Wirecard: la caída del gran emblema tecnológico de Alemania
El pasado lunes, Markus Braun, emprendedor austriaco y exconsejero delegado de Wirecard, la empresa alemana de procesamiento de pagos en internet, declaró ante un tribunal de Múnich. Braun está acusado de fraude, apropiación ilícita, manipulación del mercado y trampas contables. Afirmó que estaba arrepentido de algunas decisiones que tomó al frente de la empresa, y reconoció que cuando los auditores se negaron a firmar sus cuentas porque, tras años de dudas, se dieron cuenta de que estas eran fraudulentas, se quedó en estado de shock. Pero negó haber perpetrado ninguna clase de fraude.
Su caso ha sido un pequeño escándalo entre la élite política y económica alemana: Wirecard era un emblema del potencial tecnológico del país, una compañía innovadora, que había crecido en Asia, que podía competir con las empresas anglosajonas y que, se creyó en algún momento, podía sustituir a Deutsche Bank como el gran modelo de las finanzas globales alemanas. Cuando empezaron a ser evidentes las muchas incongruencias de su supuesta actividad, los políticos, los reguladores, los periódicos e incluso la fiscalía de Alemania la protegieron. Sin embargo, con independencia del veredicto que reciba Braun, Wirecard cayó. Estrepitosamente.
Del porno y el juego a la respetabilidad
Los orígenes de Wirecard no son elegantes. En sus inicios, entre finales del siglo XX y principios del XXI, fue una de las muchas empresas que surgieron para gestionar el creciente volumen de transacciones económicas que se producían en internet. Su primera especialidad fue procesar pagos de pornografía y apuestas. Pero, tras casi desaparecer durante la crisis de las puntocom, y después de fusionarse con otras empresas y poner a Braun al frente, inició el camino hacia la aparente respetabilidad. Nunca perdió el aura de empresa rompedora, con reglas propias y una cierta tendencia al despilfarro y el caos, pero poco a poco fue apostando por actividades más respetables, siempre dentro del procesamiento de pagos. Empezó a colaborar con Visa y MasterCard, con grandes aerolíneas y agencias de viajes, con aseguradoras y toda clase de tiendas online, al mismo tiempo que desarrollaba una aplicación de pagos para móviles y, sobre todo, se expandía a un ritmo asombroso: en el transcurso de apenas una década, Wirecard abrió una sede en Singapur, empezó a operar en países como Nueva Zelanda y Australia, tenía oficinas en Filipinas y Emiratos Árabes y se adentró en los mercados chino y estadounidense.
Sin embargo, ya en 2015, Dan McCrum, un joven periodista de Financial Times asignado a Alphaville, el servicio de noticias y análisis del periódico destinado a los profesionales de los mercados financieros, comenzó a publicar posts informales sobre el modelo de negocio de Wirecard y sus prácticas contables. Ocho años después, McCrum ha publicado el libro Money Men. A Hot Start-Up, A Billion-Dollar Fraud, A Fight for the Truth, un vertiginoso relato periodístico en el que cuenta cómo se empeñó en investigar Wirecard a fondo, convencido de que se trataba de un fraude, cómo se topó con la incomprensión de los mercados financieros e incluso de su propio periódico, pero sobre todo cómo chocó con el establishment alemán. Wirecard negó una y otra vez que los hallazgos de McCrum fueran ciertos, y recibió el apoyo unánime de las élites económicas alemanas. Estas consideraban que, una vez más, el FT estaba actuando como una herramienta del capitalismo anglosajón para intentar desacreditar y destruir una empresa que representaba el modelo alternativo del capitalismo alemán. La defensa fue tan abrumadora que la fiscalía alemana llegó a citar a McCrum y algunos de sus compañeros, acusados de manipular los mercados para hacer caer las acciones de Wirecard, enriquecerse ellos mismos con apuestas contra su valoración e injuriar a las auditoras que certificaban su honestidad y a un consejo de administración en el que había representantes de la aristocracia económica del país.
