Los acontecimientos ocurridos en la Unión Soviética han desencadenado primero, y después acelerado, el proceso de desmantelamiento de la República Socialista Federativa de Yugoslavia. A pesar de diferencias evidentes, ¿cómo apoyar la independencia de los Estados bálticos, o de Ucrania, o incluso la secesión de Moldavia y oponerse a la emancipación de las diferentes etnias que forman, también artificialmente, Yugoslavia?
Para el presidente de la república de Bosnia-Herzegovina, si llegara el caos y una auténtica guerra civil enfrentara a los pueblos de la federación yugoslava, los combates tendrían lugar en su territorio por hallarse situado en la confluencia de todos los antagonismos (o de casi todos, ya que Kosovo está separado de Montenegro). Al oeste y al norte de la república bosniaca hay centenares de aldeas y pueblos habitados por serbios y croatas, y sus poblaciones respectivas se hallan imbricadas unas en otras. Los croatas son mayoritarios en el oeste, pero minoritarios en el norte. ¿Cómo hacer cambios territoriales sin crear enclaves inviables o sin desplazar poblaciones que, a pesar de una hostilidad secular, quieren vivir donde están? En Kosovo, cuna del pueblo serbio, donde sólo el diez por cien de los habitantes son serbios, se teme un genocidio perpetrado por Belgrado para recuperar una provincia que perdió en 1946. “Eslovenia es ya independiente, Croacia va a serlo muy pronto (ya había proclamado el 25 de junio, al mismo tiempo que Eslovenia, que lo era), y Macedonia se prepara para hacer lo mismo. Belgrado concentrará entonces toda su energía en contener las aspiraciones democráticas de Kosovo”, afirmaba Azem Hadjani, diputado albanés, al corresponsal del diario Le Soir.
A fines del mes de julio, los combates sostenidos en la cercanía de la frontera que separa Croacia de Bosnia-Herzegovina entre serbios y croatas produjeron unos doscientos muertos en menos de cuarenta y ocho horas. Los dos bandos se enfrentaron con un salvajismo propio de otras épocas, tal como atestiguaron las imágenes difundidas por la televisión de Zagreb y de Belgrado, cada una de ellas insistiendo en la ferocidad del otro. El presidente del Parlamento croata no se conmovió excesivamente: “La guerra está comenzando. Es una oportunidad histórica que permite responder a las aspiraciones permanentes del pueblo croata: una Croacia libre y soberana”, declaró al comentar las matanzas de Banija.
Pero en el sur de la república de Croacia, en la proximidad del Adriático, Krajnina (300.000 habitantes, casi todos serbios) ha proclamado su autonomía. Se ha designado un “presidente”, se ha constituido un pequeño ejército que dirige un pintoresco militar advenedizo, el capitán Dragan. Escasas, pero aparentemente eficaces, sus armas han salido evidentemente de los almacenes federales, ya que Belgrado intenta separar Krajnina de una Croacia rebelde. A comienzos del mes de agosto, el capitán Dragan hacía públicas sus grandes ambiciones: lanzarse hacia el norte con sus milicianos, tomar la ciudad de Petrinja, a 80 kilómetros al sureste de Zagreb, después sitiar Karlovac, aún más cerca de la capital croata, aislando ésta de Eslovenia. “Krajnina no es ya croata, sino definitivamente serbia”, decretaba el “presidente” Babic, que manifestaba, además, su deseo de participar activamente en la creación de la Gran Serbia.
Etnia húngara
En Voivodina –territorio húngaro hasta el final de la Primera Guerra mundial, unido en 1922, por los tratados de paz de Trianón, al reino de los serbios, croatas y eslovenos, que se convirtió en 1931 en Yugoslavia–, la inestabilidad es una amenaza. A lo largo del mes de julio, el Parlamento serbio decidió que se prohibiera el uso del húngaro y restringió aún más los derechos reconocidos anteriormente a la etnia húngara. Pero al despertar del nacionalismo de Belgrado se corresponde el del nacionalismo actualmente manifestado por Budapest. En Yugoslavia viven unos 400.000 húngaros, que se han esforzado en mantener su cultura nacional. Este mismo año, el Ministerio de Educación y de Cultura de Budapest ha abierto un centro gubernamental encargado de velar por los derechos de la diáspora húngara. Para este fin se ha utilizado el antiguo instituto de estudios marxistas-leninistas: en un lugar destacado figura un mapa de la Gran Hungría de 1910, que va desde Ucrania hasta el Adriático. Asimismo, como respuesta al gesto de Belgrado, el primer ministro húngaro ha recordado que Voivodina había sido cedida al reino de los serbios, croatas y eslovenos, o sea a Yugoslavia, pero no a Serbia. En caso de desmembramiento, Budapest reivindicaría el retorno de esa antigua tierra magiar a la madre patria.
