Después de las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial y su enjuiciamiento por los tribunales militares internacionales de Núremberg y Tokio, además de por diversos tribunales de ocupación y tribunales nacionales, la Asamblea General de las Naciones Unidas encargó a la comisión de Derecho Internacional trabajar en la elaboración de un proyecto de código de crímenes contra la paz y seguridad de la humanidad y en el estatuto del tribunal penal internacional que lo aplicaría. Pero la guerra fría y las discrepancias acerca del concepto de agresión (imprescindible para definir el crimen de agresión) interrumpieron los trabajos durante décadas.
Tras más de 50 años de discusiones y de asistir al naufragio de varios proyectos relacionados, la esperanza de que la tarea llegara con éxito a su fin parecía haberse convertido en la mera ilusión de unos pocos soñadores. Sin embargo, en 1993 y 1994 la comunidad internacional vivió una serie de acontecimientos que hicieron revivir el interés y la confianza en aquellos trabajos: el más destacado, la constitución por parte del Consejo de Seguridad de la ONU de dos tribunales ad hoc para el enjuiciamiento de los presuntos responsables de genocidio y otras graves violaciones del derecho humanitario bélico cometidas en territorio de la ex Yugoslavia y en Ruanda y sus Estados vecinos. La urgencia de la situación en ambos países exigía una medida de eficacia inmediata que permitiera desplegar el efecto preventivo del Derecho Penal. Ello obligó a prescindir del procedimiento considerado como el más adecuado para el establecimiento de un tribunal internacional: la conclusión de un tratado internacional, pues la experiencia había demostrado que este mecanismo resultaba largo y complicado. Por ello, se optó por el establecimiento de ambos tribunales mediante Resolución del Consejo de Seguridad, apelando al Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. A la atención que suscitó la labor de estos tribunales hay que unir la tendencia de algunos tribunales nacionales, en la misma época, a reclamar la jurisdicción sobre los crímenes cometidos por gobiernos dictatoriales recientemente desaparecidos (Chile, Argentina, República Democrática Alemana…), todo lo cual contribuyó a reavivar el interés de la opinión pública por la creación de un tribunal penal internacional permanente.
«La urgencia de la situación en ex Yugoslavia y Ruanda obligó a prescindir de un tratado internacional para establecer los tribunales ‘ad hoc’ que juzgarían a los responsables locales»
A la par que los cambios políticos y sociales, se habían producido durante todos esos años ciertos cambios legales paradigmáticos que habían transformado el Derecho Internacional para posibilitar el nacimiento en su seno de una nueva rama, el Derecho Penal Internacional: la admisión del individuo como sujeto directo de las normas de Derecho Internacional; la idea de comunidad internacional como algo más que una comunidad de Estados, esto es, como una comunidad de intereses humanos; o la limitación del principio de no intervención en asuntos internos mediante la doctrina de la intervención por razones humanitarias, que más tarde sería a su vez superada por el concepto de responsabilidad de proteger.
Estatuto de Roma
La Asamblea General de la ONU decidió celebrar en 1998 una conferencia diplomática de plenipotenciarios para dar forma definitiva y adoptar una convención sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional (CPI). La conferencia tuvo lugar en Roma del 15 de junio al 17 de julio de 1998 y en ella participaron las delegaciones de 160 Estados y, en calidad de observadores, representantes de organizaciones intergubernamentales y de otras entidades, así como representantes de 133 organizaciones no gubernamentales. De esta manera se aprueba finalmente el Estatuto de Roma el 17 de julio de 1998. Se trata de un convenio internacional abierto a la firma y ratificación de los Estados, que entró en vigor el 1 de julio de 2002, al alcanzarse las 60 ratificaciones. Hoy son parte del mismo 123 países.
El Estatuto declara en su artículo 5 la competencia de la CPI sobre el crimen de genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión, y la limita a los hechos producidos después de su entrada en vigor. La definición del crimen de agresión y de la jurisdicción de la Corte sobre el mismo se dejó, sin embargo, para un momento posterior. Esta razonable decisión permitió tanto la aprobación del Estatuto, relegando para más adelante la resolución del que había sido durante medio siglo el principal escollo, como la solución de este en su primera revisión, en la que ya intervendrían solo los Estados parte, y que tuvo lugar en Kampala en 2010.
