Estados Unidos acaba de vivir una horrible campaña electoral, una de las más sórdidas de la historia. Parece mentira que una candidata presidencial del calibre de Hillary Clinton, con un programa político claro y exhaustivo, se haya visto obligada a medirse con un tipo estrafalario que solo promete, sin más, que sabrá componerlo todo.
En realidad ambos candidatos han proseguido dos campañas diferentes: la clásica de Clinton, definiendo con claridad los problemas que asolan el país y proponiendo soluciones factibles, y el vodevil televisivo de Donald Trump, con su sarta indescriptible de falsedades e insultos, proferidos con gritos y expresiones apopléticas. Y, sin embargo, Trump ha conseguido despertar un movimiento popular en su favor, tan amplio que durante la primera parte de la campaña parecía que podría ciertamente ganar las elecciones. Aunque en las últimas semanas haya cometido errores que han reducido su popularidad, es necesario analizar el fenómeno que representa, pues pesará en el resultado de las elecciones y más aún en el periodo poselectoral.
La misma Clinton definió el fenómeno cuando dijo que podía colocar a la mitad de los seguidores de Trump en una “cesta de deplorables”, “racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos y lo que se quiera (…) pero que afortunadamente no son América (…) pues la otra mitad está compuesta por gente que siente que el gobierno los ha traicionado, que la economía los ha dejado atrás, que nadie se preocupa de ellos, que a nadie le preocupa lo que pasa en sus vidas y en su futuro, que desean desesperadamente un cambio”. Lo que Clinton parecía no comprender es que esas dos “cestas” son una misma, que los “buenos pero desesperados” son precisamente los “irredentos” que tienen esas ideas tan deplorables, y a los que Trump encandila profiriendo a voces lo que ellos no se…