En los campos de refugiados las mujeres no escapan al acoso y la violencia sexual y, en muchas ocasiones, haciéndose cargo solas de sus familias, suman vulnerabilidades a su condición de género, al encontrarse en un país que no conocen y en situación administrativa irregular.
La guerra contra las mujeres tiene nombres compuestos o pomposos (esclavitud sexual, revictimización, violencia como arma de guerra, colectivos vulnerables) y cifras que van aumentando (cientos de miles de desplazadas, decenas de miles de víctimas de violación). Lo que antes se denunció en Darfur, Bosnia y Herzegovina, República Democrática del Congo (RDC), hoy sigue pasando en Irak, República Centroafricana o Nigeria. De todos esos datos y números, que llevan detrás una cara, una familia, una historia que a veces ni siquiera ha sido contada, pocos han visto algo más allá de la impunidad de la que gozan sus perpetradores.
Los conflictos actuales tienen en su rostro las mismas facciones que en el pasado pero con ciertos aspectos recrudecidos. La población civil sigue siendo víctima, tanto de Estados que cometen sus crímenes sin castigo como de los ataques de los grupos armados, solo que estos ahora cuentan con las redes sociales para mostrar sus atrocidades al mundo y ganar adeptos. La respuesta de quienes tienen en su mano tomar decisiones que marquen la diferencia sigue siendo vergonzosa y las mujeres y las niñas siguen llevándose la peor parte. Veinte años después de la declaración de Beijing, cuando va a cumplirse el 15 aniversario de la resolución 1325 de las Naciones Unidas sobre mujer y conflicto, los pronósticos no son alentadores.
“Los hombres vinieron varias veces para llevarse a algunas de las chicas. Aquellas que se resistían eran golpeadas y se las llevaban agarradas por el pelo. A algunas les aplicaron descargas eléctricas. Yo no tenía miedo…