Vivimos en un momento de transformación del orden internacional, y el comercio no es una excepción. La bipolaridad de la guerra fría, que acabo con la desintegración de la Unión Soviética, dejó paso a un periodo de hegemonía estadounidense. No porque la URSS perdiera una guerra que nunca lo fue, sino porque sus débiles cimientos acabaron por ceder. No resistió el movimiento de la historia, el progreso económico. Comenzó entonces un breve periodo en el que Estados Unidos ejerció una hegemonía “benigna”, un liderazgo en la construcción del orden mundial. Algunos vieron en ello el fin de la historia; otros, quienes trabajábamos en la sala de máquinas y observábamos su funcionamiento de manera más cercana y atenta, sabíamos que se habían puesto en marcha movimientos de aceleración de transformaciones económicas y sociales, sobre todo en Oriente, que acabarían por cambiar los frágiles equilibrios globales.
Hoy el mundo es multipolar. Y aunque la guerra en Ucrania y la rivalidad sino-estadounidense provoque la ilusión de una nueva bipolaridad, asistimos a la emergencia de nuevos actores –Turquía, India, Indonesia, Brasil– con capacidad y deseo de incidir sobre el diseño del orden internacional. De cómo adaptemos este orden dependerá nuestro futuro.
El comercio y su gobernanza no escapan al actual momento de confusión multilateral. El sistema comercial multilateral ha mostrado una gran resiliencia frente a los numerosos embates sufridos en sus casi 70 años de vida. Pero hoy se encuentra ante una encrucijada: la reforma a fondo del sistema que ha aportado prosperidad compartida y progreso, o la fragmentación en bloques, lo que supondría inflación y costes difícilmente asumibles por muchos países, en particular los más pequeños y vulnerables. Entender cómo hemos llegado aquí y explorar las opciones que se abren ante nosotros es un primer paso útil en la redefinición de un nuevo multilateralismo comercial para un mundo multipolar.
El nacimiento accidentado del multilateralismo comercial
La historia del multilateralismo en el comercio internacional tiene matices propios. Su nacimiento fue más accidentado. La Conferencia de Bretton Woods en 1944 creó las dos instituciones que hoy conocemos como Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional. Pero la tercera pata de los esfuerzos de la posguerra, la gobernanza comercial, no cuajó debido a las reticencias del Congreso de EEUU. La Carta de La Habana que iba a crear la Organización Internacional del Comercio (OIC), promovida gracias al liderazgo del presidente Harry Truman, fue rechazada no una, sino varias veces por el Congreso estadounidense. En última instancia, Truman abandonó el proyecto y allí murió la tercera pata de la gobernanza económica de la posguerra.
«Con el lanzamiento de la Ronda de Doha en 2001 emergen ya bloques de países en desarrollo conscientes de tener un papel en la escena del comercio multilateral»
A partir de entonces y hasta la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995, el comercio internacional se regiría por el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT, en inglés) de 1947, la parte de la OIC que se pudo rescatar. Se perdió así una ocasión para construir reglas comunes que, además de comercio, hablaban de normas laborales, política industrial y políticas monetarias. Qué ironía que estas, a la postre, acabasen convertidas en condiciones irrenunciables para EEUU en el sistema comercial multilateral. La apertura comercial, por tanto, avanzó lentamente, gracias a la construcción de normas comunes. Al existir solo una mínima institucionalidad, los países que deseaban abrirse al comercio internacional negociaban el intercambio de concesiones recíprocas, negociando reglas comunes en materia de competencia leal o de intercambios agrícolas.
La URSS no mostró gran interés en la puesta en marcha del GATT, quizá anticipando que sería un ejercicio liderado por EEUU. En lugar de sumarse, decidió la construcción de su propio espacio comercial con el Consejo de Ayuda Mutua Económica (Comecon, en inglés) sobre la base de economías planificadas. No sería hasta 1986 cuando la URSS pidiese ser observador en la última ronda de negociaciones del GATT, petición rechazada por EEUU y las Comunidades Europeas, argumentando que la soviética no era una economía de mercado. Habría que esperar hasta 2012 para la entrada de Rusia en la OMC. China, en cambio, sí que fue firmante del GATT en 1947, pero su estatus en el acuerdo se congeló en 1950 tras la instauración de la República Popular. En 1986, pidió retomar las negociaciones con el GATT, en línea con la decisión del liderazgo chino bajo Deng Xiaoping de iniciar el proceso de apertura y reforma, que duraría hasta 2001, fecha de su entrada en la OMC.
