros ofrecieron más tarde recuerdos divergentes–, surgió la idea de una demostración no bélica de la bomba atómica. La cuestión de cómo usar la bomba ni siquiera estaba en la agenda de Stimson, ni formaba parte del mandato oficial del comité interino, pero puede que mostraran algún interés en la demostración no bélica. Pronto la rechazaron. Se consideró muy arriesgada por varias razones: la bomba podía no funcionar; la fuerza aérea japonesa podía interceptar el bombardero; la bomba podía no impresionar adecuadamente a los militaristas japoneses o incinerar a los prisioneros de guerra aliados que los japoneses podían trasladar a la zona.

La discusión del 31 de mayo se había centrado sobre todo en cómo utilizar la bomba contra Japón. En cierto momento, algunos de los miembros habían considerado la posibilidad de intentar varios ataques con bombas atómicas al mismo tiempo y presumiblemente en la misma ciudad. Groves se opuso a esta idea, en parte porque “el efecto no sería suficientemente distinto de nuestro programa regular de bombardeo ejecutado por la fuerza aérea”. Como los otros, contaba con el dramático efecto de una sola bomba, soltada por un solo avión, que mataría a muchos millares de personas. No era nuevo para la fuerza aérea matar a tantos japoneses, pero este método no tenía precedente. Y el empleo de la nueva arma llevaría consigo, como lo subrayó la proclamación norteamericana de comienzos de agosto, la probabilidad de más ataques nucleares sobre las ciudades japonesas: una continua “lluvia de estragos”.

Dos meses después de la reunión del comité interino, el 16 de junio, después de que los físicos extranjeros James Franck y Leo Szilard y algunos colegas del laboratorio en Chicago del Proyecto Manhattan plantearan preguntas morales y políticas acerca del uso por sorpresa de la bomba en Japón, un comité científico consultivo compuesto por cuatro miembros desechó la demostración no bélica. El grupo estaba formado por los físicos Arthur Compton, J. Robert Oppenheimer, Enrico Fermi y Ernest O. Lawrence. Según un informe, Lawrence fue el último del grupo que abandonó la esperanza de una demostración no bélica. Oppenheimer, que habló del asunto en 1954 y a quien no contradijeron entonces los otros tres, recordó que la demostración no bélica no fue la materia más importante entre las que se trataron durante la reunión de aquel fin de semana y que, por ello, no recibió mucha atención. El 16 de junio, los cuatro científicos concluyeron: “No podemos pro- poner una demostración técnica idónea para poner fin a la guerra; no vemos alternativa aceptable a la utilización militar directa”.

En aquel momento, como algunos miembros del comité científico reconocieron más tarde a regañadientes, sabían poco de la situación en Japón, el poder que allí tenían los militaristas, los tímidos esfuerzos de las fuerzas de paz allí existentes para llegar a un entendimiento, la fecha de la probable invasión norteamericana de Kyushu y la potencia de la aún no probada bomba atómica. “No sabíamos nada de la situación militar”, observó Oppenheimer más tarde con mordacidad. Pero probablemente ni siquiera una recomendación distinta de los consejeros científicos habría invertido el curso de los acontecimientos. La bomba había sido concebida para utilizarla; el proyecto costó unos 2.000 millones de dólares y ni Truman ni Byrnes, principal ayudante político del presidente, tenían deseos de evitar su empleo. Tampoco Stimson. Incluso tenían otras razones para querer utilizarla: la bomba podía también intimidar a los soviéticos y hacerlos dóciles en el período de posguerra.

Stimson subrayó esta idea en un memorándum secreto dirigido a Truman el 25 de abril: “Si el problema del uso adecuado de este arma puede resolverse, tendremos entonces la oportunidad de llevar al mundo a un contexto en el que puedan salvarse la paz mundial y nuestra civilización”. La preocupación acerca de la bomba y su relación con la Unión Soviética dominaba el pensamiento de Stimson en la primavera y verano de 1945. Y Truman y Byrnes, quizá en parte bajo la tutela de Stimson, llegaron a insistir en las mis- mas esperanzas para la bomba.

 

La matanza de civiles

Durante 1945, Stimson se encontró presidiendo una fuerza aérea que mató a cientos de miles de civiles japoneses. Por lo general, prefería no afrontar estos hechos, sino buscar refugio en la idea de que la fuerza aérea estaba empeñada en un bombardeo de precisión y que en cierto modo este bombardeo preciso salía mal. Atrapado entre una moral antigua que se oponía a la muerte intencionada de los no combatientes y una moral nueva que insistía virtualmente en la guerra total, Stimson no podía ni encarar plenamente los hechos ni escapar del todo de ellos.

