Aunque en el horizonte asoman graves problemas como una pandemia aún sin terminar, repuntes de inflación, un incierto mercado laboral y la presión inmigratoria en el sur, un ambiente de complacencia envuelve el mundo político de Washington, DC. La presidencia de Joe Biden ha devuelto a Estados Unidos la normalidad que tanto ansiaba. Las alocuciones del presidente son acogedoras y contrastan con la impotente rabia de Donald Trump, aislado en su mansión y privado de la demagogia mediática, que era toda su fuerza. Incluso en el Congreso, la porfiada lucha entre demócratas y republicanos se desarrolla con una inusual tranquilidad, pese a la violencia de sus diferencias.
El presidente se pasea por el mundo reanudando el papel de Estados Unidos en las instituciones internacionales, alternando con sus colegas de la OTAN y la Unión Europea, reactivando posiciones respecto a Rusia, Irán y el cambio climático. La única disonancia de su postura, tanto en EEUU como en Europa, es su concentración en la competición con China. Y aun así, lo hace con su consabida tranquilidad y confianza.
Pero no nos damos cuenta de que el gobierno de los demócratas es un castillo de naipes que quizá no pueda resistir los embates de los republicanos. Olvidamos que si los demócratas ganaron la presidencia, en cambio perdieron en las legislaturas de los Estados e incluso perdieron escaños en la Cámara de Representantes, donde solo tienen una mayoría de nueve votos (cuatro en realidad, debido a la ausencia de cinco de sus miembros). En el Senado han gozado de la sorpresa de los dos senadores elegidos al último minuto en Georgia, pero aun así solo ostentan la mayoría de un voto sobre los senadores republicanos, lo que pone en entredicho todo su programa legislativo.
Aterra recordar que solo 40.000 votos impidieron que Trump ganara…