La perestroika rusa y el proceso de apertura y modernización de la economía china coincidieron así con la creación de la OMC en 1995, a la que ninguno de estos países contribuyó y que fue el resultado de un liderazgo transatlántico: un compromiso histórico entre EEUU y la Unión Europea. Los estadounidenses se redimían del fracaso de la OIC, y los europeos conseguían proyectar en la OMC su visión de gobernanza con la creación de un sistema de solución de controversias comerciales de obligado cumplimiento, una novedad en el sistema multilateral. Hubo otros actores: exportadores de productos agrícolas liderados por Brasil, Australia o Argentina, que empujaron para la plena inclusión de la agricultura en las reglas del comercio internacional; Canadá, Japón y Suiza, que impulsaron la protección de la propiedad intelectual o la apertura de mercados industriales… Pero el corazón del acuerdo era de clara inspiración transatlántica: basta con leer su preámbulo. Por eso hoy causa sorpresa escuchar que hay que cambiar las reglas del comercio internacional para que reflejen verdaderamente los intereses y valores occidentales.
El inicio de mi vida laboral coincidió con el fin de la Ronda Uruguay. La sensación en la comunidad del comercio internacional era de euforia. Tras la caída del muro de Berlín y las reformas económicas en Rusia y China, pero también en el centro y este de Europa, Vietnam, Ucrania o Arabia Saudí, el “fin de la historia” parecía haber llegado también al comercio internacional. En 2001, el mundo asistió con pavor a los atentados del 11 de septiembre en EEUU, pero aquel fue también un año crucial para el multilateralismo comercial: la entrada de China y del Taipéi Chino –denominación que recibe Taiwán en la única organización multilateral de la que es miembro, no como país, sino como territorio aduanero independiente, condición que comparte con Hong Kong o Macao, que también son miembros de la OMC– y el lanzamiento de una nueva ronda de negociaciones comerciales en la organización: la Ronda de Doha para el Desarrollo, impulsada por EEUU y la UE. En Doha ya emergen bloques de países en desarrollo más conscientes de su peso en la escena comercial multilateral. Uno de ellos es el G20, liderado por Brasil y que agrupa a países como Indonesia, México, Argentina e India, a los que se sumaría una tímida China, y otro el G90, compuesto sobre todo por países más pequeños y más pobres –en esencia, países de África, el Caribe y el Pacífico–, que van tomando conciencia de la importancia de tener voz propia en las negociaciones comerciales. La OMC iniciaba así un camino de modernización de sus reglas y también de sus principios, en particular el del comercio como motor de avance de países en desarrollo, atendiendo a sus especificidades.
Bases y grietas del sistema comercial multilateral
La filosofía imperante en el multilateralismo comercial de comienzos del siglo XXI puede resumirse en cuatro grandes principios. En primer lugar, la idea de que la apertura comercial es fuente de progreso, crecimiento y empleo. Por supuesto, hay límites en forma de reglas que garanticen una competencia leal, y hay también excepciones a la apertura, que los países pueden invocar en defensa de su seguridad nacional, el medio ambiente o la moralidad. Pero prima la idea liberal de mercados abiertos.
En segundo lugar, un sistema comercial global bajo el cual caben todos los países, con la OMC en el centro. Así se van integrando en la organización países tan diversos como China, Vietnam, Arabia Saudí, Tayikistán, Ucrania o Rusia, no sin antes reformar sus sistemas económicos y comerciales. Los países miembros tienen sistemas políticos diferentes, pero se entiende que pueden coexistir bajo un compromiso claro de respeto de las reglas multilaterales. Cuando no es así, siempre queda la posibilidad de usar el sistema de solución de controversias.