Pero tras mucho insistir, y ver cómo sus hallazgos eran desacreditados una y otra vez, al final McCrum y unos cuantos colaboradores acabaron demostrando que sus suspicacias estaban bien fundamentadas. La supuesta expansión de Wirecard era un fraude. En Singapur, un jefe tiránico ordenaba por correo electrónico a sus empleados que inventaran facturas y falsearan las cuentas. En otros países asiáticos, las supuestas sedes de la empresa eran oficinas vacías en edificios ruinosos donde apenas había empleados. Buena parte de su actividad en Asia era tan solo un mecanismo para atribuir ingresos y mover dinero que en realidad no existían. “Estos negocios –le dijo McCrum a Braun en una de las contadas ocasiones en las que pudo enfrentarse a él– o bien se utilizan para ocultar dinero inexistente o para mandar dinero que sí existe a terceros”. Braun se zafó de esta acusación con la retórica de un emprendedor sofisticado y acusó a antiguos empleados de estar celosos por el éxito de Wirecard y el suyo propio.
Si Braun ejercía de jefe un tanto elusivo que, al mismo tiempo, sabía manejar a la prensa y a las autoridades financieras, su segundo, Jan Marsalek, otro austriaco que presumía de gustos carísimos, ejercía un estilo de liderazgo caótico y autoritario. Marsalek parecía incapaz de desempeñar el papel de alto ejecutivo de una empresa cotizada y frecuentaba los rincones más oscuros de las finanzas acompañado de equipos de seguridad personal: no solo organizó la falsa expansión de la empresa, sino que tenía contactos con mafias vinculadas al Estado ruso y, según informaciones posteriores de la prensa alemana, podría haber sido desde el principio un espía de Rusia.
La caída
En todo caso, a partir de 2019 los descubrimientos de McCrum y su equipo se precipitaron, mientras eran sometidos a vigilancia y amenazados explícitamente por gente contratada por Wirecard, probablemente por Marsalek. Las acusaciones se concretaron, las acciones de Wirecard fueron perdiendo valor e incluso los auditores que hasta entonces habían firmado sus cuentas reconocieron que la información que recibían de la empresa era insuficiente y que ya no podían seguir dándola por buena. En 2020, se supo que Wirecard se había inventado la existencia de 1.900 millones de dólares. McCrum cuenta con ritmo de thriller cómo cada día que pasaba la empresa iba perdiendo credibilidad y cómo sus defensores y sus consejeros, perplejos, oscilaban entre aferrarse a la versión de Braun o abandonar el proyecto, al temer por su reputación e incluso por sus responsabilidades penales. Cuando Wirecard cayó en 2020, Braun fue despedido. Ahora lleva en la cárcel dos años y medio. Marsalek desapareció y la Interpol sigue buscándolo. McCrum cuenta que tal vez huyó a Bielorrusia y hoy podría estar en Rusia.
Money Men es uno de tantos libros que, en los últimos años, han expuesto los fraudes de empresas tecnológicas como WeWork o Theranos. Pero, además de su calidad periodística y narrativa, destaca por el retrato que hace del establishment económico alemán, dispuesto siempre a defender a sus empresas incluso cuando es evidente –como ya ocurrió en el pasado con algunos de sus bancos– que sus prácticas no están al altura de la supuesta rigidez y seriedad de las prácticas del país. Y, también, cómo este establishment siente que sigue compitiendo con el mundo anglosajón por su defensa de un capitalismo distinto, más ordenado y responsable que el del modelo neoliberal.
La caída de Wirecard no es ni mucho menos una acusación a toda la élite alemana y a su sistema de regulación financiera. Pero sí es un vertiginoso recordatorio de todos los peligros que se ocultan tras la retórica emprendedora y tecnológica, y de cómo grupos sociales respetados y admirados pueden ser incapaces de ver lo que un outsider espabilado intuye y demuestra gracias a su tenacidad.