POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 27

El verdadero drama de 1492

Un buen número de países europeos pronto se involucraron en las Américas hasta un punto que resultaría provinciano considerar la transformación americana de los últimos siglos como un asunto meramente español.
Hugh Thomas
 | 

La conmemoración de 1492 no puede considerarse un asunto que afecta sólo a España y al mundo hispano y portugués. Ciertamente fue la Corona española la que promovió el primer viaje de Colón. Sevilla y Lisboa fueron las capitales de América durante trescientos años, ocupándose de forma más ambiciosa de las ciudades en la América hispana y portuguesa que Gran Bretaña de los pequeños asentamientos anglosajones o alemanes en las trece colonias norteamericanas. La Habana fue, incluso en el siglo XVIII, una ciudad de envergadura tal que convertía en modestos enclaves a las capitales británicas en las Indias occidentales.

Sin embargo, otros países europeos pronto se involucraron en las Américas hasta un punto que resultaría provinciano considerar la transformación americana de los últimos siglos como un asunto meramente español. Sólo una serie de casualidades hicieron que los Reyes Católicos aprobaran y financiaran el viaje de Colón. El marino flamenco Van Olten dejó Portugal para dirigirse a Atlantis algunos años antes de que Colón partiese de Palos. Van Olten no regresó y la tragedia de ese fracaso dio a Colón su oportunidad (quizás también desanimó al Rey de Portugal para financiar a Colón). Otro nativo de los Países Bajos, Pedro de Gante, inspiró a los padres franciscanos, cuya “conquista espiritual” de los mexica fue uno de los mejores logros de la iglesia cristiana. Los holandeses dejaron su huella en Brasil y las Indias occidentales, y en lo que es hoy Estados Unidos. Los anglosajones –anglo celtas, sería más correcto decir– se beneficiaron a la larga de los descubrimientos tanto al menos como los países latinos. Los franceses trataron de hacer lo mismo: incluso a finales del siglo XVIII parecía posible que el gran colonizador de Norteamérica fuera Francia. Las “colonias” italianas en Argentina y en Estados Unidos, así como en otras muchas naciones, son hoy tan significativas como cabe esperar de los compatriotas de Colón o Vespucci. El año en que el historiador inglés Harold Acton publicó The last of the Medid, un brasileño de tan ilustre apellido tomó el poder en Brasil. Durante un tiempo pareció factible que el idioma de dicho país fuese el alemán. Como era universalmente reconocido hasta hace poco, nadie debería excluir a los países de Europa del Este, Rusia incluida, de un banquete que celebrase el descubrimiento de América. Los hispanoirlandeses fueron conocidos por sus fortificaciones en La Habana, como los irlandeses de habla inglesa lo habían sido por el papel que desempeñaron en la policía de Nueva York.

No quiero, por supuesto, negar los grandes logros de España en los siglos XV y XVI pero quiero insistir en que España actuaba en aquel momento histórico como el líder de un gran continente que miraba al exterior.

Este carácter absolutamente europeo del desarrollo a largo plazo de América se expresó de forma nítida en una de las elecciones más famosas de Hispanoamérica: aquella que llevó al poder a Allende en 1970. El apellido materno de Allende era Goosens. Su oponente conservador era Alessandri, un italiano de tercera generación. Tómic lideraba a los cristianodemócratas; había sucedido a Frei, que fue sucedido en el liderazgo cristianodemócrata por el actual presidente, Aylwin. Es posible que las Américas estuviesen dominadas por las Coronas de Castilla y Portugal en las primeras generaciones después del descubrimiento, pero si pudiéramos establecer hoy una comparación sobre su pasado, cabría decir que el continente, o continentes, se parecen mucho al Imperio de Carlos V: una región multilingüe de innumerables contrastes.