En el extremo sur de la federación, Macedonia –la antigua Manzana de Oro– ha sido siempre una manzana de la discordia: allí comenzaron las guerras balcánicas de principios del siglo que termina. La población macedonia está preparada para la secesión. Sus propias divisiones se añaden a las del mosaico yugoslavo. Se había constituido un gobierno compuesto por representantes de las diferentes etnias, pero los serbios y los musulmanes se enfrentan en él. Como las otras cinco repúblicas y las dos provincias autónomas que forman Yugoslavia, Macedonia rechaza a la vez las fronteras trazadas por los tratados de 1919-20 y las que dividen la Federación. Desearía más o menos confusamente una (imposible) reagrupación de las minorías macedonias de Albania, Grecia y Bulgaria que darían a luz un estado independiente. Semejante objetivo es una utopía: al igual que los kurdos, con una población repartida sobre el territorio de cinco Estados, los macedonios no pueden forjarse un dominio nacional a expensas de sus tres vecinos.
Después de haberse declarado independiente –el 25 de junio–, Eslovenia ha conquistado su libertad con las armas en la mano. Sus milicianos, unos 30.000 hombres, han resistido victoriosamente los asaltos de las tropas federales. El jefe del Estado Mayor del Ejército yugoslavo, Blagoge Adzic, es serbio, comunista, formado en la Unión Soviética donde hizo prácticas en la prestigiosa academia militar Frunze. Más del 50 por cien de sus fuerzas son serbias; aún más importante es la proporción de mandos serbios.
Adelantándose también, según parece, a las decisiones del poder político, el general Adzic intentó cumplir su misión antisecesionista con el rigor más extremado, tanto más cuanto que su familia fue víctima de las exacciones cometidas por los ustachis.
A pesar del desequilibrio de las fuerzas enfrentadas, de los aviones, los helicópteros y los blindados del ejército federal, la resistencia eslovena dio cuenta de los “federales”. Es cierto que, formando un bloque de interposición hostil, los croatas se oponían al poder central. Este, de forma totalmente involuntaria, había creado las condiciones que han dado origen a sus dificultades militares presentes. La invasión de Checoslovaquia en 1968 provocó en Belgrado una gran inquietud. La doctrina Breznev implicaba un derecho de intervención que Tito temía se aplicara a su país. Por eso decidió crear una defensa territorial que sería reforzada con auxiliares reclutados y entrenados en el plano regional. Adecuadamente armadas, esas unidades de milicianos asistirían al ejército regular en su resistencia al invasor, o eventualmente al ocupador si éste vencía al ejército regular. Pero, al pasar al control de los nacionalistas u otros “independentistas”, esas milicias constituyeron un peligro para el poder central. Este sufre todas las consecuencias de esa “defensa operativa del territorio” fundada en la movilización de una parte importante de la población civil. No sin razón Belgrado utilizaba el “cemento socialista” para apartar cualquier desviacionismo y más particularmente el retorno a los “nacionalismos étnicos”. Por otra parte, en aquellos momentos la liga de los comunistas croatas aprobó esas medidas: con ellas reforzaría su audiencia entre los croatas contribuyendo al mismo tiempo a la autoridad del poder central.
«Bien es cierto que, en la federación yugoslava, Eslovenia ocupaba una posición única»
El 3 de julio, Belgrado aceptó un alto el fuego. Después de haber perdido dos mil prisioneros, sufrido un centenar de muertos y heridos, comprobado la multitud de deserciones y que muchos soldados eslovenos se negaban a combatir y preferían unirse a los insurrectos, el presidente Mesic ordenó el repliegue de las fuerzas federales. Por su parte, Liubliana desmovilizó diez mil hombres y dejó en libertad a los prisioneros federales. Al menos en un primer momento, Eslovenia había demostrado el poder de los movimientos populares de independencia. Bien es cierto que, en la federación yugoslava, Eslovenia ocupaba una posición única.
En primer lugar, geográficamente, puesto que al oeste y al norte tiene fronteras con Italia y Austria, y al este, con Hungría; tres países ahora de economía liberal, tras haber sido además los dos últimos compañeros suyos en el imperio austro-húngaro. En segundo lugar, económicamente: a pesar de no ser más que el 9 por cien en el conjunto de la población de la federación, los eslovenos aseguraban el 29 por cien de las exportaciones yugoslavas, disponían de un PIB per cápita (12.500 dólares) dos veces y media más alto que el de los serbios, seis veces el de los habitantes de Kosovo, y ellos solos aportaban casi el 20 por cien del PIB federal, mientras que el trabajo estaba mejor remunerado en Eslovenia que en cualquier otro lugar de Yugoslavia. En fin, de todas las repúblicas y regiones autónomas, Eslovenia es la que tiene la Población más homogénea étnicamente: los serbios no figuran más que con un 2,2 por cien y los croatas con menos del 3 por cien. Nueve de cada diez habitantes son eslovenos. No sin cierta razón, los eslovenos –y los croatas– estiman que su contribución a la vida y al desarrollo de la federación sobrepasa con mucho el papel político y administrativo que se les consiente.