Stimson discutió este asunto con Truman el 6 de junio, e insistió en que le preocupaban los bombardeos en masa, pero que era difícil restringirlos. En su diario escribió: “Le dije que estaba angustiado por esta característica de la guerra por dos razones: primera, porque no quería que Estados Unidos ganara la reputación de superar a Hitler en atrocidades; y segunda, porque temía que, antes de que pudiéramos estar dispuestos, la fuerza aérea hubiera bombardeado Japón de modo tan completo que la nueva arma no tuviera un campo sobre el que mostrar su potencia”. Según Stimson, “Truman se rió y dijo que entendía”.

Incapaz de restablecer la vieja moral y deseoso de los beneficios que para Estados Unidos tenía la nueva, Stimson se mostró decisivo –incluso terco– en una materia relativamente pequeña: eliminar de la lista de objetivos de Groves la ciudad de Kioto. No es que Stimson intentara salvar a los ciudadanos de Kioto; más bien lo que intentaba salvar eran sus tesoros artísticos no fuera que los japoneses lo vieran con rencor y se alinearan más tarde con los soviéticos. Como Stimson explicó en su diario el 24 de junio: “La amargura que podría causar este acto inmoderado podría hacer imposible durante el largo período de posguerra la reconciliación de los japoneses con nosotros en aquel área en vez de con los rusos. Actuaría en contra de lo que nuestra política exigiría, es decir, un Japón favorable a Estados Unidos en caso de que hubiera una agresión de Rusia en Manchuria”.

Truman, respaldando a Stimson en esta materia, insistió privadamente en que la bomba atómica se utilizaría únicamente contra objetivos militares. Aparentemente, el presidente no quería reconocer lo inevitable: que un arma de tal potencia mataría a muchos civiles. En Potsdam, Truman recibió el 25 de julio brillantes informes de la enorme destrucción causada por la explosión de Alamogordo y registró profusamente los detalles en su diario: un cráter de 1.200 pies (365 metros) de diámetro, una torre de acero destruida a media milla, hombres derribados a seis millas (9,5 kilómetros)… “Hemos descubierto –escribió en su diario– la bomba más terrible de la historia del mundo. Puede que sea la destrucción por fuego de la profecía”. Pero cuando aprobó la lista final de blancos de la bomba atómica, sustituyendo Kioto por Nagasaki y Kokura, pudo escribir en su diario: “He dicho al secretario de Guerra (…) Stimson que se utilice de tal manera que los objetivos militares y los soldados y marinos sean el blanco, y no las mujeres y los niños. Aunque los japoneses son salvajes, crueles, despiadados y fanáticos (…) el objetivo será puramente militar”. Puede que Truman se entregara al autoengaño para hacer aceptable la muerte en masa de civiles. Ni Hiroshima ni Nagasaki eran blancos “puramente militares”, pero las noticias oficiales para la prensa, preparadas bastante antes del bombardeo atómico, eludían esta cuestión. Hiroshima, por ejemplo, se describía como una “importante base del ejército japonés”. Las notas de prensa fueron escritas por hombres conocedores de que aquellas ciudades se habían elegido en parte para dramatizar la matanza de no combatientes.

 

«Cuando Truman se dio cuenta de la magnitud de la matanza y los japoneses ofrecieron una rendición condicional solicitando el mantenimiento del emperador, el presidente dijo a su gabinete que no quería matar a más mujeres y niños»

 

El 10 de agosto, el día siguiente al bombardeo de Nagasaki, cuando Truman se dio cuenta de la magnitud de la matanza y los japoneses ofrecieron una rendición condicional solicitando el mantenimiento del emperador, el presidente dijo a su gabinete que no quería matar a más mujeres y niños. Rechazando las peticiones de lanzar más bombas atómicas contra Japón, esperaba no volver a usarlas de nuevo. Después de dos bombardeos atómicos, el horror de la muerte en masa había alcanzado al presidente y estaba deseoso de volver en parte a la vieja moral: los civiles debían ser protegidos de las bombas atómicas. Pero continuó aprobando el denso bombardeo convencional de las ciudades de Japón, con el mortífero censo que producían las bombas de napalm, las incendiarias y otras. Entre el 10 y el 14 de agosto –último día de la guerra, en el cual unos mil aviones norteamericanos bombardearon las ciudades japonesas, algunos soltando su mortífera carga después de haber anunciado Japón su rendición–, Estados Unidos mató probablemente a más de 15.000 japoneses.

Antes del 10 de agosto, Truman y sus asesores no procuraron evitar el uso de la bomba atómica. El resultado fue que desecharon fácilmente la posibilidad de una demostración no bélica. Ciertamente, las aspiraciones de los dirigentes militares japoneses a una gloriosa batalla final expresadas después de Hiroshima dan a entender que semejante demostración probablemente no habría producido una rendición rápida. Tampoco los dirigentes norteamericanos exploraron otras alternativas: modificar su exigencia de rendición incondicional con la seguridad de que mantendrían al emperador, esperar la entrada de los soviéticos en la guerra o simplemente proseguir el bombardeo pesado de las ciudades en medio de un bloqueo naval estrangulador.

