Donald Trump ganó la elección presidencial porque supo conectar con el “estado de cabreo” de buena parte de la sociedad estadounidense, cuyas causas, como señaló Barack Obama poco después de la victoria del republicano, son tres: la globalización, la tecnología y el enojo con las élites del país.
China, como principal beneficiario de la globalización, tiene mucho que ver: desde 1978, entre 300 y 400 millones de personas que vivían en las zonas rurales del país se han trasladado a las fábricas de la costa con salarios al principio entre 15 o 20 veces más bajos que los del mundo desarrollado. Aún hoy, estos salarios siguen siendo muy inferiores. A ello hay que sumar 100 o 200 millones de personas de otros países de Asia. Los obreros del mundo desarrollado tuvieron que competir con ese “ejército de reserva”. Muchos empresarios llevaron su producción a China o impusieron rebajas salariales con la amenaza de hacerlo. Sectores industriales enteros se vieron seriamente perjudicados.
Pero fue la crisis económica, iniciada en 2008 con la caída de Lehman Brothers, lo que colmó la paciencia de muchos estadounidenses. El sector financiero, que con sus excesos la provocó, fue salvado con dinero público sin que el poder político fuera capaz de imponerle limitaciones, aplicando el principio de too big to fail. Ni siquiera se incrementaron de forma significativa los impuestos sobre los escandalosos salarios de los ejecutivos. Ahora los grandes bancos norteamericanos son aún mayores que antes de la crisis y sus directivos se siguen repartiendo docenas de miles de millones de dólares. En palabras de Martin Wolf, editor jefe de economía de Financial Times, nada sospechoso de antisistema: “Lo más grave fue la capacidad de la industria financiera de usar su dinero y sus grupos de presión para obtener la regulación laxa que quería…