Como en la casi totalidad de los países socialistas, la gestión de los asuntos económicos de Yugoslavia ha sido durante demasiado tiempo desastrosa. La economía planificada, además de la ilusoria autogestión, ha causado estragos. Pero mientras una dictadura despiadada reprimió toda protesta, las poblaciones se mantuvieron en silencio y los movimientos nacionalistas se revelaron incapaces de explotar los descontentos. Más rica, geográficamente mejor situada, Eslovenia soportaba cada vez con más dificultad las trabas políticas y sociales que le imponía el poder central. La desaparición de Tito, el malestar, además del hundimiento del sistema comunista en Europa central y en la Unión Soviética, han creado las condiciones para una emancipación general: para Eslovenia, la solidaridad federal ya no era admisible; prefería sacar provecho de sus recursos en lugar de dedicar una buena parte de ellos al sostenimiento económico de las regiones pobres de la federación (Kosovo, Macedonia, Montenegro, Bosnia-Herzegovina).
La inestabilidad, los disturbios, las insurrecciones, la guerra civil en fin, han condenado un sistema moribundo. En Belgrado, en pleno verano, se reconocía que en el curso de los últimos nueve meses la economía yugoslava había perdido el equivalente a unos veinte mil millones de dólares (abandono del turismo, detención de las inversiones extranjeras, ruptura de los contratos de ventas al exterior, reducción de los envíos de divisas por parte de los trabajadores nacionales emigrados, inflación anual por encima del 100 por cien, ruina financiera de ciertas repúblicas en estado de suspensión de pagos, etcétera). Aunque económicamente sea la menos vulnerable de las repúblicas yugoslavas, Eslovenia comprobaba en aquellos mismos momentos que las hostilidades le costaban ya más de dos mil millones de dólares. Sin duda aceptaba pagar tan cara su libertad, pero con la condición de mantenerse al margen de las convulsiones de sus antiguos compañeros.
«Aunque el fracaso económico y social haya conducido al caos al conjunto de la federación yugoslava, es el ajuste de cuentas entre croatas y serbios lo que domina todos los demás enfrentamientos»
A comienzos del mes de julio el presidente de Eslovenia, Milán Kucan, se reunió en Viena con H.D. Genscher. En Belgrado la reacción fue muy viva. Los serbios no olvidaban la invasión nazi y el pacto del III Reich con los ustachis croatas. “Los alemanes vuelven a soñar con una salida al Adriático”, dicen unos. “Quieren reconstituir poco a poco una Mitteleuropa dominada al menos económicamente por Berlín”, añaden otros. Deseando asociar su destino a los países de la GE, los eslovenos, por su parte, dan los primeros pasos hacia los alemanes, intercesores obligados –y poderosos– para acceder a la Comunidad Europea, subrayan los serbios, a los que irrita la actitud de Bonn –favorable a la independencia de Eslovenia– y la de Viena, que hace de intermediaria en una operación política dirigida contra la unidad de Yugoslavia. Si la acusación resultase fundada, la gestión alemana presentaría una gran importancia: sería la primera vez que, enfrentándose con los recortes territoriales decididos por sus vencedores, una gran potencia cuestionaría los tratados resultantes de su derrota.
Aunque el fracaso económico y social haya conducido al caos al conjunto de la federación yugoslava, es el ajuste de cuentas entre croatas y serbios lo que domina todos los demás enfrentamientos.
Por muy antiguas que sean, las huellas de la historia se mantienen a menudo perceptibles. Los croatas recuerdan todavía hoy que en el siglo XII había un reino de Croacia y Dalmacia, aunque el soberano era el rey de Hungría. Durante ocho siglos, croatas y húngaros compartieron –no sin algunos contratiempos– las mismas pruebas y las mismas fortunas. En 1868, Budapest concedió a Zagreb cierta independencia, y Croacia obtuvo la gestión de sus asuntos administrativos con toda independencia. Pero en 1918, la derrota de los imperios centrales y la disolución de la monarquía austro-húngara decidió al Parlamento croata a romper la unión con Hungría. Sin duda, los dirigentes croatas se habrían erigido en gobierno de un Estado soberano de no haber temido que Italia, perteneciente al bando de los vencedores, absorbiese Eslovenia y Croacia. Se volvieron entonces hacia Serbia, que los trató con condescendencia. El regente, después rey, Alejandro (Karageorgevich) los asimiló a los vencidos de la Primera Guerra mundial a los que estaban asociados los croatas por sus lazos con Hungría. Ya antes de que los tratados reglamentaran política y territorialmente la postguerra, se pusieron de manifiesto las diferencias y en seguida la hostilidad entre los dos pueblos. Ni la voluntad de los vencedores, partidarios de un estado yugoslavo dominado por los serbios, ni más tarde el rudo puño de Tito, ni la argamasa comunista pudieron con ello.