Si consideramos la historia americana en toda su extensión, con la precisión con que deberíamos hacerlo después de quinientos años, es preciso conmemorar una aventura europea, aunque fuera iniciada por un genovés al servicio de la Corona de España, dato que no es de temer pueda caer en el olvido. La ideología de todo el descubrimiento y la conquista –suponiendo que el término ideología, originario de la Revolución Francesa como la mayor parte de nuestro vocabulario político, resulte apropiado–, es aportación de Roma. El Papa también les dio a los Reyes Católicos y al Rey de Portugal sus fronteras y sus justificaciones legales: muchos conquistadores debieron conocer por fin cual era su destino cuando se les leyó el “Requerimiento” en alguna playa tropical. Mucho se ha escrito sobre los nativos y su capacidad para entender tal “Requerimiento” en el que se les instaba a rendir vasallaje al Rey de Castilla y al Papa; y menos se ha escrito sobre cómo muchos de los conquistadores debieron sorprenderse al escuchar a los escribanos de la Corona leer las sorprendentes palabras del documento escrito por Palacios Rubios en remotas y ventosas playas.

Por muchas razones se puede decir que fue Bruselas, la capital borgoñona, cuna de Carlos V, y corazón de su Imperio, el centro del nuevo gran experimento europeo de nuestro tiempo, donde el verdadero carácter, riqueza y oportunidades proporcionados por América fueron reconocidos, por no decir descubiertos. Es cierto que esto no tuvo lugar en 1492 aunque sí en 1520. En agosto de ese año, Carlos V, algunos meses antes de su coronación en Aquisgrán, exhibió en el Ayuntamiento algunos de los tesoros que Hernán Cortés le había enviado desde México. Mucha gente vio esos fabulosos tesoros, entre los que se incluían labores de plumas, objetos de oro y plata de gran belleza e incluso algunos indios totonacs que habían sido capturados en la costa cerca de Veracruz (quizás salvados del sacrificio por los conquistadores). Las piezas más destacadas de la colección eran un gran círculo de oro y otro igual de plata. Los europeos los tomaron por el sol y la luna, pero de hecho eran una guía para sus dos calendarios, uno solar y otro lunar. Durero, el pintor, los vio y anotó en su diario la singular belleza de estos dos discos. Durero era por supuesto el mejor pintor de su época en Alemania, un protegido de la regente Margarita de Borgoña, tía de Carlos V, y además casi su amigo: tanto como lo permitía entonces la relación entre un príncipe y una persona común. Desde entonces la opinión de Europa hacia América cambió; se convirtió a los ojos de la corte del Emperador en la “tierra de oro”, en palabras de Durero, un lugar de fabulosa riqueza.

 

«Los primeros veinticinco años tras el descubrimiento de Colón fueron una sucesión de desilusiones»

 

El canciller del Emperador, Gattinara, cambió la política imperial hacia Cortés. En la corte del rey Fernando, se habían burlado del hijo de Colón cuando era joven: era el hijo de un navegante que había descubierto un imperio de arena y mosquitos. Los primeros veinticinco años tras el descubrimiento de Colón fueron una sucesión de desilusiones. La constatación de que el Caribe estaba prácticamente despoblado fue sólo un desengaño más. Estaba claro que La Española, Cuba, Jamaica y Puerto Rico, las principales islas incorporadas a la Corona española, producían suministros muy limitados de metales preciosos. La costa continental de lo que es hoy Venezuela y Colombia tampoco resultaba prometedora. La colonia Pedradas de la costa del oro en Nicaragua debió dar la sensación de que no duraría mucho. Poco después de 1520 parecía evidente que América poseía, al menos, una civilización superior, la de los mexica, capaz de producir obras de arte lo suficientemente bellas como para sorprender al pintor favorito de la tía del Emperador (en realidad, también el pintor favorito del anterior emperador, Maximiliano II).

El aprecio mostrado por Durero había sido compartido anteriormente por otros eminentes europeos de la época: el nuncio apostólico en España, el gran humanista Pedro Mártir de Angera, y Bartolomé de las Casas; todos ellos habían visto en Valladolid una exposición similar de fascinantes objetos de México, y habían escrito comentarios sobre lo que vieron. Debió haber otros muchos que pudieron contemplar los nuevos tesoros aunque no anotaran sus impresiones.

