El acceso al liderazgo soviético, en 1986, de Mijail Gorbachov marcó el principio de un cambio en Europa cuyas dimensiones entonces no era fácil de percibir pero que, con el tiempo, se revelaron gigantescas. Tímidos pasos empezaron a relajar la exasperante rigidez que dominaba la política, la economía y la sociedad soviéticas. Al principio fue sólo un cambio de estilo, para algunos nada más que cosmético, para otros, presagio de algo más sustantivo. Occidente reaccionó con prudencia. Existía el temor de que Gorbachov estuviera simplemente cambiando algo para que todo pudiera seguir igual.
Había razones para la cautela, sobre todo en el frente interior, donde en las estructuras de poder –incluidas las represivas–, en los esquemas ideológicos y en los mecanismos de absoluto control de la economía no se percibían cambios mínimamente significativos. Sin embargo, en el frente de la política exterior fue donde el liderazgo de Gorbachov empezó a ganar credibilidad, aunque es verdad que lentamente y no sin dificultades. El “nuevo pensamiento político” alumbrado al calor de la perestroika y divulgado con variable entusiasmo por la diplomacia soviética a lo largo y ancho del mundo, empezó relativamente pronto a dar frutos visibles. Quizá el más significativo fue la vuelta de los negociadores soviéticos a la mesa, de la que se había levantado Chernenko, en la que habían estado discutiendo con los americanos la eliminación de las fuerzas nucleares de alcance intermedio. La diplomacia de la amenaza y de la propaganda con el objetivo de debilitar, actuando sobre los sectores más sensibles de la opinión pública, la firmeza occidental en la prosecución del despliegue de nuevos misiles de alcance intermedio, fue sustituida por una actitud más realista, más formal y al mismo tiempo más eficaz. Esta actitud hizo posible el acuerdo INF y la eliminación de una grave causa…