En tercer lugar, un consenso sobre el poder de los mercados y su preeminencia sobre la intervención de los Estados. De nuevo, no es que los Estados no intervengan en le economía, pues lo siguen haciendo de manera clara, por ejemplo, en mercados agrícolas, con ayudas de Estado en sectores industriales o para impulsar la innovación, pero existe un consenso sobre la idea de que la intervención de los Estados tiene que estar sujeta a mecanismos que eviten la competencia desleal o políticas proteccionistas.
En cuarto lugar, la economía como fuerza dominante sobre la geopolítica. También en este periodo se vivieron momentos de gran tensión geopolítica: las guerras del golfo, los atentados yihadistas en diversos países occidentales, turbulencias en Afganistán o en Irak, pero estas no afectaron de manera estructural al compromiso de respeto de los principios de la OMC.
«Las políticas públicas de protección social son cruciales para la legitimidad de las políticas de apertura comercial»
Estos principios, sin embargo, han sufrido una gradual erosión que ha afectado al multilateralismo comercial. En primer lugar, bajo estos grandes principios coexisten diferencias notables. Una de ellas, de tipo estructural, tiene que ver con la protección social del ciudadano. La apertura comercial es ciertamente eficiente, pero también es dolorosa al exponer a trabajadores de determinados sectores a importaciones de países terceros a menudo más competitivas. Esto lo sabemos bien en el proceso de integración en la UE y por eso hemos desarrollado políticas nacionales y también comunitarias que ayuden a que nadie se quede atrás. Políticas públicas en sanidad, educación, infraestructuras, pensiones o apoyo a la reinserción en el mercado laboral. En 2007, la UE adoptó un Fondo Europeo de Adaptación a la Globalización para Trabajadores Despedidos. Modesto al inicio, iría dotándose de más financiación a medida que aumentaban las necesidades. En último término, estas políticas públicas de protección social son cruciales para la legitimidad de políticas de apertura comercial. En EEUU, donde no existe un consenso para el desarrollo de este tipo de políticas públicas sólidas, vemos una erosión del apoyo político al comercio internacional. Así, los acuerdos comerciales van transformándose en pararrayos de todo lo que no funciona en la economía doméstica de EEUU, crece el sentimiento anticomercio y el proteccionismo comercial va erigiéndose como el bálsamo de fierabrás que todo lo va a curar.
En segundo lugar, el lanzamiento de la Ronda de Doha puso al descubierto una falta de entendimiento sobre la articulación entre comercio y desarrollo. En la categoría de “países en desarrollo” se encuentran países enormemente heterogéneos –desde grandes exportadores agrícolas como Brasil hasta pequeñas economías insulares como Fiji o Barbados–, por no hablar del ascenso comercial de China, que sigue reclamándose país en desarrollo. Pronto surge una tensión entre la consideración de estos países como un bloque –que necesariamente lleva a un mínimo común denominador construido alrededor de “excepciones” a la apertura comercial de los mismos– y la definición de mecanismos de inclusión en el comercio internacional o de contribución sobre la base del peso comercial de cada país.
La crisis financiera de 2008 también va a incidir en el multilateralismo comercial. Una crisis originada en EEUU que pronto tuvo un impacto global, mostrando las debilidades de un sector financiero infrarregulado donde “el mercado ha puesto en riesgo a los Estados”. Se precisaban mayores dosis de regulación global. La salida de la crisis se coordinó en el G20 y aunque en términos globales fue rápida y relativamente corta, los gobiernos no prestaron suficiente atención al impacto desagregado de la crisis y de sus consecuencias. Crecieron las desigualdades internas y estas minaron el apoyo popular a políticas liberales. Al calor de estas desigualdades ascendieron populistas como Donald Trump y su promesa de Make America Great Again, impulsando políticas proteccionistas, abusando de la “seguridad nacional” para proteger sectores industriales como el siderúrgico o el automóvil, y renegando de sus compromisos multilaterales. El antaño constructor del multilateralismo comercial renunciaba a su papel de líder. De estas desigualdades se alimentó también el Brexit y su agenda de repliegue nacionalista frente a una UE que se presentaba como freno a la grandeza británica.