Truman y Byrnes no creían que la modificación de la fórmula de rendición incondicional fuera a producir una rápida rendición. Pensaban que la garantía de mantener al emperador provocaría una irritada reacción entre los norteamericanos que consideraban a Hirohito un criminal de guerra y temían que esta concesión ani- maría a los militaristas japoneses a esperar más concesiones, con lo que se prolongaría la guerra. El resultado fue que el presidente y el secretario de Estado rechazaron tranquilamente las peticiones de Stimson de que se garantizase la seguridad del emperador.

De modo semejante, la mayoría de los dirigentes de EE UU no creían que la entrada de los soviéticos en la guerra del Pacífico pudiera suponer una diferencia decisiva y acelerar la rendición japonesa. Por lo general, creían que la entrada de la URSS ayudaría a poner fin a la guerra, idealmente antes de la masiva invasión de Kyushu. Calculaban la intervención de Moscú para mediados de agosto, pero los soviéticos avanzaron su plan al 8 de agosto, probablemente por el bombardeo de Hiroshima, y su entrada tuvo una parte importante en la rendición japonesa el 14 de agosto. La entrada soviética en la guerra, sin la bomba atómica, podía haber provocado la rendición japonesa antes de noviembre.

La intención norteamericana era evitar, si fuera posible, la invasión del 1 de noviembre, en la que intervendrían 767.000 soldados, con un coste aproximado de 31.000 víctimas en los primeros 30 días y un saldo total de muertos norteamericanos de unos 25.000. Y los dirigentes norteamericanos querían con seguridad evitar la segunda parte del plan de invasión, un asalto a la llanura de Tokio, fijada hacia el 1 de marzo de 1946, con unos 15.000 o 21.000 norteamericanos muertos más. En la primavera y verano de 1945 ningún dirigente norteamericano creía –como algunos pretendieron falsa- mente después– que se preparaba el lanzamiento de la bomba ató- mica para matar a muchos japoneses a fin de salvar a medio millón de sus paisanos. Pero, dados los cálculos patrióticos de la época, no hubo vacilaciones sobre el uso de bombas atómicas para matar a muchos japoneses con objeto de salvar las vidas de 25.000 a 46.000 norteamericanos que de otra manera habrían muerto en las invasiones. Dicho sin ambages, la vida de los japoneses –incluida la de los civiles– valía muy poco y algunos dirigentes norteamericanos, igual que muchos ciudadanos, puede que saboreasen la perspectiva de castigar a los japoneses con la bomba atómica.

A Truman, Byrnes y los otros dirigentes no había que recordarles el peligro de una reacción política en Estados Unidos si no utilizaban la bomba y la invasión se hacía necesaria. Incluso si hubieran querido evitar su uso –y no lo quisieron–, el temor al subsiguiente furor público excitado por los padres y parientes de los muchachos norteamericanos muertos podía muy bien haber forzado a los responsables norteamericanos a lanzar la bomba atómica sobre Japón.

Nadie en el Washington oficial esperaba que una o dos bombas atómicas fueran a terminar rápidamente la guerra. Esperaban por lo menos utilizar una tercera y probablemente más. Y hasta el día siguiente a Nagasaki nunca hubo en su mente una alternativa entre bombas atómicas y bombas convencionales, sino una selección de las dos: utilizar el bombardeo en masa para obligar a la rendición. Las bombas atómicas y las convencionales se consideraban suplementarias. El bombardeo convencional de las ciudades japonesas probablemente habría matado a cientos de miles de personas en los meses siguientes y podría haber producido la deseada rendición antes del 1 de noviembre.

Tomadas en conjunto, algunas de estas alternativas –prometer el mantenimiento de la monarquía japonesa, esperar la entrada soviética e incluso aumentar los bombardeos convencionales– probablemente habrían puesto fin a la guerra antes de la temida invasión. Con todo, las pruebas son algo inciertas y nadie que examine la intransigencia de los militaristas japoneses debería tener confianza plena en esas otras estrategias. Pero muy bien podemos lamentar que no se siguieran esas alternativas y que no hubiera ningún esfuerzo por evitar el empleo de la primera bomba y con seguridad de la segunda.

Piense uno lo que piense sobre la necesidad de la primera bomba atómica, la segunda –lanzada contra Nagasaki el 9 de agosto– fue casi con seguridad innecesaria. Se utilizó porque la orden original mandaba a la fuerza aérea lanzar bombas “tan pronto como estuvieran listas” e, incluso después del bombardeo de Hiroshima, nadie preveía en Washington una inminente rendición japonesa. Las pruebas ahora disponibles sobre lo sucedido en el gobierno japonés –y muy especialmente la decisión entonces secreta del emperador, poco antes del bombardeo de Nagasaki, de pedir la paz– ponen en evidencia que la segunda bomba se podía haber evitado. Al menos 35.000 japoneses, posiblemente casi el doble de ese número, así como varios millares de coreanos, murieron innecesariamente en Nagasaki.

