Cuando en 1949, tras su derrota en la guerra civil china, Chiang Kai-shek se refugió en Taiwán, al frente de los restos del Kuomintang, nadie le acusó de estar invadiendo un país extranjero. En la Conferencia de El Cairo, en diciembre de 1943, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y Chiang, convertidos en aliados por la agresión japonesa contra sus respectivos países, firmaron un acuerdo que restituía a China los territorios que Japón le había arrebatado tras su victoria en la guerra sino-japonesa de 1895, las islas de Formosa (o Taiwán) y Pescadores, así como los ocupados desde la década de los treinta del siglo XX, Manchuria y otras partes de China. El paso de Chiang a Taiwán fue como si el gobierno republicano español se hubiese hecho fuerte en Mallorca en 1939, en un último episodio de nuestra guerra civil.
Henry Kissinger cuenta en On China cómo Harry Truman no tenía entonces ningún interés en defender Taiwán, ya que apoyar a Chiang para una eventual recuperación de la China continental le parecía una causa perdida. Todo cambió con la guerra de Corea (1950-53). Taiwán se convirtió en base de operaciones durante ella, y después en la pieza para la contención de China tras la “primera cadena de islas”, desde el extremo norte de Japón hasta Borneo.
En diciembre de 1970, explica el propio Kissinger, el embajador de Pakistán en Washington entregó a la Casa Blanca un mensaje manuscrito del primer ministro chino, Zhou Enlai, donde invitaba a Estados Unidos a enviar a un emisario a Pekín para discutir “el abandono del territorio chino llamado Taiwán, ocupado por fuerzas extranjeras pertenecientes a EEUU durante los últimos 15 años”. Es decir, el primer paso del deshielo en la relación sino-americana subrayaba la importancia prioritaria que Taiwán tenía para China.
En respuesta al mensaje de…