Una oposición armada
No habiendo podido obtener de Serbia la autonomía acordada por Hungría, los croatas cambiaron de táctica. Una minoría turbulenta, sostenida por el Partido Campesino croata, rechazó el principio de la unión serbo-croata. En 1928, el jefe del Partido Campesino, Stiepan Radie, y otros dos diputados croatas fueron abatidos a tiros en pleno Parlamento, en Belgrado. Este triple asesinato aceleró la organización de una oposición armada, sostenida discretamente por Viena, Budapest, Roma y Sofía. Bajo la dirección de Ante Pavelic, los ustachis entraron en la historia cometiendo una serie de atentados, entre ellos el que costó la vida al rey Alejandro y a Louis Barthou (1934). Se sospechó de Hungría y la Sociedad de las Naciones la acusó, mientras que la Italia mussoliniana no era del todo inocente. Entre serbios y croatas la Segunda Guerra mundial creó algo imperdonable: los serbios fueron “resistentes”, los croatas, alineados al lado de las fuerzas del Eje, combatieron contra ellos. El 26 de marzo de 1941, atacan la Wehrmacht y la Luftwaffe, y el país es invadido. Pavelic cree que va a convertirse en el jefe de una Croacia independiente, mientras Mussolini se prepara a anexionarse Dalmacia y Croacia, y Hitler, consintiendo el desmembramiento de Yugoslavia, borra así los tratados que siguieron al de Versalles.
Al haberse apropiado Italia de Dalmacia, Hitler da, en compensación, Bosnia-Herzegovina al nuevo estado croata. Allí viven serbios. Se les eliminó con la deportación, la persecución y el exterminio. Medio siglo más tarde, el recuerdo de las violencias croatas permanece vivo en Serbia. Pero la caída del III Reich iba a invertir la relación de fuerzas y reunir las condiciones para una venganza implacable. Más de doscientos mil croatas se habían refugiado en Austria, y los aliados vencedores los devolvieron a Yugoslavia donde, a su vez, fueron exterminados por los serbios resistentes.
Una vez reconstituida Yugoslavia y colocada bajo la férula de Tito (un croata), se organizó la oposición en el exterior. Frente a las potencias occidentales, los nacionalistas croatas se presentaban como buenos demócratas, anticomunistas, perseguidos por el régimen comunistizante de Tito. No querían asumir la herencia de los ustachis, no hacía mucho sostenidos por las potencias del Eje. Pero en 1948, la sorprendente ruptura entre Moscú y Belgrado redujo al mínimo el interés de su causa: Occidente descubrió que tenía ventaja proteger a Yugoslavia con la esperanza de que un día, después de haber sido “no alineada”, se acercara al “mundo libre”. A cambio, Belgrado tuvo las manos libres para reprimir todo resurgir de las minorías nacionales y reforzar por todos los medios la cohesión de la Federación. También se intensificaron las actividades separatistas, alimentadas por numerosos exiliados, fuera de sus fronteras. Poco a poco, los nacionalistas croatas volvieron a emplear los métodos de los ustachis: incursiones armadas en territorio yugoslavo, atentados, raptos, secuestros de aviones, etcétera. Así fue como trataron de asesinar al presidente Tito en Zagreb en 1975, como sus comandos, entrenados en Austria y en Alemania, penetraron en Bosnia-Herzegovina para atacar puestos del ejército y de la milicia, como tomaron rehenes en Suecia, secuestraron un avión comercial, asaltaron embajadas y consulados de la Federación, se adueñaron en pleno vuelo de un avión de la TWA y obligaron a los pilotos a conducirlos a París. Las violentas manifestaciones del irredentismo croata desencadenaron una severa represión ejercida por los servicios de seguridad de Belgrado.
En el Oeste, los países miembros de la OTAN buscaban más la estabilidad de los Balcanes, una vez convencidos del desvío de Yugoslavia hacia la economía de mercado y de que el fracaso de la planificación estatal se haría un día insoportable a las poblaciones: “El restablecimiento de un Estado croata soberano plantearía problemas que no sería capaz de resolver, especialmente en lo que concierne a la cuestión de las fronteras y al estatuto de la minoría serbia, que se encerraría en una oposición feroz. Occidente no tiene nada que ganar alentando a los separatistas; el estado fantasma croata no es más que una creación de las potencias del Eje que prefirió declarar la guerra a los aliados. Todavía les interesa a éstos sostener la integridad y la independencia de Yugoslavia, particularmente en el período crítico que seguirá a la desaparición de Tito”.