Colón sólo llegó a las puertas de la civilización americana. Pero las Bahamas (conocidas entonces como las Lucayas), La Española, Cuba y Puerto Rico, por no hablar de la poco poblada costa de Suramérica y Jamaica, no eran mucho más representativas de la riqueza de América de lo que lo son hoy. En ese sentido el verdadero descubrimiento de América, en el sentido de descubrir su brillante centro, fue realizado por Cortés, y el trabajo del gran pintor alemán, consistió en interpretar este hecho decisivo.

Si a la luz de la historia el logro del descubrimiento fue europeo, también lo fueron las responsabilidades, considerables por otra parte. Los historiadores de espíritu equitativo son partidarios de contraponer a la hazaña de Colón y la primera generación de conquistadores, los males causados a los nativos. Por un lado, estos historiadores insisten en que el carácter, la constancia y las capacidades marítimas de Colón fueron extraordinarias. El coraje y la determinación de la primera generación de conquistadores como Diego Velázquez de Cuéllar, conquistador de Cuba (inmerecidamente olvidado por los historiadores, aunque fue mentor y benefactor de Cortés), o Ponce de León, el primer gobernador de Puerto Rico, fueron a su manera tan notables como las cualidades del propio Almirante o de Cortés y Orellana.

Dichos historiadores añaden, con acierto, que basta con viajar a México, Perú o Brasil y ver los grandes conventos, iglesias y palacios para darse cuenta de los logros colosales de la conquista en sus primeras etapas.

Por otro lado, se debe (o al menos así lo creen estos equilibrados autores) sopesar el daño. En este aspecto, desde Bartolomé de las Casas, el argumento ha sido que los conquistadores destruyeron las poblaciones nativas, así como sus civilizaciones. Esta fue la leyenda número uno en el conjunto de la leyenda negra. El argumento implícito fue llevado a su extremo más fantástico por Edgar Hewett, un antropólogo (no un historiador) que en 1938 se preguntó retóricamente: “¿Quién sabe lo que América hubiera dado de sí de haber vivido otros mil años sin interferencias?”.

El argumento puede ser parcialmente neutralizado señalando que la misma pregunta puede hacerse de cualquier otra tierra. ¿Qué habría ocurrido si Britania no hubiese sido invadida por Roma? ¿Qué habría ocurrido si Japón hubiese sido capaz de mantenerse permanentemente aislado del mundo, como de hecho intentó hacerlo, sin resultado, entre los siglos XVIII y XIX?

Parcialmente descalificado pero no del todo, debido a los sorprendentes cambios demográficos que ocurrieron en las colonias del Nuevo Mundo inmediatamente después del “contacto” –como dicen los antropólogos– con los europeos.

La población indígena del Caribe, por ejemplo, no pudo prácticamente sobrevivir, excepto unos pocos caribes en una reserva de la Dominicana. De los tainos parece no quedar rastro, excepto quizás en la sangre muy mezclada de ciertas viejas familias cubanas. Además, esta despoblación quedó consumada cuando la expedición de Cortés partió de Cuba hacia la “América real”, en 1519.

Esto fue realmente una tragedia. La dimensión de la tragedia depende de la demografía histórica. Bartolomé de las Casas en el curso de su larga vida, en sus numerosos discursos y en su obra, ofrece distintas cifras. La más citada es la de tres millones como población de La Española en 1492. Otras muchas veces dio distintas cifras, aunque nunca proporcionó evidencia alguna de sus cálculos. Nunca afirmó que se realizase ningún censo en 1492 ni en los diez años posteriores. Él llegó a la isla en 1502 y su padre llegó en 1492. Aún así, es tan difícil juzgar una población a través de una mera visita como lo sería el cálculo realizado en una biblioteca europea. Pero esa cifra es citada muy a menudo incluso en nuestros días. En el siglo XX, el asunto ha sido sometido a una nueva consideración. Los historiadores californianos, Sherburne Cooke y Woodrow Borah, después de hacer su famosa afirmación de que el viejo México tenía en 1518 una población de 25 millones de habitantes, se convencieron a sí mismos de que La Española tenía una población de ocho millones de nativos.