La jurisdicción de la CPI se limita a las personas físicas (no juzga a los Estados, sino a los individuos) mayores de 18 años y no es universal, sino que varía según la forma elegida para el inicio del procedimiento. En relación con los crímenes de guerra, contra la humanidad y de genocidio, si el procedimiento se inicia a instancia de un Estado parte o a iniciativa del fiscal, la Corte tendrá competencia únicamente si los hechos se han cometido en el territorio de un Estado parte, si el presunto autor es nacional de un Estado parte o si el Estado en cuyo territorio se ha cometido el crimen o cuyo nacional es el presunto autor, aun no siendo parte en el Estatuto, da su consentimiento expreso a la competencia de la Corte sobre los hechos en cuestión. Cuando el proceso se inicie a instancia del Consejo de Seguridad actuando con arreglo a lo dispuesto en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, la Corte tendrá competencia aun cuando los países implicados no sean parte ni den su consentimiento.
Estas reglas han supuesto la primera limitación a la actuación de la Corte, puesto que resultará difícil (pero no imposible) la persecución de delitos cometidos por nacionales de países que no sean parte en el Estatuto y tengan derecho de veto en el Consejo de Seguridad, como puede ser el caso de Estados Unidos, Rusia o China. Sin embargo, el hecho de que exista la posibilidad de que los nacionales de dichos países acaben sentados en el banquillo de la CPI si cometen los crímenes en el territorio de un Estado parte ha llevado a alguno de ellos a realizar verdaderas campañas anti-CPI. Destaca en este afán EEUU, que durante años legisló, forzó tratados internacionales bilaterales e incluso resoluciones del Consejo de Seguridad para evitar que su personal pudiera ser sometido a un proceso ante la CPI, llegando incluso, durante el mandato de Donald Trump, a imponer sanciones al personal de la Corte.
Respecto al crimen de agresión, del que solo pueden responder los líderes que controlan la acción política o militar de un Estado, la Corte solo tiene jurisdicción sobre los hechos acaecidos a partir del 17 de julio de 2018. Si el procedimiento es iniciado a instancias de un Estado parte o del fiscal, la CPI solo será competente sobre los hechos cometidos por ciudadanos del Estado agresor si este es parte en el Estatuto y no ha rechazado expresamente la competencia de la CPI sobre este crimen. En caso de que la investigación sea iniciada por el fiscal, debe además previamente solicitar al Consejo de Seguridad que verifique la existencia de un acto de agresión por parte del Estado al que pertenecen los acusados, aunque el silencio del Consejo por un plazo de seis meses permite a la Corte continuar el procedimiento. En cambio, cuando la iniciativa es del Consejo de Seguridad, la Corte tendrá competencia aun cuando los países implicados no sean parte.
«La posibilidad de que los nacionales de los países que no sean parte acaben sentados en el banquillo de la Corte ha llevado a alguno de ellos a realizar verdaderas campañas anti-CPI»
Las penas imponibles son las de prisión hasta 30 años, prisión permanente, multa y decomiso. Además, la Corte se complementa con el Fondo Fiduciario en beneficio de las víctimas creado en 2002 por la Asamblea de los Estados parte para brindar a aquellas reparación y asistencia.
A diferencia de los tribunales penales internacionales ad hoc, la CPI funciona bajo el principio de complementariedad. Esto significa que la Corte solo entrará a enjuiciar un crimen si el Estado competente para hacerlo no lo ha juzgado ya y no lo quiere o no lo puede juzgar o si ha realizado un proceso fraudulento, con la única intención de conseguir la impunidad del acusado, en cuyo caso la CPI asumirá la competencia. Este principio de complementariedad ha sido desarrollado y ampliado durante estos años por la fiscalía, dando lugar a otras formas de complementariedad, confirmadas por los Estados parte en la reunión de Kampala, consistentes en la asistencia al Estado para que pueda investigar y enjuiciar (complementariedad positiva) o el reparto de la tarea de investigar y enjuiciar (complementariedad cooperativa). Con ellos se consigue el reforzamiento de los sistemas nacionales de justicia y se amplían las posibilidades del fiscal de guiar y asistir en las actuaciones nacionales. Un ejemplo destacado de esta labor de la fiscalía podemos encontrarlo en el seguimiento del proceso de justicia transicional colombiano.
