Los legisladores estadounidenses llevan mucho tiempo nadando entre dos aguas en lo relativo a la Alianza del Atlántico Norte (OTAN). Al pretender proyectar una imagen de poderío e influencia estadounidense en Europa y legitimar las ambiciones estadounidenses en materia de política exterior, la Alianza Atlántica periódicamente se ha presentado como un valioso vehículo para organizar Europa de forma que favorezca unos intereses estadounidenses más amplios. Con todo, Estados Unidos también se ha mostrado reacio a pagar o arriesgar demasiado para obtener este resultado: siendo ricos y seguros en casa, tener influencia europea está bien, pero es de dudosa necesidad. El tira y afloja entre estos dos impulsos contradictorios explica el enfoque estadounidense de la política transatlántica.
Defender, dominar y esquivar a Europa
Ambas tendencias quedaron ampliamente reflejadas durante la guerra fría. A pesar de las posteriores afirmaciones de que la OTAN había nacido casi de manera natural de un sentimiento de solidaridad transatlántica, lo cierto es que, en el mejor de los casos, en EEUU hubo división de opiniones respecto al compromiso con la Alianza durante gran parte de la contienda con la Unión Soviética. Los líderes estadounidenses no querían, desde luego, que la URSS dominara Europa. Así pues, EEUU acordó a finales de la década de 1940 ayudar a configurar y unirse a lo que luego sería la OTAN, a pesar de una considerable oposición de la opinión pública y el Congreso.
No obstante, los líderes estadounidenses intentaron asimismo limitar los vínculos que unían su país con la Alianza. Al principio, esto se tradujo en esfuerzos para animar a los aliados de Europa occidental a asumir la responsabilidad principal de la defensa de la región, al tiempo que se restringía la presencia militar estadounidense y se dependía en lo fundamental de las ventajas nucleares de EEUU para atacar…

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