Es difícil saber si la lucha contra el narcotráfico y la violencia habría sido más efectiva sin el Plan Colombia promovido por EE UU. Los avances en seguridad han tenido un alto precio en materia de derechos humanos. Es la hora de una nueva política antidroga en la región.
Pocas políticas de Estados Unidos destinadas a Latinoamérica han generado tanto interés y controversia en los últimos años como el programa plurianual para ayudar a Colombia en su lucha contra la droga y la violencia relacionada con ella. Ahora que ese programa, conocido como Plan Colombia, cumple una década -fue aprobado por el Congreso de EE UU en julio de 2000- es útil evaluar sus logros, además de sus fallos y decepciones.
Como en la mayoría de las discusiones sobre el plan -y sobre la compleja situación en la propia Colombia-, se da una desafortunada tendencia hacia la polarización. Para algunos, el Plan Colombia es la historia de un gran triunfo, mientras que para otros ha constituido un fracaso estrepitoso. Como suele ocurrir, los hechos demuestran que la verdad se encuentra en un punto intermedio.
Es incuestionable que las condiciones de seguridad en Colombia han mejorado considerablemente durante la última década. Ya no se puede afirmar, como ocurría hace 10 años, que es un país «al borde del precipicio» con verdaderas posibilidades de convertirse en un Estado fallido. Los datos sobre la caída drástica en los niveles de masacres, homicidios y secuestros hablan por sí solos, al igual que la información sobre la presencia policial, ahora establecida en todo el territorio nacional, y la merma de la capacidad operativa del grupo insurgente más sólido: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Lo que no está tan claro es en qué medida la ayuda estadounidense en el marco del Plan Colombia, unos…