¿Una Corte sesgada?
Pese a la ilusión suscitada en los primeros años por la CPI y a que en su diseño se superaron muchas de las críticas que merecieron los tribunales de Núremberg y Tokio, su estructura, funcionamiento y la labor de estos 25 años no ha estado exenta de polémica. En primer lugar, se cuestiona su vocación universal, dada la ausencia de Estados tan poderosos como los mencionados más arriba (que cuentan además con derecho de veto en el Consejo de Seguridad), además de otros de gran relevancia y cuyo respeto a los derechos humanos se viene cuestionando de forma permanente, como Israel o Irán, entre otros.
También ha sido cuestionado el hecho de que, aunque la fiscalía de la CPI ha abierto investigaciones sobre posibles crímenes cometidos en Georgia, países de América Latina, Asia y Oriente Próximo, lo cierto es que las situaciones en las que se ha llegado a iniciar el proceso contra acusados concretos se han referido todas a conflictos africanos. Esto se ha interpretado por algunos países como una nueva visión neocolonialista o como un intento de evitar los supuestos que pudieran resultar políticamente más incomodos para la CPI. Así, la Corte ha vivido episodios de graves crisis de credibilidad, por ejemplo, cuando el reclamado expresidente de Sudán, Omar al Bashir, se paseaba por los países del continente africano con la connivencia de algún Estado parte que incumplía sus deberes de cooperación con la CPI (todavía no se ha logrado su detención y puesta a disposición de la Corte), o como cuando Kenia amenazó con dejar de ser Estado parte (llegó a votarse la salida en el Parlamento keniata) e intentó movilizar en el mismo sentido a otros Estados de la región, tras la apertura de un finalmente fallido proceso contra su presidente y su vicepresidente. De los Estados africanos que amenazaron con retirarse, solo Burundi materializó su salida en 2017.
Pero también ha habido otros momentos críticos para la credibilidad de la Corte, por ejemplo, como comentaba anteriormente, cuando EEUU forzó una serie de resoluciones consecutivas del Consejo de Seguridad para suspender la posible jurisdicción de la CPI sobre el personal estadounidense que participara en misiones de mantenimiento de la paz u operaciones autorizadas por la ONU, bajo la amenaza de suspender su intervención en las mismas.
Israel y Rusia, pruebas de fuego
En la actualidad, la CPI se juega su prestigio y su credibilidad con la apertura por parte de la fiscalía de dos investigaciones que implicarían a nacionales de Estados poderosos que además no son parte en el Estatuto: Israel y Rusia. La primera, la investigación de la situación de Palestina, es de suma complejidad legal y política, dado que algunos de los Estados miembros del Estatuto de la CPI no reconocen la condición de Estado de Palestina. En la actualidad, este proceso se encuentra atascado, a pesar de que la Corte ya afirmó su competencia sobre dicha situación.
En cambio, la investigación de la situación de Ucrania sí ha dado lugar a la emisión de dos órdenes de detención contra el presidente ruso, Vladímir Putin, y contra María Lvova-Belova, comisionada presidencial para los Derechos del Niño en Rusia, por los crímenes de guerra de deportación y traslado ilegal de niños ucranianos a territorio ruso.
En la invasión de Ucrania son muchos los crímenes de cuya comisión existen claros indicios, según diversos informes de la ONU, de la Misión de Expertos de la OSCE, de organizaciones que trabajan en el terreno, en particular del Comité Internacional de la Cruz Roja, y a raíz de las declaraciones del fiscal de la CPI. Por ejemplo, los crímenes de guerra de homicidio intencional de civiles, heridos, combatientes que hayan depuesto las armas o se hayan rendido o prisioneros de guerra; la deportación de civiles ucranianos, su detención ilegal (especialmente de periodistas y activistas, así como de funcionarios); el reclutamiento forzoso por las tropas rusas de ciudadanos ucranianos en Donetsk y Luhansk u otros territorios ocupados para luchar contra Ucrania, el dirigir intencionadamente ataques contra personas o bienes civiles, como por ejemplo el bombardeo intencional de zonas residenciales, edificios de viviendas, centros comerciales, teatros, escuelas y universidades, lugares de culto, hospitales, centros penitenciarios; los ataques contra ambulancias; las torturas y los tratos inhumanos o gravemente humillantes o degradantes de civiles o de prisioneros; la violación y otros atentados contra la libertad sexual; el saqueo; la obstaculización deliberada de suministros de socorro a la población civil, así como privarles intencionadamente de alimentos o agua u otros medios de supervivencia, como podría haber sucedido en los sitios de Mariúpol e Izium…
El lector podría sorprenderse de que la acusación del fiscal de la CPI se haya limitado a la deportación y traslado ilegal de niños, que no parece ser, además, el crimen más grave de los mencionados. La respuesta podría encontrarse en la existencia de pruebas suficientes, a juicio del fiscal, el británico Karim Khan, para implicar directamente al presidente ruso en la comisión de este crimen concreto, lo que podría no estar tan documentado, todavía, respecto al resto de crímenes.