A todo ello se suma la preocupación creciente por el impacto del comercio sobre el cambio climático. El Acuerdo de París de 2015 pide a sus firmantes que adopten medidas nacionales para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Cada país es libre de decidir el tipo de medidas. Algunos como la UE han optado por poner un precio al carbono y han adoptado medidas de ajuste en frontera para evitar la importación de emisiones a través del comercio internacional de países que no hayan tomado medidas de efecto equivalente. Por su parte, EEUU, que bajo la presidencia de Trump abandonó el Acuerdo de París, adoptó con Joe Biden un paquete de medidas para reducir sus emisiones. Washington prefiere ahora seguir la ruta de la reglamentación y de subvenciones e incentivos fiscales, algunos de los cuales discriminan en favor de la producción local, en clara violación de las reglas de la OMC. La lucha contra el cambio climático genera así efectos colaterales sobre el comercio internacional y corre el peligro de provocar una ola de proteccionismo verde.
La pandemia de Covid-19 también tuvo un impacto sobre el comercio internacional. Puso de manifiesto la importancia de reducir obstáculos al comercio para garantizar un rápido acceso a vacunas, a servicios digitales o alimentos, por mencionar algunos. Pero también generó un debate en muchos países sobre la dependencia excesiva de países terceros para suministros esenciales como equipamientos médicos o materias primas. Comenzó entonces a hablarse de relocalizar la producción y de la resiliencia de las cadenas de producción.
La invasión de Ucrania por Rusia ha acelerado muchas de estas tendencias. La principal de ellas, la preocupación de la dependencia excesiva: la de la UE del gas ruso; la de Rusia de países en los que tiene depositadas reservas de su Banco Central, ahora sujetas a sanciones; la de muchos países en el acceso a materias primas para la transición energética y tecnológica. Y, como telón de fondo, la rivalidad entre China y EEUU, centrada en la tecnología, que amenaza con llevarse por delante el sistema multilateral.
Fragmentación del sistema comercial multilateral
Las bases del sistema comercial, por tanto, se están agrietando. La doctrina de la apertura comercial como regla principal ha dado paso al desacoplamiento comercial, sobre todo en el ámbito de la tecnología. Ahí se enmarca la adopción de controles estadounidenses a la exportación de tecnología a China, al principio en el ámbito militar, pero deslizándose hacia consideraciones de competencia comercial. Es cierto que las cifras comerciales de momento no captan estas restricciones. Pero ello no nos debe hacer bajar la guardia, pues muchas de estas medidas son de reciente adopción y aún no han desplegado todos sus efectos.
Corremos también el riesgo de fragmentar el sistema comercial en dos o más bloques reglamentarios. Tanto la OMC como el FMI han advertido del elevado precio a pagar para todos los países, sobre todo los más pequeños o más pobres, en términos de mayores costes, más inflación y menores oportunidades para usar el comercio como palanca de desarrollo y crecimiento. No podemos excluir que la fragmentación del sistema comercial se extienda a otros espacios, como los ocupados por el FMI o el Banco Mundial, con la aparición de “sistemas competidores”. O que la fragmentación afecte a los sistemas internacionales de pagos. Aquí hay que enmarcar también el runrún sobre el dólar como moneda de reserva.
Vemos también el retorno con fuerza de la acción de los gobiernos en la economía. En EEUU, con inversiones masivas para el desarrollo de chips o en la transición energética; en la UE, con fuertes inversiones públicas en proyectos de interés común como el hidrógeno verde, los chips o las baterías; y lo mismo sucede en China, Japón, Corea del Sur y otros muchos países. En paralelo a estas inversiones, vemos también el aumento de las políticas proteccionistas. La integración comercial guiada por la lógica de las ventajas comparativas es eficiente, pero dolorosa. El proteccionismo es doloroso y altamente ineficiente.