Si Yugoslavia ha sobrevivido a la muerte de Tito, en cambio le es difícil resistir el gran movimiento de liberalización desencadenado por el hundimiento de la economía soviética y por su corolario: el “gorbachovismo”. Pero esta primera guerra civil que tiene ahora por escenario a Europa no deja de inquietar a los gobiernos europeos: Francia propuso, a comienzos de agosto, la creación de una fuerza nacional de interposición entre serbios y croatas; Roma “no puede aceptar pasivamente una situación que evoluciona hacia una anexión de Croacia por Serbia”; Alemania acusó explícitamente a los serbios –viejo reflejo germánico–: “Serbia sabotea nuestros esfuerzos de paz”; después de la cumbre de La Haya, Londres se levantó contra la postura de Bonn favorable a los croatas y el Kremlin hizo saber que se opondría a toda intervención en los asuntos de Yugoslavia, temiendo que al apoyar las secesiones, los europeos del Oeste –menos Gran Bretaña– podrían alentar más aún la dislocación de la Unión Soviética. Tal como se verá a continuación, la “Europa política”, incluida la “casa común” de Gorbachov, exhibió una vez mas su división y, en consecuencia, su inexistencia.
«Ya el 25 de junio, al adoptar nuevas instituciones, el Parlamento croata había proclamado la independencia, pero, al mismo tiempo, reconocía durante un período transitorio las instituciones yugoslava»
A pesar de los enfrentamientos armados que se desarrollaron en la noche del 2 al 3 de agosto, el Gobierno croata declaró que “aceptaría todos sus compromisos con la condición de que no se discutiera la integridad territorial y la soberanía de Croacia”. Pero, añadió el viceprimer ministro Zdrava Tomac, “somos favorables a una negociación que legitimara la disociación seguida de una eventual asociación”: bajo una nueva forma, quería decir, ya que el sistema confederal había sustituido al sistema federal preferido por los serbios. Ya el 25 de junio, al adoptar nuevas instituciones, el Parlamento croata había proclamado la independencia, pero, al mismo tiempo, reconocía durante un período transitorio las instituciones yugoslavas en la medida en que éstas respetasen el principio de la paridad de las repúblicas. Una alianza –aún sin definir– de estados soberanos correspondería de esta manera a un tipo de Unión Yugoslava. Pero las minorías serbias “enclavadas” en Croacia limitaron el alcance de las declaraciones gubernamentales. El 22 de agosto volvieron a comenzar los combates: un muerto, sesenta heridos en la región de Krajina, en el suroeste de Croacia, y aún las hostilidades produjeron otras víctimas en Eslavonia, al este de Zagreb. El presidente croata, Tudjman, consciente de la inferioridad de sus medios militares frente al ejército federal cada vez más “serbizado”, reclamó urgentemente el envío de una formación de cascos azules: sin éxito, debido a la parálisis que caracteriza a las instituciones internacionales cuando existe desacuerdo entre las potencias principales miembros del Consejo de Seguridad, incluida la falta de entendimiento en el seno de la CE.
El 26 de agosto, el ejército federal atacó las posiciones croatas en Eslovenia… “Guerra de conquista”, exclamaron los croatas. “Ofensiva generalizada de las fuerzas croatas contra el ejército” replica Belgrado. El presidente de la comisión encargada de controlar la aplicación del alto el fuego presentó la dimisión, las pasiones pudieron más que la concertación. También el mismo día, el primer ministro croata, volviendo a sus posturas anteriores (“Croacia no está en guerra”), se dirigió a la población: debía prepararse para el conflicto y “organizarse para la defensa de la integridad y la independencia de Croacia… No queda más que una solución, una defensa activa… Debemos prepararnos para ella y preparar también a los países extranjeros, no escuchar ya los vacíos discursos de la presidencia federal que no sirven sino para ocultar la vil ocupación de Croacia”.
Una y otra parte se movilizan, los estados mayores entrenan a los reclutas y los Gobiernos buscan y compran armas. Las autoridades croatas exigen de Belgrado que el ejército federal se retire de Croacia y que cesen los combates como muy tarde el 31 de agosto. Pero en Belgrado la dirección colegiada se revelará incapaz de definir al agresor y tampoco sabrá cómo poner término a las hostilidades. Zagreb reclama la internacionalización del conflicto y la comunidad internacional hace oídos sordos : no hay petróleo, no hay armamento químico o nuclear que temer, no hay unanimidad. En el escenario, continúan los combates: el ejército federal y las milicias serbias han atacado Vukóvar, en Croacia oriental: más muertos y heridos.
