Rusia es uno de esos países para el que es especialmente recomendable, como primera aproximación a su idiosincrasia, leer a sus clásicos. Aviso a navegantes: cuanta más literatura rusa conoce uno, más fascinación le despierta el país, y viceversa. En las memorias de Richard Nixon (Simon & Schuster, 1992) encontramos un ejemplo. Al final de su tercer año de universidad, un profesor le aseguró al futuro presidente de Estados Unidos que su educación no estaría completa hasta que leyera a Tolstói y a otros grandes novelistas rusos. Posteriormente, Nixon reconoció que Anna Karénina fue su puerta de entrada a la Unión Soviética de Nikita Jruschov, a quien visitaría en 1959. Conocer los pasajes en los que habla Levin, el terrateniente liberal (alter ego de Tolstói) que ve frustrada toda tentativa de innovación agrícola por parte del campesinado ruso anclado en la tradición, le ayudaría a lidiar con el máximo dirigente soviético, que procedía de una humilde aldea rural en la actual frontera rusa con Ucrania. Su discusión sobre qué olía peor, si el estiércol de caballo o el de cerdo, en alusión a una resolución sobre las “naciones cautivas” recién aprobada en Washington, ya forma parte de la historia de las relaciones internacionales.
El baile de Natasha
Orlando Figes
Traducción de Eduardo Adrián Hojman
Barcelona: Taurus
2021. 730 págs.
El encuentro entre personalidades contrapuestas es una solución narrativa eficaz, y lo es también en El baile de Natasha, ensayo del académico británico nacionalizado alemán Orlando Figes, profesor en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, porque la historia de la patria de Pushkin ha basculado primordialmente entre opuestos: Moscú-San Petersburgo, capital-provincia, ateísmo-fervor religioso, Oriente-Occidente, razón-pasión, cosmopolitismo-nacionalismo, delator-represaliado, amnesia-memoria, etcétera. Para abrir y cerrar su historia cultural de Rusia, Figes recurre a la descripción de sendas escenas en…