Por último, la geopolítica ha entrado de lleno en la economía, y con ella las llamadas al friend-shoring, esto es, a limitar los intercambios comerciales a amigos y aliados. Se extienden las medidas restrictivas del comercio por razones de seguridad. Todo ello en un contexto en el que el sistema de solución de controversias de la OMC ha dejado de funcionar tras el bloqueo estadounidense al Órgano de Apelación, dejando en manos de los Estados el cumplimiento de las decisiones emitidas por la primera instancia.
Elementos de un nuevo multilateralismo comercial
Urge repensar el sistema comercial multilateral. No partimos de cero. En julio de 2022, los miembros de la OMC fueron capaces de alcanzar un acuerdo para limitar las subvenciones a la sobrepesca. Se trata del primer acuerdo que vincula de manera explícita las reglas comerciales a la protección de la sostenibilidad. Dicho acuerdo muestra la capacidad de construir consensos de manera paciente, pero decidida.
La existencia de un único sistema comercial multilateral es un bien a proteger, dada la seguridad jurídica y la eficiencia que genera. Ahora bien, la ambición de dicho sistema quizá tenga que ser menos garantizar la convergencia en las políticas comerciales de sus miembros –menos aún esperar convergencia en sus sistemas políticos– y más enfocarse en la gestión de la coexistencia, es decir, en reducir las fricciones comerciales. Los avances legislativos en forma de nuevas reglas comerciales podrían venir de la mano de una geometría variable, con un mayor uso de acuerdos plurilaterales. Hay que tener en cuenta que el liderazgo en muchas de las iniciativas de la organización corresponderá a países de tamaño medio, pero que hoy tienen una gran capacidad de incidir en la construcción de un nuevo orden internacional.
La reforma de la OMC debe poner el acento en tres cuestiones fundamentales para garantizar igualdad de condiciones para todos sus miembros, en particular los más vulnerables. Primero, las disciplinas sobre las ayudas de Estado, para garantizar una competencia leal. Segundo, el sistema de solución de conflictos, para que tanto países grandes como pequeños puedan hacer cumplir las reglas a sus socios comerciales. Y tercero –probablemente lo más complicado–, la definición de un nuevo marco relativo a la seguridad nacional que permita a los Estados proteger sectores sensibles de su economía sin vaciar de contenido las disciplinas comerciales, fijando guardarraíles que permitan a los Estados proteger sectores vitales, en particular los militares, limitando el uso de la excepción de seguridad nacional por motivos puramente comerciales.
La reforma del multilateralismo comercial tiene que ser capaz de impulsar la protección de bienes públicos globales como el clima o la biodiversidad, limitando los efectos secundarios de las políticas nacionales, como se ha hecho con el acuerdo en la OMC sobre subvenciones a la pesca alcanzado en 2022 o el tratado que los miembros de la ONU acaban de concluir para proteger la biodiversidad en aguas marinas internacionales.
El nuevo multilateralismo tiene que dar a la secretaría de la OMC mayores espacios de actuación en cuestiones como la supervisión de políticas comerciales, la investigación o el análisis de efectos secundarios de políticas comerciales. La secretaría tendría también que ser capaz de usar plenamente las atribuciones que ya tiene conferidas, por ejemplo, en el campo de la coherencia entre las políticas comerciales y otras políticas públicas, trabajando con el FMI y el Banco Mundial, pero también con otras organizaciones multilaterales, aprovechando su capacidad de convocatoria de actores relevantes.
Finalmente, la apertura comercial y el multilateralismo tienen que operar en un marco de mayor legitimidad. Ello pasa por invertir más en políticas de protección social que no dejen a nadie atrás. Basta de globalización perezosa: los gobiernos tienen que ser capaces de articular políticas de apertura comercial con mayores sistemas de protección social si quieren que el comercio siga siendo palanca de crecimiento, innovación y empleo.
La UE tiene un papel fundamental que desempeñar en la construcción de un nuevo multilateralismo comercial –no por ingenuidad, sino como garantía de su progreso–, creando espacios de entendimiento entre EEUU y China y trabajando con países de todo el mundo, que hoy también tienen la capacidad de modelar este nuevo multilateralismo. ●