Pero hay otras estimaciones menos extravagantes. Ángel Rosenblatt, un historiador y demógrafo argentino, cree que La Española en el momento del “contacto”, tenía una población de cien mil habitantes. Más pertinente aún, Charles van Linden, después de un minucioso análisis de la primera contabilización aproximada de la población en La Española, que se hizo en el tiempo del repartimiento de indios en 1513 por Rodrigo de Alburquerque, sugiere una cifra de 55.000 a 65.000 nativos.

Estas cifras muestran distintas cosas. Primero que no hay evidencia de ningún tipo que nos permita calcular con alguna precisión cuál era el volumen de población de La Española en 1492. Lo mismo ocurre en toda América, en mi opinión. Segundo, sugiere que a menudo, se permite que ciertas intuiciones y sentimientos se presenten como hechos históricos. Tercero, parece claro que los sistemas de cálculo no son fiables. La media entre 55.000 y ocho millones es después de todo bastante mayor que la estimación de las Casas.

Personalmente tengo la sospecha de que las cifras de población bajas son generalmente las más fiables. Admito que este criterio puede ser reflejo de un sentimiento más que de una investigación histórica rigurosa, y puede ser un prejuicio imprudente en este siglo XX, cuando las cifras de atrocidades han resultado tan manipuladas por la propaganda (aunque no en España, como yo mismo trato de señalar en el apéndice de mi historia de la Guerra Civil española; la sugerencia de “un millón de muertos” fue una invención de la propaganda del régimen del general Franco: cifra que también se hizo popular, aunque por razones diferentes, en la izquierda).

 

«Debemos ser realistas y no tachar el descubrimiento de América ni de político ni de romántico»

 

Pero el hecho debe señalarse. Si la población de La Española en 1492 era lo que Van Linden señalaba, entonces todas las declaraciones de “genocidio”, están de más. Por supuesto la desaparición de cincuenta y cinco mil personas es una tragedia, como lo es (incluso más me atrevo a decir) el eclipse de una cultura. “Genocidio” implica el asesinato deliberado de un pueblo, como ocurrió en los años en que los turcos mataron a los armenios o los nazis a los judíos. Los colonos españoles de La Española trataron mal a los tainos. Mataron a sus jefes y destruyeron inconscientemente su frágil cultura. Distribuyeron a la población en un intento de asegurarse que fueran capaces de trabajar provechosamente para los colonos, cuya responsabilidad se limitaba aun compromiso verbal de convertir a los que tenían a su cargo al cristianismo. Muchas de las mujeres de los nativos fueron seducidas y quizás sobrevivieron más de lo que generalmente se supone.

Los españoles hundieron la moral de la población indígena, muchos se suicidaron y otros simplemente perdieron la voluntad de vivir. Los colonizadores españoles no pueden argumentar que la enfermedad fuera el factor principal en este punto, porque la primera gran epidemia –de viruela– no comenzó en la colonia hasta 1518, cuando la población estaba agonizando ya. De ninguna manera fue un intento deliberado de destruir a los nativos de La Española. Los españoles querían que los nativos trabajasen para ellos, no que murieran. Los querían como trabajadores cristianos vivos, no como enemigos muertos.

Por tanto, las afirmaciones de los famosos Borah y Cook deben considerarse más bien como alucinaciones. California es, desde luego, una tierra donde las ideas fantásticas no parecen fuera de lugar. Después de todo es un lugar que recibió su nombre (probablemente de Hernán Cortés) directamente de una de las grandes novelas caballerescas. Ese admirable historiador que es Irving Leonard señaló hace unos años la pertinencia de que los dos puntos extremos del imperio español en las Américas tomasen su nombre de dichas novelas: Patagonia de Palmerín y California de Sergas.

Debemos ser realistas y no tachar el descubrimiento de América ni de político ni de romántico. Debemos evitar la moraleja que se desprende de un eslogan que vi inscrito en una pared en México (en 1988 no en 1992): “¡Colón paredón!”.