La administración de EE UU no procuró evitar el empleo de la bomba atómica. Incluso creyó que su uso militar podía producir un gran beneficio: la intimidación de los soviéticos que les haría, como dijo Byrnes, “más manejables”, especialmente en Europa oriental. Aunque no fuera esa la razón principal para utilizar el arma, fue con seguridad un fuerte argumento. Si Truman y sus asesores, igual que los científicos discrepantes de Chicago, hubieran previsto que el bombardeo atómico de Japón haría a los soviéticos intransigentes en vez de dóciles, quizá los dirigentes norteamericanos habrían cuestionado su decisión. Pero precisamente porque esos dirigentes esperaban que los bombardeos obligarían también a la Unión Soviética a suavizar su política en Europa oriental, no existió incentivo para modificar su intención de utilizar la bomba atómica. Incluso si lo hubieran tenido, la decisión probablemente habría sido la misma. En un sentido estricto, los bombardeos atómicos representaban el cumplimiento de un supuesto que Truman había heredado cómodamente de Roosevelt. Hiroshima fue una decisión fácil para Truman.

 

«Con el paso de los años, los estadounidenses se enteraron de que las bombas, de acuerdo con cálculos militares de alto nivel hechos en junio y julio de 1945, no habrían salvado probablemente medio millón de vidas en las invasiones, como Truman mantuvo después de Nagasaki, sino menos de 50.000»

 

Sólo años después, cuando se abrieron los archivos, se desvanecieron los odios de la guerra y cambió la sensibilidad, comenzaron los norteamericanos a preguntarse si los bombardeos atómicos fueron necesarios, deseables y morales. Basándose en las memorias de posguerra del almirante William Leahy y del general Dwight D. Eisenhower, entre otros, comenzaron a surgir dudas acerca del empleo de bombas atómicas contra Japón. Con el paso de los años, los estadounidenses se enteraron de que las bombas, de acuerdo con cálculos militares de alto nivel hechos en junio y julio de 1945, no habrían salvado probablemente medio millón de vidas en las invasiones, como Truman mantuvo a veces después de Nagasaki, sino menos de 50.000. Los norteamericanos llegaron también poco a poco a reconocer la barbarie de la Segunda Guerra mundial, especialmente las matanzas en masa debidas a bombardeos contra civiles. Fue aquella redefinición de la moral lo que hizo posible Hiroshima y Nagasaki y abrió la puerta a la edad atómica de manera aterradora.

Aquella redefinición de la moral fue un producto de la Segunda Guerra mundial, que incluyó barbaridades como el sistemático genocidio alemán de seis millones de judíos y la destrucción de Nankín por los japoneses. Aunque las atrocidades mayores fueron perpetradas por el Eje, todas las grandes potencias fueron minando el código moral, a menudo con el aplauso por igual de sus dirigentes y ciudadanos. En 1945 quedaban pocos frenos morales a lo que se había convertido en una guerra total. Incluso la preocupación de Roosevelt en la preguerra respecto a ahorrar la vida de los civiles enemigos había sido lanzada por la borda. En aquel nuevo clima moral, cualquier nación que tuviera la bomba la habría utilizado probablemente contra los pueblos enemigos. Los dirigentes británicos, lo mismo que José Stalin, apoyaron la acción. Los gobernantes de Alemania y de Japón la habrían usado seguramente contra ciudades. Estados Unidos no era excepcional moralmente sino tecnológicamente superior. Sólo ellos tenían la bomba y por eso sólo ellos la usaron.

Entender este contexto histórico no exige que los ciudadanos de Estados Unidos o de cualquier otro país lo aprueben. Pero sí exige que reconozcan que la discrepancia anterior o posterior a Hiroshima fue rara en 1945. Pocos preguntaron entonces por qué había utilizado Estados Unidos la bomba contra Japón. Pero si no se hubiera utilizado, muchos más, entre ellos numerosos ciudadanos norteamericanos ofendidos, habrían planteado con acritud esa pregunta a la administración Truman.

En 1945, la mayoría de los estadounidenses compartían los sentimientos que Truman expresó privadamente unos días después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki cuando justificó el empleo de aquellas armas en una carta dirigida al Consejo Federal de Iglesias de Cristo. “Me sentí perturbado en gran manera por el injustificado ataque de los japoneses a Pearl Harbor y el asesinato de nuestros prisioneros de guerra –escribió el presidente–. El único idioma que parecen entender es el que hemos estado utilizando con los bombardeos. Cuando se tiene que tratar con una bestia, hay que tratarla como tal”.