El 30 de enero, la canciller alemana, Angela Merkel, subrayó en París durante una rueda de prensa conjunta con el presidente francés, Nicolas Sarkozy, que la estabilidad del Mediterráneo afectaba a toda la Unión Europea, por lo que todos los Estados miembros deberían necesariamente participar en los preparativos de la Unión por el Mediterráneo que el mandatario francés lleva meses promoviendo.
Merkel sugirió que la solución a la admitida lentitud del existente Partenariado Euromediterráneo –comúnmente conocido como Proceso de Barcelona– podría ser una “cooperación reforzada” de la UE. La utilización de este instrumento oficial de la UE permitiría avanzar más rápido en la cooperación mediterránea a los que así lo deseen, pero sin exclusiones o restricciones de principio, como la reiterada preferencia de Sarkozy por limitar la nueva Unión por el Mediterráneo exclusivamente a los países ribereños del Mare Nostrum, lo que dejaría fuera a los países europeos que no lo son, como por ejemplo Alemania.
No fue la primera vez que Merkel expresaba sus reticencias frente a la iniciativa mediterránea de su colega francés. Semanas antes había declarado ante el Bundestag que, tal y como había sido definida por Sarkozy, la Unión Mediterránea sería el primer proyecto de calado estratégico desde la fundación de la UE en el que Alemania y Francia no fueran de la mano, llegando a evocar la posibilidad de que Alemania pudiera algún día plantear una iniciativa igualmente unilateral y excluyente con respecto a Ucrania y sus otros vecinos del Este.
No parece el mejor ambiente europeísta cuando todavía no se ha acabado de secar la tinta con la que se firmó el 13 de diciembre el Tratado de Lisboa, llamado a reactivar el proceso de integración europea tras la prolongada crisis a cuenta del malogrado proyecto constitucional. Así parecía admitirlo, el 25 de…