Durante un milenio, la geografía de las tierras fronterizas de Europa ha determinado su destino. Las tierras fronterizas a las que me refiero se hallan en una planicie, aprisionadas entre las civilizaciones de Europa, y también de Asia. Al este de Polonia, al oeste de Rusia, la ausencia de montañas, mares, desiertos y cañones siempre ha hecho que estos territorios sean fáciles de conquistar. Hace cinco siglos, un ejército de hombres a caballo podía marchar desde un castillo a orillas del Báltico hasta un fuerte en la costa del mar Negro sin encontrar un solo obstáculo físico mayor que un río de aguas bravas o un extenso bosque. Aún hoy, un espía que fuera en dirección este de Varsovia a Kiev no se toparía con ningún accidente natural que obstaculizara su paso. Las distancias son grandes, pero aquí siempre ha sido más fácil transmitir mensajes al rey, al kan, al gran duque o al zar que en las zonas más montañosas de Europa, pues hay muy pocas cosas que se interpongan en el camino del mensajero.
Históricamente, esta falta de accidentes geográficos de las tierras fronterizas ha atraído a todo tipo de invasores, y los más conocidos –y los más amenazadores– siempre han venido del este. Mucho tiempo después de la invasión mongola del siglo XIII, el nombre de la Horda de Oro seguía pronunciándose en un susurro, y también ha persistido la fama de los turcos, que atacaron una y otra vez desde el siglo XVI hasta el XVIII. Pero los invasores más destructivos llegaron del norte: los voraces suecos, que arrasaron la región en el Gran Diluvio de 1655, y los moscovitas, que iniciaron sus incursiones en las tierras fronterizas más o menos en la misma época. En cambio, los invasores más imprevistos vinieron del sur, donde en el…