Sin embargo, el 27 de agosto, los ministros de Asuntos Exteriores de los Doce propusieron que una comisión europea de arbitraje se hiciera cargo de la crisis para poder llegar a una solución negociada. El presidente croata aceptó en seguida el principio y se le unió el presidente serbio, sin duda no sin reticencias, pues Belgrado habría preferido que la suerte de las repúblicas se arreglase entre ellas, en la sede de la federación. Ese debía ser el objetivo de la reunión del 4 de septiembre, cuando los representantes de las seis repúblicas habrían de sentarse a la misma mesa para “poner fin al trágico conflicto en Yugoslavia, condenando la política de la fuerza, de los hechos consumados y de los actos unilaterales”, según las declaraciones del primer ministro federal Ante Markovic.
No sin algunas justificaciones, los serbios se jactan de su precedencia política (su independencia fue reconocida en el Congreso de Berlín), de las decisiones justas y generosas que adoptaron a lo largo de su historia (muralla contra los turcos, participación con los aliados en contra de Alemania y el imperio austro-húngaro y después contra las fuerzas del Eje) y, en fin, evocan las atrocidades de las que fueron víctimas por parte de los croatas y de su violenta militancia: “Los pogroms contra los serbios (tres millones de muertos en ochenta años) no tienen parangón más que en los pogroms contra los judíos durante la Segunda Guerra mundial”, escribía Dragestar Mitrovic, director de investigaciones en el INSERM8. En el curso de la Segunda Guerra mundial, 700.000 serbios fueron asesinados por los ustachis y, más en general, por el Gobierno “títere” de Croacia aliado con los alemanes y los italianos.
Los oficiales serbios se rebelaron contra la poderosa Alemania hitleriana después de la firma del tratado en Viena (el 25 de marzo de 1941) que significaba la adhesión de Yugoslavia al Pacto Tripartito. Menos de dos semanas después, el nuevo rey Pedro II buscaría la protección de la URSS, con la que concluyó un tratado de amistad el 5 de abril de 1941. Al día siguiente, la Luftwaffe bombardeó Belgrado, decidiendo un nuevo sacrificio de los serbios a la causa aliada. La Wehrmacht aplastó al ejército serbio, que capituló. Yugoslavia volvió a ser descuartizada: Croacia, proclamada independiente, se extendió sobre la mitad del territorio; desapareció Eslovenia; Estiria, en el norte, se anexionó al III Reich; Carintia, en el sur, a Italia; Hungría se atribuyó Voivodina; Bulgaria hizo lo mismo con Macedonia; Italia controló, además, Montenegro y Kosovo.
Movimiento de resistencia comunista
Con la firma del tratado de amistad soviético-yugoslavo de abril de 1940 nació un movimiento de resistencia comunista y nacionalista dirigido por Tito. La ejecución del plan Barbarossa permitió al Kremlin lanzar una llamada a la insurrección general contra las fuerzas de ocupación del III Reich. Captado en Yugoslavia, consiguió decenas de miles de partisanos. En esta montañosa región de Europa se instaló una guerrilla ante la que la Wehrmacht, ejercito clásico, tributaria de una logística pesada, se reveló particularmente vulnerable. Con otro movimiento de resistencia, el de los chetnik monárquicos, se hizo imposible el entendimiento y Tito obtuvo pronto la victoria numérica y política. La supremacía de los combatientes comunistas decidió así el destino de Yugoslavia después de la guerra. También, en aplicación de las nuevas instituciones, tanto los eslovenos como los croatas, que se habían alineado al lado de los países del Eje y no habían participado en la resistencia contra el ocupante, fueron sancionados por Belgrado. El fracaso económico del sistema y el “gorbachovismo” hicieron el resto, o sea, la implosión de la federación.
Si bajo la protección alemana la Gran Croacia duró hasta el fin de las hostilidades, ¿podrá la Gran Serbia renacer de la actual discordia? ¿Conseguirá Slobodan Milosevic, presidente de Serbia, reunir a todos los serbios en un mismo Estado? Más del 12 por cien de éstos viven en territorio croata. Según los “halcones” de Belgrado, es necesario que Zagreb saque las consecuencias y abandone Krajina y Eslovenia en manos de Serbia, que se hagan algunas reagrupaciones, es decir que una “migración organizada” de una población poco numerosa asegure la unión de todos los serbios; cierto que el 15 por cien de éstos pueblan todavía Montenegro y Bosnia-Herzegovina (también Macedonia), pero estas dos repúblicas habrían de asociarse a Serbia en una nueva federación que dirigiría Belgrado. A menos que Bosnia-Herzegovina corra con los gastos de un acuerdo entre serbios y croatas, afirman otros maquiavelos de los Balcanes. De todas formas, las fronteras de las repúblicas deberían volver a trazarse, pero mediante un acuerdo entre los ex yugoslavos, sin intervención extranjera. El presidente serbio no desaprueba solamente las ambiciones croatas. También ataca la Constitución yugoslava de 1974, que limita el ejercicio de la autoridad del Gobierno serbio sobre su propio territorio, ya que, además, el Gobierno colegiado se ha revelado incapaz de dirigir de forma conveniente la economía de la federación.
