El actual periodo de transición e incertidumbre en la UE abre una presidencia de gestión y no de grandes transformaciones. El G-20, la crisis financiera y el marasmo europeo obligan a España a reflexionar sobre la necesidad de construir una presencia global propia.
España inicia su presidencia europea en un momento de máxima confusión. Esta confusión tiene tres polos motrices: el G-20, el marasmo europeo y la crisis económica. Por un lado, todo lo relacionado con la participación de España en el G-20 ha hecho revivir las ansiedades sobre su posición en el mundo que han dominado la acción exterior española durante los 30 años transcurridos desde la transición a la democracia. En este tiempo, la democracia española ha estado demasiado ocupada en gestionar su plena incorporación a las instituciones internacionales, lograr el reconocimiento de sus aspiraciones y obtener una visibilidad acorde con su posición.
Por otro, la evolución propia del proyecto político europeo, que ha llevado a la Unión Europea a 27 miembros, ha puesto en cuestión el círculo virtuoso orteguiano («España es el problema, Europa la solución») que hasta ahora había dominado nuestra política exterior. Si «más Europa» no necesariamente significa «más España», el europeísmo que ha guiado nuestra política durante los últimos 25 años ya no es la respuesta automática a todo nuevo desafío. Más bien al contrario, en el nuevo contexto resulta legítimo cuestionar, caso por caso, cuánta Europa necesita España para lograr sus fines. Las sucesivas ampliaciones de la UE han desencadenado una evidente dinámica renacionalizadora: para perplejidad de España, Berlín, Londres, París y Roma han puesto a Europa en segundo lugar de sus preferencias, afirmando sus deseos nacionales sin complejo alguno. España, a su pesar, se ve obligada también a optar.
Finalmente, la gravedad y la profundidad de la crisis económica han erosionado la…