Las extremas diferencias de renta, la violencia o el creciente impacto de la desertificación marcan las pautas de las migraciones actuales. En 50 o 100 años el equilibrio global debe conducir a la libertad de circulación, primero entre regiones económicas y finalmente en todo el mundo.
La historia de la humanidad está marcada por las migraciones. El hombre se ha desplazado continuamente en busca de mejores condiciones de vida. Sin embargo, nunca como hoy han tenido que sortear los emigrantes tantas trabas: la mayoría de los países desarrollados se han lanzado, desde 1990 hasta hoy, a una carrera de medidas populistas, nacionalistas, para decidir en cada momento cuántos y quiénes interesa que entren por el estrecho canal en que se quieren convertir las fronteras.
Una primera contradicción: en la era global, privamos a millones de seres humanos de la posibilidad de acceder a una vida diferente mientras se produce la expansión e internacionalización de empresas y capitales. Según el Banco Mundial, existen más de 200 millones de migrantes en el mundo, casi el tres por cien de la población mundial. El 40 por cien de ellos se ha desplazado a otros países poco desarrollados.
Si volvemos la vista atrás, hace 100 años la situación era muy diferente de la actual: en el siglo XIX y hasta el final de la Segunda Guerra mundial, uno de cada diez europeos buscó mejores condiciones de vida, principalmente en América, también en el norte de África. En Inglaterra, Portugal o Italia, casi un tercio de la población se vio forzada a emigrar por la miseria o la represión. En España el 23 por cien de la población emigró también. Estas cifras son incomparablemente más altas que las actuales, aunque las causas que impulsan esos movimientos migratorios sean parecidas: mayores y mejores oportunidades de empleo…