En julio de 1941 hacía 10 meses que Albert Einstein era ciudadano estadounidense. Ese mes escribió a Eleanor Roosevelt desde su retiro a orillas del lago Saranac para hacerle constar la “gran preocupación” que le producían las políticas del gobierno que presidía su marido. La “muralla de medidas burocráticas” erigida por el departamento de Estado y “supuestamente necesaria para proteger a Estados Unidos de elementos peligrosos y subversivos” impedía, según el científico, “dar refugio en América a muchas personas de valía, víctimas de la crueldad fascista en Europa”.
Einstein pidió a la primera dama que elevara esa “injusticia, verdaderamente grave” al presidente, pero su solicitud ejerció un efecto limitado. Prevaleció el temor obsesivo a que los refugiados, una vez franqueado el acceso a EEUU, se volvieran contra su anfitrión y trabajasen como espías para el enemigo. El exterminio al año siguiente de unos 2,7 millones de judíos –casi la mitad de todos los que murieron en el Holocausto– no sirvió para conjurar tal prejuicio y tampoco motivó una respuesta estadounidense a la grave situación de los refugiados, entre otras razones por la depresión económica, la lucha contra las potencias del Eje y los brotes de xenofobia tanto en la ciudadanía como en la clase política. La “muralla” estadounidense contra los refugiados se mantendría en pie hasta principios de 1944, el año anterior a la victoria aliada.
Aquello que irritó a Einstein ese verano ha regresado a la vida pública. Nos encontramos de nuevo ante un doble ataque a algunos de los grupos de personas más vulnerables del mundo. En muchas ocasiones se impugna su carácter e intenciones y se les niega un refugio digno. El 13 de junio pasado –un día después del atentado perpetrado por el estadounidense Omar Mateen en la discoteca Pulse de Orlando (Florida)– el candidato republicano…