En relación con este caso, es preciso recordar que ni Ucrania ni Rusia son parte en el Estatuto de la Corte. Sin embargo, Ucrania dio su consentimiento para someterse a la jurisdicción de la CPI para conocer de los crímenes contra la humanidad y de guerra cometidos en su territorio desde el 21 de noviembre de 2013 al 22 de febrero de 2014. Este periodo englobaba los crímenes cometidos durante la crisis del Euromaidán (las movilizaciones en favor de la incorporación de Ucrania a la Unión Europea que acabaron con el derrocamiento del presidente Víktor Yanukóvich), aunque dejaba fuera los cometidos en el conflicto armado en el Donbás, que se originó tras la huida de Yanukóvich. Posteriormente, en una segunda declaración, Ucrania extendió este consentimiento a los crímenes cometidos desde el 20 de febrero de 2014 sin fecha límite. Por tanto, la CPI es competente para enjuiciar todos los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos en los conflictos mencionados y también en el marco de la invasión rusa de Ucrania.
En cambio, dado que ni Ucrania ni Rusia son parte en el Estatuto, y además el Estado agresor tiene derecho de veto en el Consejo de Seguridad, resulta imposible en la actualidad que la CPI asuma la competencia para enjuiciar la propia invasión como crimen de agresión.
El órdago que supone la orden de arresto contra Putin, que algunos han calificado como “simbólica”, es, en mi opinión, tan necesario como arriesgado, el cual ya ha provocado una amenaza, poco creíble, del vicepresidente del Consejo de Seguridad de Rusia de bombardear la Corte, cuya sede se encuentra en La Haya.
La CPI no juzga en ausencia, por lo que el enjuiciamiento de Putin pasa por su detención, lo que parece difícil. Pero de momento la orden ya impide que el mandatario ruso visite cualquier Estado parte, que, por sus deberes de cooperación con la Corte, tendría la obligación de detenerlo y entregarlo.
Conciencia jurídica internacional
El balance de estos 25 años puede decirse que es agridulce. La Corte tardó una década en dictar su primera sentencia, el número de procesos llevados a cabo es muy limitado, y su ansiado efecto preventivo no ha sido quizá tan amplio como se esperaba. Los programas del fondo fiduciario, aunque han alcanzado a un número aparentemente alto de personas, solo se han desplegado de momento en tres de las situaciones enjuiciadas: Uganda, República Centroafricana y República Democrática del Congo.
Sin embargo, en el lado positivo, no puede olvidarse que, además de llevar a cabo el enjuiciamiento de crímenes cometidos en situaciones extraordinariamente graves, su mera existencia ha contribuido a la armonización del Derecho Penal Internacional y a la incorporación de los crímenes internacionales a las legislaciones internas, ha impulsado la investigación y enjuiciamiento por los tribunales nacionales de crímenes presuntamente cometidos por sus tropas (si bien es cierto que no en todos los casos se han aclarado convenientemente los hechos), o ha fomentado el diseño nacional de cuidados modelos de transición.
En definitiva, puede afirmarse que el mayor logro de la existencia de la Corte Penal Internacional ha sido crear o reafirmar una conciencia jurídica internacional sobre la vigencia de las normas que prohíben los más graves crímenes de trascendencia para la comunidad internacional y de los valores universales que tales normas protegen, o, como lo llamamos en Derecho Penal, el efecto preventivo general positivo. ●