Un problema científico, un problema moral
Hace no mucho tiempo era frecuente escuchar en la calle –y en no pocos ministerios– frases del tipo: “El precio de la vivienda siempre sube” o “Aunque hay mucha incertidumbre, es esperable un aterrizaje suave del mercado inmobiliario”. En verano de 2007 estalló la crisis, el precio de la vivienda se hundió y comenzaron unos años muy duros para muchas familias. A pesar de las alertas de quienes no se dejaron arrastrar por la euforia, no fue posible evitar el colapso. Todo lo que parecía sólido, en palabras de Antonio Muñoz Molina, se desvanecía ante nuestros ojos.
¿Y si estuviéramos inmersos ahora mismo en otra crisis de carácter global y nuestra mentalidad fuera de nuevo la de la negación o el “aterrizaje suave”? El libro de Antxon Olabe, Crisis climática-ambiental: la hora de la responsabilidad, nos habla de esta crisis, la crisis ecológica, y no deja lugar a dudas: en palabras del autor, la “actual trayectoria de la especie humana es de colisión con la biosfera”.
Apoyándose en investigaciones científicas, el autor muestra la desestabilización que estamos ejerciendo sobre los principales ciclos naturales, entre ellos, pero no solo, el más conocido y relativo al ciclo del carbono y el cambio climático. Estos desequilibrios, recuerda el autor, pueden poner en grave peligro los pilares esenciales sobre los que se sustentan nuestras sociedades. El libro trata una de los cuestiones fundamentales de nuestro tiempo.
Olabe ha conseguido en este ensayo, que es un relato ameno y riguroso, unir todos los puntos que explican la situación actual. Para ello, las dos primeras partes del libro son un viaje por los orígenes evolutivos, históricos, sociales y políticos. En la tercera, el autor experimenta con diferentes propuestas de solución más allá de las archisabidas (como la necesidad de regular las emisiones con un impuesto global o promover ciertas tecnologías), pero sin caer en el idealismo de quienes al querer cambiarlo todo no consiguen cambiar gran cosa. El autor hunde aquí su análisis en un terreno más profundo y resbaladizo, el terreno social y cultural, y propone un cambio, un nuevo movimiento social que podría nutrirse de las distintas tradiciones religiosas y espirituales para impulsar una nueva gobernanza de la biosfera. No estamos hablando, como explica el autor, de cambios en nuestro estilo de vida –que también–, sino de hacer una transformación profunda y rápida del sistema energético global, en particular, y de nuestra relación con la naturaleza, en general. Para que esto sea posible es necesario sentirnos “corresponsables de la situación” y “agitar nuestras conciencias, salir del letargo que nos hace asistir al desmoronamiento de la fábrica de la vida como si fuese un destino más allá de la voluntad”.
Una de las tesis del libro es que estamos ante un problema con una vertiente moral: “No estamos ante un problema científico-técnico, sino ante un dilema moral que interpela de forma directa nuestra autocomprensión como comunidad humana”. Frecuentemente, todo lo relativo a la problemática ambiental ha sido relegado a los científicos para su constatación y a los técnicos para su resolución. Como mucho, y con cierto fastidio, dejamos que los grupos ecologistas nos recuerden la situación de vez en cuando. Es sintomático de esta mentalidad científico-técnica que, salvo excepciones (como Daniel Innerarity en El futuro y sus enemigos), los “intelectuales” más influyentes rara vez han sentido que este debate les pertenece. Conocer el problema y su solución no garantiza que se tomen las medidas necesarias. Es precisamente en este espacio donde se necesita la ayuda urgente de otras disciplinas y una mayor reflexión.
Afrontar una crisis conlleva, siempre y en primer lugar, aceptarla. Intuyo que, a pesar de todas las declaraciones institucionales y los pequeños avances realizados, estamos lejos de haber hecho este ejercicio en profundidad. El libro de Olabe es una buena oportunidad para que el lector mire esta crisis de frente, con objetividad y también con cierta esperanza. Decía Jorge Oteiza que tan solo 80 abuelas nos separan del neolítico y las cavernas. Tenemos la obligación de mantener este maravilloso legado para que al menos otros 80 nietos y nietas puedan seguir viviendo dignamente. No nos engañemos: es nuestra generación la que tiene en sus manos este conocimiento y esta responsabilidad. Salgamos de esta burbuja, respiremos el aire fresco.