Tendencia muy marcada en la región a la que el país había logrado escapar, la polarización confesional se refleja en el enfrentamiento entre los huthis, de un lado, y Al Qaeda, del otro.
El proceso revolucionario yemení iniciado a principios de 2011 en plena euforia de las primaveras árabes dista mucho de haber concluido. Más bien parece darles cada día a los optimistas menos razones para creer en él. La conquista de Saná, el 21 de septiembre de 2014, por parte de los rebeldes huthis, que reivindican la identidad zaidí-chií, ha abierto un nuevo capítulo de la época posterior al mandato de Ali Abdallah Saleh, caracterizada por unos vaivenes incesantes, pero también por una violencia cada vez más indiscriminada.
La repentina caída de la capital yemení en manos de un movimiento calificado de chií, sin mucha resistencia por parte del ejército nacional, ha sido para muchos una verdadera sorpresa y da pie a diversas lecturas, a veces imaginarias. El conflicto con los huthis, en el marco de lo que se ha denominado la guerra de Saada, tiene su origen en junio de 2004, en una ofensiva militar llevada a cabo en el extremo norte del país contra “los partidarios de Hussein al Huthi”, principal líder del movimiento, al que mataron en septiembre de 2004. Los huthis no solo se movilizan en nombre del zaidismo y contra la marginación económica y social de la provincia de Saada, sino que critican con ferocidad la alianza del gobierno yemení con Estados Unidos en el marco de la lucha antiterrorista.
El estancamiento del conflicto de Saada, el alto grado de represión y la propaganda estatal tienen consecuencias importantes para el sentimiento de identidad: el poder instrumentaliza las lógicas de estigmatización del zaidismo respaldadas por los islamistas suníes, concretamente por los Hermanos Musulmanes y los…