Esto último resulta en verdad poco sensato. Algunos de los escritos recientemente descubiertos del gran Almirante, parecen sugerir que el mariscal, lord Haig, no fue la única persona con capacidad de suicidarse después de su muerte (como maliciosamente dijo una vez de él lord Beaverbrook, el rey de la prensa canadiense). Pero ser ejecutado cuatrocientos años después de la propia muerte, es una posibilidad que no se le hubiera ocurrido ni al autor de Amadís.

 

 Americae sive qvartae orbis partis nova et exactissima descriptio

Americae sive qvartae orbis partis nova et exactissima descriptio (1562)

 

Sería igualmente absurdo no reconocer que algunas de las aportaciones de los europeos no fueron calurosamente acogidas, al menos por algunos de los nativos.

El caso mejor estudiado de adaptación de la tecnología europea fue probablemente el caso de los mexica, presumiblemente el pueblo más avanzado del continente americano (“avanzado” siempre supone un cierto juicio moral, pero en la vida moderna los mexica parecen ganar a los aztecas porque tenían un elaborado sistema mercantil, mientras que los incas no lo tenían. Esto parece hacerles superiores incluso a pesar del alto nivel de sacrificios humanos de los mexica).

Los mexica estaban encantados con los clavos, martillos, tornillos, poleas y sobre todo con los bueyes, vacas y muías, así como con los caballos de los conquistadores.

A aquellos que gritan: “¡Colón paredón!”, deberían recordárseles que antes de la llegada de estos animales de tracción de los europeos, las sociedades más avanzadas, y sobre todo en este caso los mexica, necesitaban una enorme mano de obra para transportar sus productos y tributos. Una vista de pájaro sobre viejo México habría mostrado un número verdaderamente colosal de hombres cargando madera a través de las mesetas y montañas del vasto país.

En su gran libro sobre Brasil, Casa grande e senzala, Gilberto Freyre recuerda la gran contribución que fue la guitarra, que para él simboliza la contribución musical de Europa al Nuevo Mundo. Le imagino pensando que Jorge Negrete merecería un lugar en el panteón de los grandes hombres americanos.

Los productos agrícolas de Europa fueron desde el principio muy requeridos. No sólo el trigo, la cebada y el arroz. También el vino: Fernández de Oviedo recuerda cómo el vino de Guadalcanal, entonces como hoy bastante fuerte (¿o quizás fuese el todavía más famoso aguardiente de aquel pueblo de Sierra Morena?), tuvo un gran éxito entre las gentes de Yucatán. Aquellos de nosotros que disfrutamos con ese gran producto originario del Cáucaso –tan lejos de España, en términos del siglo XVI, como Yucatán– no debemos pensar en negárselo a otros, so pretexto de prejuicios morales.

No debemos olvidar la aportación intelectual y espiritual de Europa. Por supuesto, es fácil reírse de la forma en qué los conquistadores leían el Requerimiento –dejando a los nativos perplejos–. La fórmula que utilizaban los españoles recién llegados resultaba ajena a todo lo que los nativos conocían. El geógrafo Martínez de Enciso, comprendió cómo, después de leer este famoso documento a una tribu conocida como los zeni, los nativos le dijeron que podían aceptar un solo dios, cuyas virtudes reconocían, pero que no podían entender cómo el Papa podía haber asignado su territorio a los Reyes de Castilla, puesto que después de todo ellos, los nativos, estaban allí. ¿Quizá delicadamente sugerían que el Papa había sido un tanto presionado en aquella ocasión?

Es esencial reconocer que el imperio español fue la primera y única empresa de esas características que se cuestionó la base moral de su expansión. El famoso debate entre Las Casas y Sepúlveda duró cincuenta años. La historia del Imperio Romano no tiene paralelo, ni tampoco por supuesto lo tiene el Imperio Francés, ni el británico, el holandés o el ruso. La idea misma de una controversia semejante en el imperio azteca hubiera sido impensable.