Después de tres meses de combates esporádicos en el curso de los que se utilizaron todas las armas clásicas, desde el bazooka al avión pasando por carros de combate, Europa, una vez más, ha mostrado sus deficiencias políticas. En el Oriente Próximo y en otros lugares del mundo donde pretende ponerse como ejemplo, se plantea la cuestión de saber qué autoridad puede tener en sus intervenciones en el extranjero cuando se muestra incapaz de resolver sus diferencias internas.
Alemania ha propuesto llegar a sancionar económicamente a Serbia; Francia prefiere los foros donde se discuta: una reunión de los representantes de los países de la UEO –organismo fantasma–, la toma de posición de la ONU, la movilización de la CSCE; Holanda no cree en la eficacia de las sanciones económicas y prefiere contemporizar; Italia, ya lo hemos visto, reclama la independencia de Croacia. Sin éxito se han sucedido en Belgrado las misiones de los tres “embajadores” de la CE. Como último recurso, prudentemente, el presidente Mitterrand se atiene “a las aspiraciones legítimas de los pueblos de Yugoslavia”. Ante la continuación de los enfrentamientos, sin matices, tal como actúa habitualmente, Estados Unidos ha tomado posición: acusa a Serbia “de una particular responsabilidad, cada vez mayor, en la trágica evolución del país”. Denunciada, así, Serbia ante la comunidad internacional, la CE procuraría los medios (¿cuáles?) de una “mediación activa”, reuniendo a las partes interesadas –con exclusión de Serbia– con vistas a detener las sanciones consiguientes a la prolongación de los combates.
El comportamiento de la Alemania reunificada frente a la crisis yugoslava debería hacer reflexionar a los analistas. Favorable a la independencia de Croacia y Eslovenia –en sus antiguos y transitorios dominios–, Bonn ha utilizado la amenaza de reconocer esta independencia como medio de presión contra Serbia, su adversario de antaño. Es cierto que si la postura alemana en favor de la independencia no fuera compartida por los principales socios europeos, la diplomacia alemana se hallaría pisando en falso, de modo que ha utilizado una vía indirecta: el chantaje para poner fin a las hostilidades.
Para el futuro, Bonn –mañana será Berlín– tiene gran interés en convertirse en el campeón de las minorías. De esta manera, un día aparecerá como más legítima la reunión de todos los alemanes en un solo Estado. En buena lógica, habría que haber sostenido a las minorías serbias imbricadas en el tejido demográfico croata. Pero es al contrario: es el conjunto de Croacia, considerada como minoritaria en la federación yugoslava, lo que defiende Alemania. La discrepancia que existía hace medio siglo pesa sobre el presente: por un lado, próximas a los “independentistas” croatas y eslovenos, Alemania, Italia, Austria y Hungría, alineadas como lo estuvieron en el curso de la Segunda Guerra mundial; por otro, orientadas hacia Serbia y la unidad de la Yugoslavia todavía comunistizante, la URSS descomunistizada y, a cierta distancia, Gran Bretaña y Holanda. Francia queda a la expectativa por temor a dar un nuevo paso en falso.
No hay nada de sorprendente en que la Alemania de los Lánder proclame su preferencia por la descentralización, o sea, por la autonomía de las repúblicas yugoslavas; tiene interés en acercar a los eslovenos y croatas a la CE y más todavía en introducirlos en el gran mercado alemán de los países de la Europa central, actualmente orientados hacia el liberalismo económico. El “centralismo burocrático”, del que Serbia es uno de los últimos bastiones de Europa, justifica esta política. Además, ser el heraldo de los pueblos que quieren ser sus propios dueños –extendiendo este derecho a las minorías– permitiría, por ejemplo, a los alemanes de Polonia, a los de la antigua Prusia, y a otros todavía desparramados por Europa oriental volver legítimamente a la madre patria. Que Yugoslavia implosione y eso será una consecuencia más de los recortes territoriales decididos por los vencedores al día siguiente de las dos guerras que consagraron la derrota de Alemania. Se hará también un poco más tabla rasa del pasado. En fin, al manifestar su voluntad política y diplomática, Bonn borra las dilaciones y las reservas que mostró en la crisis del Golfo. Levanta el tono –o al menos lo desearía hacer– a la medida de su potencia económica y del papel principal que quiere –y puede desempeñar en Europa.
