Washington y Moscú: los límites de una alianza
Veinticinco años después del final de la guerra fría, Estados Unidos y Rusia no han logrado delimitar un marco duradero de convivencia. Es más, durante la ultima década, desde que la presidencia de George W. Bush coincidió con el principio de la larga etapa –salvo los cuatro años en los que gobernó formalmente Dimitri Medvedev– de Vladimir Putin en el poder, las relaciones entre ambos países se han deteriorado paulatinamente, sin llegar a romperse.
Este periodo centra el libro The Limits of Partnership, US.-Russian Relations in the twenty-first century, escrito por Angela E. Stent, profesora en la Universidad de Georgetown y exasesora para asuntos rusos de los presidentes Bill Clinton y George W. Bush. En su doble condición de teórica y de práctica, Stent hace un balance riguroso –sin inquisiciones ni ditirambos– desde que aquel 25 de diciembre de 1991 en que Mijail Gorbachov anunció el final de la Unión Soviética. El primer escollo no lo produjo ningún acontecimiento en particular, sino la ausencia de una hoja de ruta tanto en Washington como en Moscú para afrontar este nuevo escenario, en el que Rusia se convirtió en la principal sucesora de la URSS, especialmente en lo tocante a su papel en la escena mundial. Una posición que la administración del presidente George H. W. Bush (Bush padre) consiguió apuntalar al convencer a otras repúblicas exsoviéticas de que solo Moscú debía controlar el antiguo arsenal nuclear soviético.
Sin embargo, este éxito parcial no disipó el equívoco que sigue enturbiando las relaciones entre ambos países: EE UU interpretó la caída del muro y la posterior disgregación de la URSS –pese al deseo de Bush padre de no querer enemistarse con los rusos– como una victoria de la democracia y de sus propios intereses estratégicos. En cambio, los dirigentes rusos lo vivieron como una auténtica humillación. Lo que más sigue doliendo a estos últimos es no haber sido tratados de igual a igual (as an equal partner) por EE UU. Esta frustración explica en gran parte el comportamiento diplomático de Putin, empeñado en volver a situar a Rusia como un actor planetario de primera importancia.
Stent desmenuza el método Putin para dilatar o entorpecer la resolución de conflictos conforme a los deseos estadounidense –véase la Guerra de Irak o el actual conflicto sirio– o para plantar cara a Washington en asuntos como el despliegue del escudo antimisiles en Europa Central, sin olvidar la comodidad con la que el presidente ruso ha actuado recientemente en Ucrania o el caso Snowden y las escuchas de la NSA, que frustró la celebración de la última cumbre bilateral entre Putin y Barack Obama.
Además, la incomprensión se hace extensiva al ámbito económico. En el libro, Anatoli Chubais, exasesor aúlico de Boris Yeltsin, lamenta con amargura que no se materializase gran parte la ayuda económica (24.000 millones) que una conferencia internacional de donantes prometió en 1992 para paliar el caos que entonces imperaba en la economía rusa. Chubais está convencido que de haberse cumplido esa promesa, hubieran mejorado la economía rusa y las relaciones con Washington. “Es triste. EE UU desaprovechó una oportunidad”, afirma Chubais.
Pese a esta y a otras oportunidades perdidas, se produjeron ciertos avances en materia de desarme, en la lucha antiterrorista y otros nada desdeñables en el ámbito interno ruso –a los que Washington ha contribuido– y cuya principal consecuencia ha sido la transformación de Rusia en lo que Stent califica como un cuasi Estado de Derecho, una cuasi economía de mercado, pues la autora atribuye a Putin el mérito de haber puesto cierto orden en la economía rusa.
La principal sugerencia que fórmula Stent a Washington consiste en seguir comprometiéndose a largo plazo con Moscú sin esperar avances espectaculares y rápidos. De momento, se han acumulado demasiados contenciosos entre ambas partes como para pensar en algo más que en una alianza limitada.
José María Ballester Esquivias, periodista.