Los frailes dominicos que dirigían este debate en términos filantrópicos tenían razón en sus argumentos, pero en la práctica se impusieron los colonos. De todas formas, el asunto se había suscitado con gran sutileza y estilo y el mundo hispano se vio permanentemente condicionado por esta polémica.

Por otra parte, el Viejo Mundo de las Américas aportó grandes beneficios al Viejo Mundo de Europa, Asia y África. No se trata de un pueblo pobre que contribuye con más riquezas al disfrute de los ricos. Por ejemplo, el maíz fue tan beneficioso para los pobres del Viejo Mundo como el arroz lo fue para los pobres de América. El chocolate, uno de los grandes productos mexicanos, se ha convertido en el producto básico de un país de África, Ghana, que debe ser más pobre que cualquiera de las Américas. De la misma forma, fueron los europeos los que llevaron el maíz de México a Perú y las patatas de Perú a México. En cierto sentido, es justo decir que el Viejo Mundo ha sido ampliamente americanizado.

Supongamos que estamos sentados en uno de los lujosos comedores de Europa en la época de la Ilustración. Con toda posibilidad,’la mesa sería de caoba de Cuba o de Nicaragua. Si la habitación estuviera revestida de madera ésta vendría de uno de estos países. El cuarto estaría iluminado con velas (una de las grandes aportaciones de los europeos a los americanos), colocadas en candelabros de plata mexicana. Probablemente en alguna mesa, los comensales beberían chocolate, endulzado con azúcar, obtenido por supuesto de caña (el azúcar de remolacha fue un invento de las guerras napoleónicas) que también vendría de las Indias occidentales, en aquel momento el único gran productor, aunque el azúcar fue originalmente un producto del Este.

Sería demasiado pronto para los cigarrillos, un hábito del siglo XIX, pero había inhalación; y más tarde los cigarros habanos, así como el cigarro puro, desempeñarían un papel tan importante en la pintura como la música hispanoamericana en el siglo XX. Si un pariente libertino estuviera agonizando en el piso de arriba, sería probablemente a causa de la sífilis, la venganza americana a los regalos europeos del sarampión, la malaria y la fiebre amarilla.

Hoy, al final del siglo XX los cigarrillos ya no están de moda, pero las fiestas anglosajonas de Navidad y Acción de Gracias con sus pavos, patatas y tomates son de origen estrictamente americano.

La arquitectura que ha sobrevivido en las Américas sigue atrayendo la atención de incontables viajeros. En Nueva York en los años veinte, Diego Rivera criticó a los norteamericanos por ir a Europa a inclinarse ante las antigüedades de Grecia y Roma, cuando las verdaderas antigüedades de América estaban en Perú y México.

Al mismo tiempo, los nativos no tenían ese sentido de incomodidad o impaciencia que en Occidente llamamos curiosidad. Los españoles estaban llenos de ella en los siglos XV y XVI. ¡Cuántas instrucciones del Rey de España decían en aquellos días a los adelantados y a sus tenientes que “descubrieran los secretos” de tal y cual tierra!

Se ha dicho que esas palabras ocultaban en su eufemismo la esperanza de establecer un tráfico de esclavos beneficioso, lo cual está lejos de ser cierto. Sospecho que fue la curiosidad de los europeos la razón principal de que fueran capaces de vencer no sólo en el Caribe sino también en circunstancias tan difíciles como en el territorio tan densamente poblado de México.

En la práctica, hablar de ganar o perder en estas circunstancias es algo bastante vulgar. Lo que realmente ocurrió en 1492 y en los veinticinco años siguientes fue el comienzo de una unificación del mundo, lejos de completarse aún, pero que quizás en este año del quinientos aniversario de 1492 esté más cercana de lo que creemos.

En este proceso, la conmemoración del acontecimiento tiene un cierto papel que jugar. En la recuperación del pasado, en el sentido intelectual, con sus divisiones trágicas, quizás seamos capaces de pensar en términos de un futuro de comprensión mutua.