Si alguna vez España boxeó por encima de su peso en la UE, hoy lo hace muy por debajo. La pérdida de autoridad es real y la crisis no es la única explicación. Es necesario diseñar una nueva política europea para España que sirva a la hora de moldear la UE poscrisis.
Tres hechos, aparentemente desconectados entre sí, han mostrado en enero de 2013 lo alejada que está hoy España de las locomotoras desde las que se conduce el proceso de integración europea. El primero fue la elección de Jeroen Dijsselbloem como nuevo presidente de los ministros de Finanzas de la zona euro, a quien España decidió no apoyar. El gobierno sabía que actuaba en solitario y además no tenía objeciones de fondo sobre la aptitud del holandés. Sin embargo, prefirió la protesta simbólica de la abstención por haberse quedado sin un solo representante entre los cargos relevantes en la gestión de la crisis: el Eurogrupo, el Banco Central Europeo (BCE), el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) o los diversos supervisores financieros, donde el país se juega literalmente su futuro.
Días más tarde, el European Council on Foreign Relations publicaba su clasificación anual sobre la contribución de los distintos Estados a la política exterior y de seguridad común (PESC), volviendo a ubicar a España en el grupo de los “remolones” –junto a Grecia, Lituania o Rumania–, a enorme distancia de los que ejercen más liderazgo como los “tres grandes”, Alemania, Francia y Reino Unido, o incluso de otros socios medianos con menos capacidades diplomáticas y militares que España, como Suecia, Holanda o Polonia.
Fue precisamente en Polonia donde tuvo origen el tercer hecho significativo que, en pocos días, acrecentaron la sensación de irrelevancia española. El proactivo ministro de asuntos exteriores polaco, Radoslaw Sikorski, declaraba que, una vez conocido el discurso…