«El derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, la no ingerencia en los asuntos de otros estados pasaban por ser fundamentos elementales de la prudencia de las naciones»
La gestión de los asuntos internacionales y la actitud de los Gobiernos ante el desarrollo de los acontecimientos exteriores también están en crisis. La renuncia, sin duda definitiva, a la economía planificada y, en general, al marxismo-leninismo y a sus carencias morales, sociales y políticas, el maelstróm gorbachoviano y la emergencia de una gran potencia portadora de la bandera de la economía de mercado triunfante, esas prodigiosas mutaciones ocurridas en menos de un decenio han contribuido al desorden de los espíritus. El derecho internacional y el orden moral se evocan según los intereses de las potencias cuyos éxitos económicos y sociales –comparados a los fracasos del socialismo– dan seguridad sobre su superioridad, la justicia de su causa, es decir, la legitimidad de sus pretensiones.
El derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, la no ingerencia en los asuntos de otros estados pasaban por ser fundamentos elementales de la prudencia de las naciones.
¿Pero qué significa actualmente el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos? Un ejemplo: antes de la derrota de los golpistas “conservadores” soviéticos no se admitía la independencia de los países bálticos. No tenían derecho a disponer de sí mismos. Había que atender a Moscú, prevenir el desmembramiento de la URSS, guardarse de sus imprevisibles consecuencias; en suma, por miedo a lo desconocido, impedir a los otros pueblos, ávidos de libertad, acceder a la soberanía. El movimiento conservador fracasó y, en seguida, vemos que los bálticos tienen derecho a la independencia. Se precipitaron hacia sus capitales para consagrar una situación de hecho que sólo una semana antes les había sido negada. De la misma manera, algo antes de la reunificación de Alemania, París declaró sentenciosamente que esta reunificación no era de actualidad. En realidad, no pasaba por ser de actualidad porque a Francia no le interesaba que se unificaran en un mismo Estado las dos Alemanias. Y la misma actitud se ha mantenido respecto a la implosión en Yugoslavia.
La regla de la no ingerencia, ayer unánimemente aprobada, se ha transformado progresivamente en derecho de ingerencia, y después en deber de ingerencia. La potencia de los medios de comunicación no es ajena a tal cambio. Desde hace unos años, el progreso de las técnicas puestas a disposición de los medios de comunicación ha creado una nueva situación: ahora se sabe, tanto en las antípodas como más allá de las fronteras, cómo se vive, cuánto bienestar o cuánta miseria constituyen el patrimonio, feliz o desafortunado, de los seres humanos. Y cuando es excesivamente manifiesta la diferencia entre los niveles de vida, el más desposeído ya no acepta lo intolerable. La oleada hacia Berlín oeste después de la demolición del muro lo ha demostrado. Otra prueba del poder de los medios de información: los manifestantes, en Europa oriental, igual que en otras partes del mundo, enarbolan pancartas escritas en inglés, con el fin de que sus reivindicaciones, transmitidas por televisión, sean entendidas por toda la comunidad internacional. Las diferencias económicas y sociales de las dos sociedades antagónicas han sido puesta a dura prueba por las comparaciones que permite hacer la generalización de la información. Una se disgrega y busca una nueva vía, mientras que la otra, triunfante, se atribuye méritos y derechos que no habría osado mostrar cuando el mundo giraba alrededor de dos polos antagónicos.
Manteniendo el monopolio del conocimiento, del éxito socioeconómico, de la potencia científica, industrial, comercial, militar, Estados Unidos, sus aliados atlánticos y, en menor medida, los extremo-orientales, se han adjudicado la misión de instaurar un nuevo orden mundial. Sólo que resulta que, en teoría, ese nuevo orden mundial implicaría la ingerencia en el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Pero en Kiev, hablando a un auditorio que buscaba su emancipación, Bush creyó conveniente llamar al orden a los ucranianos, al orden establecido: “…Es peligroso un nacionalismo suicida fundado sobre un odio étnico”. La frase estaba cronológica y geográficamente desplazada. Se habría aplicado mejor a la Yugoslavia en implosión, donde son patentes los odios étnicos, no en Ucrania.
¿Cómo poner la ingerencia al servicio del derecho tal como lo conciben las poblaciones interesadas y no tal como la ve el interés de las potencias que intervienen? No sólo se ha renunciado a ello, sino que se ha tenido cuidado de no pensarlo siquiera cuando Vietnam invadió Camboya y metió en vereda a Laos, o cuando Pol Pot exterminaba a sus propias poblaciones, o también ante la ocupación de la parte oriental de Chipre por Turquía. Y hubo la misma reserva cuando la invasión de Afganistán por la URSS, cuando las expediciones americanas a Granada o a Panamá o después de la salvaje represión de las revueltas de Georgia. La brutalidad con que fue resuelta la crisis del Golfo, las aspiraciones de los países bálticos largo tiempo menospreciadas, las divergencias que suscitan los acontecimientos de Yugoslavia invitan a interrogarse sobre el juicio de las potencias que pretenden organizar el mundo, y más aún, sobre el buen fundamento de sus intervenciones.